La bufanda del Lech Poznan
Leer pdfEl futbol es caldo de cultivo de comportamientos gregarios, mezquinos y brutales. Cada país tiene grupos de aficionados célebres por algún uso de violencia: en River Plate o Nueva Chicago, Argentina, son comunes las puñaladas o las pistolas; en Inglaterra, el repetido encontronazo entre los hooligans del West Ham y del Millwall quedó registrado en una película sobre batallas campales ligadas a la identidad de cada club; en Italia, la Lazio es un bastión mussoliniano (su ídolo Paolo di Canio tiene un tatuaje en el bíceps que dice Dux, en alusión a Mussolini; festejaba con el brazo estirado, palma abierta, en la grada de los Irriducibili, grupo ultra, referente europeo, que él mismo fundó —junto a Diabolik— cuando jugaba en inferiores), y en Rusia el ministro de Deportes de Putin convocó en un llano a cientos de humanos para golpearse a morir: los supervivientes serían los acompañantes de la federación rusa a la Eurocopa 2016.
Un sector de la afición se ha vuelto, también, el lugar para exhibir esvásticas, pintas de ultraderecha, mensajes y cantos neofascistas.
Otro ángel de la guarda que vela por mi integridad es la socióloga Judyta Wachowska, mi profesora en la universidad: lentes rojos, delgados y redondos, pelo anaranjado y recogido, estupendo español, amor por los extranjeros y un pasado de lucha clandestina desde el teatro. En una foto en internet aparece de negro y pasamontañas, y un llavero con dos zapatistas miniatura hechos de tela en la mano.
Judyta vestida de negro: una ninja poderosa. La imagino de guardia en la librería anarquista, atenta para desactivar las bengalas, las piedras y los proyectiles que avientan los barrabravas; si requiere desplegar habilidad, puedo suponerla en una patada elástica que contrarresta la brutalidad política. A esa librería le han roto los vidrios en días de partido de futbol. Ahí me junté con ella para que hablara de su pasado, del presente polaco, de la resistencia y los gérmenes de odio.
Le digo: voy mañana al futbol.
Es el único día que puedo. En los próximos meses, el Lech Poznan juega de visita y entre diciembre y enero el frío cancela los eventos.
—A mí no me gusta el futbol. Pero no vayas solo.
Nadie quiere ir conmigo. A Regina tampoco le gusta; Wojtek, el secretario de la universidad que en un principio fue amable, ya no responde mis mails; Ege y Nicola, otro amigo pambolero, ya tienen planes. Y Wiktor se asustó: le escribí para invitarlo, pero me dejó en visto. Nunca más volvió a saludarme. Quizá vio sospechosa la invitación: un hombre le propone a otro ir juntos a un sitio. Peligro. Pero, ¿con una invitación al estadio? Lo entendería, según su marco de homofobia, si le propusiera un café, pero ¿al futbol? Si una actividad congrega hombres y da puntos en el barómetro de masculinidad, es ésta. Aunque, como estoy por descubrir, no en grupos reducidos, mucho menos en parejas, sino en nutridas pandillas.
—Voy a decirle a un amigo que siempre va al campo. Hace mucho no sé de él —Judyta gesticula en español.
En la noche, me pasa el contacto de un tal Andrzej.
Al día siguiente le escribo. Quedamos de vernos dos horas antes, en un bar al lado del estadio.
A varios kilómetros de Poznan, pero aún en territorio polaco, acontece uno de los derbis más violentos de Europa; en Cracovia, el Wisła y el KS han protagonizado la guerra santa futbolera. Tiempo atrás, algunos jugadores y aficionados del KS Cracovia eran judíos, en tanto que los del Wisła no aceptaban en sus filas etnias no polacas; aspiraban, entonces y ahora, a la “pureza”, una suerte de pedigrí genealógico polonés. Los del Wisła llamaban “perros” a los del KS: decían que los judíos colaboraron con la policía comunista.
