Ulises Carrión atrapado en un poema chileno
Leer pdfTodo empezó con un malentendido, pero de eso yo me iba a enterar mucho después, cuando estuviera perdido en una ciudad que no conocía, a varios kilómetros del lugar que se suponía iba a visitar: Ámsterdam. Quiero decir, quizá todo empezó con un par de mensajes de Luc, por Whatsapp, en los que me dio las coordenadas de la invitación, aunque en términos más bien generales: “hay un festival de literatura en Holanda en noviembre”; era 2017.
Me debe haber escrito en abril o mayo o, a más tardar, en junio. Yo dije que sí, por supuesto; no conocía Holanda, y él, mi editor, iba a publicar mi primera novela allá en esos meses, así que todo tenía sentido. Sobre todo lo de viajar, y salir de la oficina en la que trabajaba, en un lugar horrible llamado Ciudad Empresarial, un lugar muy parecido al infierno.
Siempre quise huir de ahí, por lo que ni siquiera leí con mucha atención el mail. Vi las palabras “viaje” y “Holanda” y con eso fue suficiente. Para mí, además, en ese momento, Holanda era, cómo no, Ámsterdam; vivo en un país centralizado y a veces me olvido de que el resto de los Estados no son así, que hay los que distribuyen sus riquezas y eventos de manera que algo tan particular como un festival de literatura no sólo se organice en la capital, sino que pueda llevarse a cabo en otras ciudades, aunque sean de dimensiones mucho más pequeñas y con muchos menos habitantes. Sí, olvidé esa opción. Entonces, el mensaje de Luc fue, según entendí: “hay un festival de literatura en Ámsterdam”.
Y hacía allá, entonces, me embarqué.
Los pasajes, además, decían eso: Santiago-Ámsterdam / Ámsterdam-Santiago.
Y sobre eso escribí. Porque la invitación consistía en ser parte de los escritores jóvenes —o más o menos jóvenes— del festival Crossing Border que debían llevar una bitácora del evento y escribir cada día un texto para luego enviárselo a una traductora y publicarlos en la web del festival.
La primera entrada había que enviarla antes de que empezara el evento; nos habían pedido que habláramos de nuestras expectativas.
Y sobre eso escribí: sobre mis enormes expectativas de participar en un festival de literatura en Ámsterdam, una ciudad que me generaba mucha curiosidad; especialmente, porque ahí había vivido un escritor y artista mexicano que, por aquel entonces, me obsesionaba: Ulises Carrión. Tenía registrada la dirección donde había estado Other Books and So, su mítica librería-galería; quería ir y recorrer la ciudad pensando en sus desplazamientos, en su vida ahí, cuando en los setenta decidió abandonar la literatura y su escritura, instalándose lejos de su idioma y de su natal Veracruz.
Me intrigaba Ámsterdam por todo eso, pero también por sus museos —sabía que en el Stedelijk había varias obras de Carrión— y por algunos escritores que había descubierto hacía poco —Rudy Kousbroek y sus ensayos breves me habían impresionado muchísimo.
Escribí de eso en mi primera bitácora; de lo que suponía que haría en la ciudad y también de la ilusión que me daba participar en el festival y poder escuchar a varios de sus invitados, sobre todo a la estrella de esa versión, Rebecca Solnit.
Terminaba el texto, de hecho, imaginando que en alguno de mis paseos me cruzaba con Solnit y le contaba la historia de Ulises Carrión, de su promisoria carrera literaria en México y de cómo rompió con todo ello para trasladar su talento hacia otros lenguajes. Y quizá, si se animaba, le diría que fuéramos a ver ese subterráneo de la calle Herengracht, donde había estado la librería de Carrión, y quién sabe si tal vez, en esa misma caminata, nos terminaríamos cruzando con su fantasma.
Portada de Juan Luis Martínez, La nueva novela, 1977, Ediciones Archivo, Santiago de Chile.
Acabé esa bitácora poco antes de subirme al avión, se la envié a la traductora y viajé tranquilo, ya entregado a esos días en una nueva ciudad.
Pero entonces vino el malentendido.
Lo descubrí cuando estaba en el hall del hotel, esperando a que terminaran de arreglar mi habitación, poco antes del mediodía; abrí Google Maps en el celular y escribí la dirección donde había estado Other Books and So. Quería saber si era posible ir caminando; un paseo breve mientras aguardaba. La aplicación me señaló que, desde el hotel, caminando, eran casi trece horas: 56.6 kilómetros para ser exactos.
Recién ahí entendí que no estaba en Ámsterdam, sino en La Haya.
