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23 de febrero de 2018

Éxodos / multimedia / Febrero de 2018

Antonio Ortuño

La primera víctima en caer al suelo gracias a la consumada tendencia contemporánea a juzgar las obras estéticas desde ópticas políticas, éticas o sociales, es la precisión. Porque las lecturas políticas, éticas o sociales logran, a fin de cuentas, imponernos la idea de que el arte es solamente un escenario para que se debatan ideas políticas, éticas y sociales. Y esta postura es interesante (y quizá más estimulante que la opuesta, que sostiene que no hay derecho a leer el arte desde otra óptica que no sea el esteticismo) pero está fatalmente limitada. Porque puede resultar jugosísimo leer La Ilíada desde el marxismo, el feminismo, el lacanianismo o el formalismo ruso, pero lo que obtendremos de ello serán corroboraciones de postulados, análisis y conclusiones que ya estaban presentes en el marxismo, el feminismo, el lacanianismo o el formalismo ruso y no necesitaban a La Ilíada para ser lógicos, agudos o atinados. Interpretar la totalidad de la experiencia humana reflejada en el arte mediante un sistema de pensamiento determinado puede resultar muy útil para ese sistema de pensamiento (y hasta para la humanidad, cuando se reivindica con inteligencia una causa justa) pero no necesariamente es lo más justo para el arte. Hace poco leí un debate sobre una vieja película agradable, La misión, que tiene que ver con el apostolado jesuita en América del Sur. Sí: al mirarla pueden saltar discusiones muy atractivas sobre colonialismo, racismo, culpa, redención, fe y opresión. Pero de ahí a decir, como hicieron los contendientes en el debate dichoso, que exista algo “más importante” en una película que la película misma, es decir, una suerte de moraleja cardinal, de “mensaje”, hay una buena distancia (eso no llegaron a pensarlo, por cierto; su desacuerdo se centraba en qué era eso “más importante”: para uno era el sacrificio de los jesuitas y para el rival, supongo, la violencia en contra de las comunidades indígenas). Del mismo modo, me parece, enriquecemos la lectura de la Lolita, de Nabokov, si, como proponen las feministas, discutimos la pederastia, el secuestro y el abuso con la novela como referencia. Pero la empobrecemos hasta los huesos si la reducimos solamente a un manual de pederastia, secuestro y abuso. Las teorías críticas iluminan ciertos aspectos del arte, desde luego. Lo mismo que el arte funciona como un banco de referentes ineludible para las teorías. Bien decía Indro Montanelli que, sin el manto conceptual de las tragedias griegas, Freud no habría sido más que un médico un poco charlatán y voyeur. En el arte puede leerse a la sociedad, sí. Pero hay más. Siempre más. Hay, en el arte, algo que elude el tejido de hierro de los sistemas de pensamiento, escapa a la rotundidad de las posturas filosóficas o políticas, algo imposible de explicar con manuales, bibliografías y consignas. Y es probable que sea ese carácter esquivo y mutante lo que hace que el arte, como práctica, como placer, valga la pena.

Imagen de portada: Víctor Cúnsolo, Calle de La Boca o Calle Magallanes, 1930.