dossier Chile: Literatura JUL.2025

Alejandra Costamagna

Llámenme Muñeca

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Recuerdo que llegó mi padrastro a la casa y dijo “el abuelo murió”. O a lo mejor dijo “falleció”. Que el papá de mi mamá estaba muerto, dijo, y que ella había emplumado a Buenos Aires tempranísimo esa mañana de octubre de 1980 a despedir a su padre y acompañar a su madre. Recuerdo que mi mamá era muy joven —por los treinta y cinco debía andar— y le decían Muñeca y a ella no le gustaba que le dijeran así, lo hallaba ridículo, le daba un poquito de vergüenza, y llevaba más de una década en Chile, lejos de sus padres, argentinos como ella, y un infarto al otro lado de la cordillera había barrido de un plumazo con su viejo, su persona favorita, la persona con la que había fumado su primer cigarrillo. Y recuerdo que nunca entendí bien a mi abuelo, ésa es la pura verdad, que nos obligaba a dormir siesta, nenas, que era tan chusco y tan amigable a su extraño modo, que se definía como un momio de izquierda y hablaba lo justo y lo necesario y roncaba con escándalo. Ronquidos como el motor de la citroneta de mi mamá, quien, entre paréntesis, iba a heredar el tenor de esa respiración nocturna. Pero en esos días ella todavía no roncaba o yo no me daba cuenta de que lo hiciera y recuerdo que entonces pensé que ya no viajaríamos más a Argentina como lo hacíamos todos los años, todos los diciembres arriba de la citroneta, dele que dele, una telaraña azul el cielo, emigrando hacia la cordillera y luego derechito por la pampa con remolinos de viento, tan paleolítica en su llanura desértica la pampa argentina. Y muy al final, como un punto lejano en el mapa, el gran Buenos Aires de mis abuelos, mis padres y el resto de la parentela. Recuerdo que mi abuelo había muerto esa mañana y más tarde moriría también mi abuela, pero nunca vi a mi mamá como huérfana. Recuerdo que ésa era una palabra —huérfana— que no encajaba con ella, tan campante, tan pelilarga, minifalda y tacos de terraplén. Tan muñeca brava, mi mamá en los sesenta y en la alborada misma de los setenta. Tan lectora precoz, atleta, aprendiz de piano. Pero ésos deben ser recuerdos prestados, porque entonces yo no existía. Recuerdo que cuando empecé a existir me llevaron a conocer a los abuelos. A que ellos me conocieran fuera de las fotos, más bien, en carne y hueso. Acomodamos los bártulos, alistamos el auto y emplumamos a las tierras parientes. Tiempo después Muñeca viajaría sola al entierro de su padre, una mañana nublosa de octubre, pero ya no cruzaría por tierra. Ahora sobrevolaría las cumbres montañosas para despedirlo. Y vendría mi padrastro a la casa y, con una voz que hoy recuerdo como el hilo de una respiración demasiado antigua, lo diría. Que mi abuelo había muerto o fallecido esa mañana, diría. Y mi madre no imaginaría —no podría imaginar entonces— que cuarenta años más tarde juraría haber visto sus pasos en la nieve.

Ilustraciones de Sofía Grivas, 2025.

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“Ella parada y se van llevando muebles, los muebles del lenguaje se los llevan al hombro las hormigas de su enfermedad, cargan palabras y se las van llevando, la despojan, la mudan, y ella se queda parada en la casa vacía de su vida, de su respiración”, escribe Pedro Mairal en “La niebla”.

Asegura que los pájaros le dicen Muñeca y ella los corrige pero son muy llevados a sus ideas e insisten. Al final, dice, negocia con ellos el sobrenombre a cambio de un puñado de plumas que valen oro. Llámenme Muñeca y pásenme el botín, dice que les ha dicho.