Los feligreses del KS contaban con un famoso papa que se formó en el Palacio Obispal de Cracovia. Juan Pablo II, ya en el Vaticano, decoró su espacio de trabajo con una bandera rojiblanca y recibió al equipo de sus amores. De joven, a él le gustaba que en la grada convivieran judíos y católicos.
En años recientes, cuando el Wisła Cracovia era local contra el KS, los hinchas rivales tenían prohibida la entrada; unos meses antes, una de las batallas campales había terminado con un muerto.
Últimamente, han aparecido muertos otros aficionados, por eso los hooligans polacos llegaron a un acuerdo: seguir peleando, pero sin armas. Todos los equipos se unieron al pacto, excepto los cracovianos. Para ellos, bats, cuchillos y otros artefactos acentúan la rivalidad.
Bengalas y banderas en un partido del Wisła Cracovia contra el Lechia Gdańsk, 2010. Wikimedia Commons CC.
En Poznan, el veinticuatro de noviembre llueve. Saco efectivo, llevo encima la chamarra gruesa y oscura, ningún distintivo del equipo local; primer error. La paranoia se dispara pero es algo que puedo remediar una vez allí. Además, iré con tiempo y me encontraré con Andrzej. Judyta, por si acaso, monitorea el encuentro por celular.
En el tram, la gente viste azul y blanco —colores del equipo de la ciudad, el Lech Poznan—, muchas bufandas, algunos cantan. El resto va en silencio.
Al bajar, el cielo ya es negro. No tengo idea de a dónde dirigirme. Según Andrzej, el bar en que me espera es el único por ahí. Camino un trecho. No sé si seguir o volver. Me siento desprotegido pese a que Judyta está al pendiente. Pienso que el bar está en una orilla: no hay tal cosa sino bosque, conforme más alejado del estadio más oscuro. Aparecen muchos varones junto a los carros. Orinan a un lado de las llantas, eructan, hablan fuerte. Los cruzo y noto el absurdo: no sólo Andrzej no estará entre ellos, tampoco soy bienvenido; marcha atrás. Ignoro los cascos de cerveza, la cocaína, los petardos, las bengalas, las banderas, los cánticos. Escapo disimuladamente de esa multitud a escala pero in crescendo. Siento el miedo con efecto retardado: ellos eran los neonazis y yo el único barbudo sin escudo del club. Por suerte, llevo cubierta la cabeza con el gorro de la chamarra, una sombra protectora.
Lo importante es, cuanto antes, comprar la bufanda blanquiazul y atármela al cuello. Una prenda: la diferencia. Soy de ellos. Soy del Lech Poznan. Los colores, la ropa, un trozo de tela más efectivo que un estorboso cachivache de fierro. No es necesaria un arma: basta un escudo tejido o estampado —he ahí la identidad.
Entonces los oigo: son ellos, los míos, el peligro que marcialmente camina al estadio. Prenden fuego, van en procesión. Una luz altoparlante que se mueve. Cantan consignas que no descifro. Banderas, bengalas, un coro. Otra vez la orfandad de lengua, esta vez en forma intimidante. Me abrazo a la bufanda. La hago visible.
El bar aparece frente a mí, debajo del estadio. Y ahí, Andrzej, junto a otros seis aficionados inocuos, me reciben calurosamente, con cerveza. Todos uniformados: si no con la playera, con la bufanda o con un pin elegante en la solapa del saco.
Refugiados, recuerdan viejas glorias del Lech Poznan: de cuando un joven Lewandowski daba avisos de la máquina en que se convertiría, de cuando en una Europa League empataron contra el Manchester City.
Mala noticia: ya no es ese Lech Poznan.
Segunda mala noticia: mi asiento está lejos de los amigos de Andrzej; estoy tal como llegué: sin compañía ni protección.
La buena: el sector neonazi queda lejos de mí.