Busqué en el mail el último correo que me habían enviado los organizadores con algunos datos prácticos que, por supuesto —por culpa de mi estupidez—, ni miré. Sí, allí estaba todo indicado en inglés: The Hague.
Todo y un dato más: sí, Rebecca Solnit.
Ya lo pueden imaginar.
Estaba invitada —no me equivoqué en eso—, pero a última hora, por motivos de salud, había cancelado su participación.
No había Ámsterdam, no había paseos con Rebecca Solnit, pero aún nos quedaba el fantasma de Ulises Carrión.
Y a él, entonces, me aferré.
¿La Haya?
¿Qué sabía de La Haya?
Nada, por supuesto. O muy poco: Chile —los abogados chilenos— defendiendo en los tribunales de esta ciudad temas limítrofes; recordaba eso, sin mucho orgullo, la verdad. Las imágenes de los tribunales en la televisión, la ciudad de fondo, sin poder imaginarla realmente.
Yo seguía en el hall del hotel, sin saber muy bien a dónde ir. Miraba el mapa, buscando alguna referencia, pero era todo ininteligible. Lo único que llamó mi atención fue ver que el mar quedaba cerca, muy cerca, o, al menos, eso parecía. Se veía una playa larga, larguísima. Era una posibilidad. Ya luego, en la noche, podría investigar detenidamente el lugar y ver, también, la opción de arrancarme, alguno de los días del festival, a Ámsterdam.
En recepción me dijeron que mi habitación no estaría lista hasta las tres de la tarde.
No quedaba de otra que salir a dar una vuelta.
Fijé en el mapa, como destino, la playa —se llamaba Scheveningen: larga, larguísima y tenía una rueda de la fortuna, según se veía en las imágenes de Google—, dejé mis cosas con el recepcionista y salí.
Y al poco andar se me apareció un recuerdo.
Estoy casi seguro de que la historia me la contó Vero Gerber, hace muchos años, una tarde en que recorrimos varias librerías de la Ciudad de México buscando ya no sé bien qué libro en particular; aunque tal vez no buscábamos nada y el asunto era dejar que el azar hiciera lo suyo —el azar o las propias recomendaciones de Vero, quien me terminó convenciendo de llevarme un libro de Melquiades Herrera, otro de Rubén Gámez y uno más raro de Jorge Méndez Blake; al abrir este último te encontrabas con una hoja suelta en la que se leía:
querido lector, no soy un escritor. ni pretendo serlo. sin embargo escribo. a veces intento hacerlo. eso sí, no escribo novelas. nunca he aportado nada al mundo de la literatura y mucho menos al de la clásica. en ese sentido soy un lector más, apasionado por algunos libros y ya. Sin grandes pretensiones, mi propio trabajo me ubica (y eso apenas) en una esfera coloquial del mundo de las palabras en secuencia que se reúnen en un texto con la intención de comunicar algo más.
Debe haber sido a propósito de alguno de esos libros que nos pusimos a hablar de Ulises Carrión y llegamos a sus años en Holanda, cuando ya había abandonado la literatura y comenzaba a experimentar con nuevas formas, con nuevos materiales, lejos de esa promesa en la que se había convertido en México, después de publicar dos libros. Ahora que lo pienso, quizá eran éstos los que andábamos buscando, imposibles de conseguir, claro, pero tentábamos a la suerte, a ver si nos cruzábamos por ahí con uno de esos pocos ejemplares que aún circulaban, primeras ediciones que costaban, básicamente, una pequeña fortuna. Estábamos en lo de sus años holandeses cuando Vero recordó lo de la carta y el poemario chileno.
Portada de Nelly Richard y Ronald Kay, v.i.s.u.a.l. [dos textos sobre nueve dibujos de Eugenio Dittborn], Galería Época, Santiago de Chile, 1976.
Fue así, no una historia, sino una imagen, un detalle: Ulises Carrión encerrado en un pequeño departamento en La Haya, muy cerca del mar, en Scheveningen, leyendo un poemario chileno que le parecía tan impresionante como aterrador. Eso recordaba Vero: que en una de sus cartas a un amigo —o a una amante, quizá—, Carrión le hablaba del impacto que le produjo la lectura del libro que le había regalado un artista chileno que hacía pinturas aeropostales. Eso recordaba Vero, que el artista chileno hacía pinturas aeropostales, que le había enviado algunas obras para que lo ayudara a exponerlas y que, además, en un sobre, le mandaba ese poemario como agradecimiento, aunque también porque sabía que le iba a interesar, Vero se acordaba de esa palabra, interesar, que el artista chileno había escrito en una pequeña nota junto al libro. Sin embargo, lo que no lograba evocar era el nombre del poeta, no, y tampoco el del artista, pero lo importante era ese libro, esos poemas, ese poeta chileno que lo había impactado y que, en esa carta, aseguraba que el problema —si es que había uno— era que el libro parecía haber sido escrito por él mismo, ese extraño aire de familia realmente lo consternaba. En sus manos esa obra era una suerte de espejo convexo.