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Que mi mamá está volada, dice mi hermana al teléfono. ¿Cómo volada? Que ella salió a comprar y la dejó sola unas horas. Y cuando volvió la encontró así, hablando incoherencias y riéndose por todo. Volada. Y se acordó de un alfajor que le habían regalado y que tenía en su velador. Y corrió a buscarlo, pero encontró el envoltorio nada más y las miguitas desparramadas por aquí y por allá, una huella como la de Hansel y Gretel, dice, que llegaba hasta el sofá, donde mi mamá se había echado a ver tele, cubierta con un poncho. Que vaya a verla, me pide mi hermana. En el departamento viven las dos y seis gatos; han llegado acá luego de la separación de mi mamá y mi padrastro. Antes de salir hablo con la neuróloga. Un alfajor de marihuana, sí, entero. Que la estemos observando, que llame si le baja la presión, vomita o se desmaya. Hace un par de meses nos han dado el diagnóstico, todavía no lo asimilamos. ¿Cómo es posible que la persona que me enseñó a buscar las palabras, a quererlas, ahora las esté perdiendo? Que no pueden dejarla sola, insiste la doctora. “¿Qué haces acá, Aleluyita?”, pregunta mi mamá desperezándose, risueña. Todo lo que hago le causa risa, si tomo agua, si acaricio a uno de los gatos, si la abrazo, si voy al baño. Pero la risa va dando espacio a otra cosa. “Tengo que ir a buscar a mi papá”, dice después de un rato, mientras indaga en su cartera, buscando quizás qué. “Lo encontré en la nieve, está solo, boca abajo.” Me describe las huellas de sus pasos, que han quedado en la superficie y acaban en ese cuerpo tendido. “Quizás salió a caminar y se desplomó”, dice. Pienso en la última imagen de Robert Walser, su cadáver tumbado boca arriba en la nieve, las huellas negras de sus pisadas en esa colcha blanca antes de desplomarse, el sombrero a un metro de su cabeza. Le digo a mi mamá que es imposible, que su papá murió en 1980, que ella viajó a despedirlo. Que no hay nieve en Buenos Aires. “Yo lo vi, Ale, yo lo acabo de ver”, insiste. Describe una y otra vez la escena, una cinta atascada. Mientras habla deshace una servilleta, la desgrana y hace pelotitas que va arrojando al suelo. Queda una aureola de papel alrededor de ella. En la noche, pasado el efecto de la marihuana, la escena de su padre queda en pausa. Se ha dormido en el sofá y ahora ronca como el motor de una citroneta. Me pregunto si en sueños seguirá el rastro de sus padres o si, al despertar, apuntará lo que vio y ése será el núcleo de la novela que siempre quiso escribir. La neuróloga dice que nos preparemos, que la marihuana sólo activó eso que está ahí. ¿Ahí dónde?, quiero preguntar. Pero ahí es un pozo. La imagen volverá meses después, sin marihuana. Y a este universo se sumará su madre, que murió en 2001 con una demencia avanzada. Ahora estarán los dos boca abajo, arrojados por alguien o acaso desvanecidos en un infarto coordinado, un par de copos de esa misma nieve que los circunda. A veces en vez de nieve será un bosque, a veces el terreno baldío de la esquina. A veces mis abuelos estarán rodeados de niebla o de hormigas. A veces, sin embargo, mi abuelo acompañará a mi mamá en el cohete del tío Petiso, que despegará en Córdoba y los llevará hasta la mismísima luna. Y mi abuela habrá estado, ese mismo día, en su taller de costura con ella, terminando el vestido para alguna clienta, mientras ceban un mate y su madre le dice que la dueña del vestido es profesora de piano y ha ofrecido darle lecciones a la niña a cambio del vestido. Y estará dichosa, mi mamá estará dichosa, volada sin psicotrópicos, pelusas de nieve en su mente, y describirá la luna y los vestidos, el cohete y el rumor atascado de la máquina de coser, la aguja y el piano, el cuerpo diminuto del tío Petiso al mando de la nave y la bombilla que se hunde en la yerba y transporta el agua hasta su boca de niña.

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“Me aferro a las cosas que tienen memoria para hacer pie: una roca. Me resisto a creer que todo lo que ella era y sabía no quedó en ningún lado”, escribe Julieta Correa en ¿Por qué son tan lindos los caballos?

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En mis caminatas por el barrio recojo plumas. Recojo hojas también. Hoy fueron tres, una de liquidámbar, otra de madreselva y otra de ciruelo. La de liquidámbar es de un naranja furioso, con las nervaduras muy marcadas y el palito como un tronco en miniatura que sostiene el cuerpo jolgorioso de la hoja. Las demás son más bien discretas en su belleza. Pienso que debería dejarlas ahí, pero en pocos segundos me encariño con ellas y las guardo en el bolsillo de la chaqueta. Pienso que si las llevo en la mano pueden asfixiarse con la transpiración de la caminata. Pienso que en el bolsillo, sin embargo, pueden ajarse. Las saco, las vuelvo a guardar, dejo de pensar en ellas. Mi mamá me enseñó la palabra liquidámbar, recuerdo que llegó del trabajo con un liquidámbar en un maceterito que parecía de juguete. Lo plantó en el jardín. Hoy da hojas amarillas, verdes o rojas, dependiendo de la temporada; hojas que ella misma recoge desde que volvió a la casa de mi padrastro —que nunca esté sola, insistió la doctora cuando mi madre incendió la cocina del departamento—. Recolecta hojitas y hace arreglos, pequeñas instalaciones en su velador. Recolecta flores y se las guarda en el sostén; en el espacio que queda entre su piel y la tela. En la noche, cuando la ayudamos a ponerse el pijama, caen pétalos, ramitas, tallos, flores. Un jardín a sus pies. A veces esconde las pequeñas fortunas en sus calzones: el pubis cubierto de vegetación. Desvestirla es deshojar un árbol; su cuerpo, una rama de liquidámbar que va quedando vacía. No sabe que el liquidámbar se llama liquidámbar. No sabe que la buganvilia se llama buganvilia, que el hibisco se llama hibisco. No sabe lo que ella nos enseñó. Mira el cielo y dice que las nubes están más abajo de la realidad. Mira lo que la rodea como si fuera la primera vez que lo hace, se asombra, le divierte, le asusta. ¿Quién es ese hombrecito?, pregunta señalando el tallo de una flor mustia. Ve caras en los troncos, en las piedras, en la tierra. Quiere nombrar lo que pasa frente a sus ojos, pero las hormigas de su enfermedad se llevan las palabras. Ah, pero su cerebro es una flor abierta, un universo sin jerarquías, donde todo puede trenzarse y enroscarse y renacer en todo. La misma pepita que brotó con el alfajor de marihuana ahora no necesita estímulos para desplegar su psicodelia. Describe una travesía por las cumbres montañosas y la pampa ondulada y refulgente con remolinos de viento y luces estroboscópicas en las rocas que la guían y la llevan al sitio donde nace el río que ella cruza en bote y rema y rema y al otro lado están los perros y los gatos y los carpinchos y las ranas y las libélulas y los pájaros que son, dice, un encanto de personas. Y mueve los brazos como quien ensaya un aleteo prematuro. Asegura que los pájaros le dicen Muñeca y ella los corrige pero son muy llevados a sus ideas e insisten. Al final, dice, negocia con ellos el sobrenombre a cambio de un puñado de plumas que valen oro. Llámenme Muñeca y pásenme el botín, dice que les ha dicho. Dice que son momios de izquierda. ¿Quiénes, mami? Pero ella se ha sentado en un banquito y ahora observa a los zorzales que merodean el liquidámbar. No habla. En la noche, al desvestirla, festín de plumas.