Encuentro relación entre dos personajes y dos aficiones: Misiek y Fabrizio Piscitelli, los Wisła Sharks de Cracovia y los ultras de la Lazio, en Italia. Misiek, líder de una afición que funcionaba como grupo paramilitar y empresa, cabildeó para que el club cracoviano confiara la seguridad del estadio a él y a su gente, encargados también de un consorcio de gimnasios, entre otras actividades de seguridad (en discotecas, por ejemplo): es decir que, en ocasiones, quien te revisa en la entrada puede ser un ultra en traje; alguien que, cuando sale de trabajar, quizá apuñala rivales del KS en encuentros premeditados.
Misiek colaboró con la policía. Misiek movía droga. Misiek, desde la grada, le aventó un cuchillo en la cabeza a Dino Baggio cuando el Parma de Verón y Cannavaro visitó Cracovia durante una copa europea.
Misiek era amigo de Piscitelli, conocido como Diabolik, quien habría sido un exitoso CEO de una empresa de ropa pero prefirió la calle, la tribuna, los desfiles ordenados. Vendía playeras, droga, boletos y sobre todo movía gente. Era músculo político o grupo paramilitar, según se requiriera.
Misiek y Diabolik juntos en la guerra: contra mujeres, negros, judíos, homosexuales, migrantes. A favor de una Europa blanca y católica.
Cuando Diabolik apareció muerto en la banca de un parque, ultras de varios puntos de Europa —incluyendo, por supuesto, Cracovia— manifestaron respeto y luto en estadios, pancartas, congregaciones.
Cuando la Lazio requería soldados en la guerra, en primera fila estaban varios polacos con sudadera azul y simbología de Wisła Sharks, piedras en la mano y posturas intimidatorias.
Cuando el once de noviembre en Polonia se juntan familias, parlamentarios y otras personas que claman por la raza blanca, aparecen acólitos de Misiek y Diabolik.
El estadio es más pequeño que los recintos mexicanos a los que estoy acostumbrado. No estoy lejos del campo. A mi alrededor, viejos, jóvenes, gente tranquila. A mi izquierda, la porra rival. Enfrente, Andrzej y amigos. A la derecha, asientos libres. No cuento sino una veintena de mujeres, acompañadas. Las luces se prenden, de las bocinas sale alguna música y los jugadores del Lech Poznan comienzan a calentar, al tiempo que los aficionados, visibles por el fuego y las consignas, coronan la marcha triunfal. La parte hueca de las gradas se llena. Los colores blanquiazules resaltan con antorchas. La tribuna es un incendio controlado. Los ultras se apoderan de la escena. El partido comienza.
Festejo de los jugadores del Lech Poznan tras ganar la liga polaca, 2015. Wikimedia Commons CC 4.0.
Cuenta Bolaño o Arturo Belano o Archimboldi, en la quinta parte de la novela 2666, que en una región polaca que intentaban germanizar ya no quedaban judíos sino viejos que perseguían los escuálidos rayos del sol, mujeres borrachas y niños borrachos, aunque sólo contaran con diez años:
unos niños salvajes, por otra parte, a los que sólo les gustaba el alcohol […] y el fútbol. […] A veces los veía desde la ventana de mi despacho: jugaban en la calle con una pelota de trapo y sus carreras y saltos eran verdaderamente lamentables, pues el alcohol ingerido los hacía caerse a cada rato o fallar goles cantados […] eran partidos de fútbol que solían acabar a puñetazo limpio. O a patadas. O rompiendo botellas de cerveza vacías en la crisma de los rivales.
Pienso que los aficionados cerca de mí son los nietos o bisnietos de esos personajes: gente de las periferias, castigada por la violencia y el hambre y un pasado de pisoteos, que desarrollan sentido de pertenencia en equipos de futbol. Se comportan de manera parecida, pero, en lugar de golpearse entre ellos, lo hacen entre rivales, fácilmente distinguibles.
Śląsk de Breslavia jugó contra Lech Poznan durante la crisis de refugiados del 2017. En tribuna apareció un dibujo enorme. Sobre el continente europeo, un caballero de las cruzadas defiende el territorio de tres pequeños barcos en riesgo de hundirse. Lo acompaña la leyenda: “Si Europa está siendo inundada por la plaga islámica, vamos a defender el cristianismo”.