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“No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo. Esa pérdida que podría angustiarme curiosamente me libera: no hay nadie que me corrija si me decido a inventar”, escribe Sylvia Molloy en Desarticulaciones.

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Doy un taller de lectura en las afueras de Buenos Aires. Van entrando al galpón las participantes y pido que se sienten alrededor de una mesa ancha y larga, del porte de una sábana. Me pongo los anteojos de presbicia para ver los apuntes, sacrifico ver las caras. Es una cosa o la otra. Saco de la mochila los libros que han cruzado conmigo la cordillera, todos tienen la palabra memoria en su título: Memorias de un pigmeo, Tierras de la memoria, Memoria de chica, Memoria por correspondencia. Más allá de los procedimientos de cada libro, hay una constante: la invención filtrada en la memoria. La astucia de la ficción para colarse en los recuerdos, pero también el afán de escribirlos. Pueden ser recuerdos de segunda mano —el recuerdo de un recuerdo— o huellas de lo que fue interrumpido o incluso de lo que necesitamos creer que ocurrió para comprenderlo. Leo de Annie Ernaux: “Pero para qué escribir si no es para desenterrar cosas, hasta una sola, irreductible a explicaciones de toda suerte, psicológicas, sociológicas, algo que no sea el resultado de una idea preconcebida ni de una demostración, sino del relato, algo que salga de los repliegues escalonados del relato y que pueda ayudar a entender —a soportar— lo que sucede y lo que se hace”. Termino la cita y veo, desdibujada, la figura de una mujer que entra y se sienta al fondo. La saludo con un gesto de cabeza, se me ocurre que es la coordinadora del taller y viene a controlar la hora. Me apuro en terminar la sesión —adiós, muchas gracias— y cuando ya todas se han ido y la sala parece vacía y la mesa del porte de una sábana alberga todavía mis papeles y mis libros, se asoma otra vez la mujer. Camina hasta mí y me abraza; me abraza con la intensidad de una despedida o de un reencuentro. Me dice “tú no sabes quién soy, chiquita. No tengo nada que ver con la literatura yo, pero vine porque necesitaba verte. Soy la mejor amiga de Muñeca, su amiga de niña. Íbamos juntas a clases de piano y dormía en su casa y comía con sus padres y fumábamos y no hacía nada sin ella. Vine porque vi el afiche y supe que eras su hija. Te escuchaba recién y era verla con sus gestos y su modo de hacer pausas entre una idea y otra”. Dice todo eso de corrido, en voz baja, pegada a mi oído. Le digo, igual de bajito, si sabe que mi mamá ya no. No termino la frase, ella me interrumpe “sí, chiquita”. Dice que la última vez que la vio fue en 1980, cuando falleció mi abuelo y ella viajó a despedirlo, pero después le perdió la pista hasta que hace poco se topó con una fotografía en alguna red social y en esa mirada… No sabe cómo seguir la frase, deja pasar unos segundos y la suelta: “En esa mirada ya no estaba Muñeca”. Empiezan a llegar los participantes del siguiente taller. La amiga de mi madre me ayuda a guardar los libros en la mochila, salimos del galpón y seguimos hablando a la intemperie, camino a la estación de trenes. Cuando estamos por llegar dice que anotó una cita de Ernaux que leí en voz alta: “Puedo decir: ella es yo, yo soy ella”. Que le explique, me pide, qué significa exactamente eso.

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“Era como si acabaran de implantarle una parte del cerebro y estuviera al medio de una contienda entre el fragmento real y el postizo; cuántas neuronas preciosas en el campo de batalla”, escribe mi mamá en el libro que nunca publicó.