Después de esto, la Unión Europea de Asociaciones de Futbol sugirió donar un porcentaje de las entradas del próximo juego del Lech Poznan a un fondo destinado a refugiados. El Lech Poznan, en tanto club, accedió, pero no su afición. De veinte mil personas que solían ir a los juegos, al siguiente acudieron ocho mil.
Otra pancarta de los ultras del Lech Poznan:
Lost sheep. Welcome to hell.
Pankowski, presidente de la organización Nigdy Wiecej [Nunca más], cuyo fin es documentar el racismo y la homofobia en Polonia, hace hincapié en que este tipo de casos ha aumentado desde hace diez años, un fenómeno transversal entre los clubes polacos y varias aficiones europeas. El activista, opositor del partido político Ley y Justicia (partido político que simpatiza con las consignas de los aficionados ultras), ve peligroso que no haya un intento por contrarrestar su presencia, quizá debido al miedo. “Aunque los hinchas racistas son minoritarios, se dejan ver cada vez más y dominan a la mayoría.”
El estadio es al aire libre. Muero de frío por estar quieto: esto es la antítesis del solazo puma en CU, un domingo al mediodía en las inmediaciones de la UNAM. En Poznan, no son suficientes la bufanda blanquiazul ni la chamarra negra. La gente de al lado resiste estoica.
De los cincuenta y pico jugadores, técnicos, doctores, etcétera, todos portan los colores (en la piel, no en la ropa) que son mayoritarios en el país. Hay sólo un par de jugadores latinos. En términos deportivos, me sorprende la habilidad del portero bosnio Jasmin Burić y el delantero danés Christian Lund Gytkjær, del Lech Poznan.
Al minuto treinta, el Wisła Płock mete el uno cero. Son quince minutos en que sufro, no sólo porque momentáneamente soy seguidor, según mi bufanda, sino por temor al destrozo en mi condición solitaria. Si ya de por sí temía el momento de la salida, no quiero imaginar un escenario en que el Lech Poznan es derrotado a domicilio. Espero que Lund Gytkjær, Jasmin Burić, o el fantasma de Lewandowski aparezcan y reviertan esta situación.
—Chodź, Lech Poznan! [¡Vamos, Lech Poznan!] —me uno a los gritos de alrededor.
Y entonces llega la peor noticia: Andrzej se tiene que retirar ya y me lo avisa por mensaje. Mi único apoyo, la única persona de confianza en el estadio, debe atender a un concierto lejos de ahí. Es parte de su trabajo. Sigo y seguiré solo, ahora y a la salida.
Mis ojos pasan del sector neonazi y su forma de cantar y mantener las llamas encendidas al juego, en que el Lech Poznan presiona más y más. La remontada no tarda. La tribuna festeja el empate y yo también. Al poco tiempo, como si mis plegarias surtieran efecto, el rubio Gytkjær mete un golazo. Bardzo dobrze, Lech Poznan [Muy bien, Lech Poznan]. Sobre el final, tiro libre a favor del Wisła Płock: el portero bosnio se rifa, el rebote cae cómodo para el rival que afortunadamente la vuela.
El juego acaba 2-1.
Los ultras abandonan a cantos. Camino entre tranquilo y alerta al tram, que va lleno. La afición no radical a ratos canta y otras permanece en silencio.
Una vez en Jowita, supuestamente a salvo, doy con la noticia de que la final de la Copa Libertadores celebrada en Buenos Aires, entre Boca Juniors y River Plate, se pospone por violencia. La hinchada de River atacó a pedradas al bus que transportaba a los jugadores de Boca; algunos resultaron heridos. No hubo condiciones para reanudar el juego sino hasta semanas después, lejos de ahí, en otro continente.
Este fragmento pertenece al libro La tierra que no te quiso (El arte nuevo, 2025) y se reproduce con permiso de su autor.
Imagen de portada: Seguidores del KS Cracovia en un partido contra el Korona Kielce, 2011. Fotografía de Piotr Drabik. Wikimedia Commons CC 2.0.