No había título, no había autor, pero sí un nombre: el artista chileno de las pinturas aeropostales tenía que ser Eugenio Dittborn, le dije a Vero; fue él quien practicó ese arte a inicios de los ochenta, en plena dictadura, fue la forma que encontró para que su trabajo circulara a pesar del aislamiento. Sus obras se alojaban en un soporte ligero (papel kraft, por ejemplo), se introducían luego en un sobre y se enviaban a los lugares más recónditos, como la Other Books and So, donde, seguramente, sabrían apreciar esas pinturas. Dittborn trabajaba con materiales de archivo, revistas y recortes de diarios que convocaban imaginarios tan curiosos como enigmáticos: nadadores, boxeadores, delincuentes y la urgencia política de esos años.
Le mostré a Vero algunas imágenes de las pinturas aeropostales de Dittborn y otras de sus obras en el celular. Éstas le hicieron todo el sentido del mundo y, tras acordarse de un ensayo de Carrión —“El arte correo y el gran monstruo”—, concluyó que sí, que Dittborn era el artista, pero ¿quién era el poeta chileno?
Había que tirar ese hilo y pensar en la poesía que se escribió y se publicó durante la dictadura. Los setenta y ochenta fueron años horribles, pero en los que también circularon algunos de los libros más fascinantes jamás escritos en Chile. Tirar ese hilo significaba, entonces, asomarse a una serie de textos rarísimos, esos que tanto le gustaban a Ulises Carrión, en los que la palabra se había quebrado para convertirse en otra cosa.
Tirar ese hilo y llegar a un libro, llegar a un nombre: La nueva novela, de Juan Luis Martínez.
Portada de Ronald Kay, N.N.: aUTOPsIA (Rudimentos teóricos para una visualidad marginal) [catálogo de la obra de Eugenio Dittborn], CAYC, Buenos Aires, 1979.
El último texto realmente importante que Carrión escribió en español fue un ensayo breve y provocador en el cual se puede rastrear, de alguna forma, su despedida de la literatura, el por qué decidió abandonar la escritura tradicional y cambiar de lenguaje.
En 1974 escribió “El arte nuevo de hacer libros” y, al año siguiente, lo publicó en Plural. Ahí va trazando una línea que le permite aventurarse a postular una serie de ideas sobre cómo sería este nuevo arte. En un momento anota: “En el arte viejo el escritor escribe textos. En el arte nuevo el escritor hace libros”. Y después:
Un libro de poemas contiene tantas o más palabras que una novela, pero usa siempre el espacio real, físico, sobre el que ellas aparecen, de un modo más intencionado, más evidente, más profundo […] porque para transcribir el lenguaje poético sobre el papel es necesario traducir tipográficamente las convenciones propias del lenguaje poético
Y más adelante afirma: “Las palabras del libro nuevo pueden ser originales del autor o ajenas. Un escritor del arte nuevo escribe muy poco o de plano no escribe”. Y a continuación:
El libro más hermoso y perfecto del mundo es un libro con las páginas en blanco, como el lenguaje más completo es el que queda más allá de lo que las palabras del hombre pueden decir. Todo libro del arte nuevo es una búsqueda de esa absoluta blancura, del mismo modo que todo hablar es una búsqueda del silencio.
Y, ya casi llegando al final, concluye: “Para leer el arte viejo basta conocer el abecedario. Para leer el arte nuevo es preciso aprehender el libro en tanto que estructura, identificar sus elementos y entender la función de éstos”.
Cuando Ulises Carrión publicó su ensayo, a miles de kilómetros de distancia, en el sur del mundo, un joven poeta chileno recorría las calles de Santiago buscando una tienda donde comprar banderas de Chile en papel diamante —un papel muy suave y frágil, usado para crear los volantines que los niños elevan al cielo en septiembre, cuando llega la primavera y se celebran las fiestas patrias. Ese joven poeta chileno, llamado Juan Luis Martínez, estaba terminando su primer libro de poesía y quería que los lectores encontraran, en sus páginas, esa bandera.
Cuando Ulises Carrión publicó su ensayo, Juan Luis Martínez estaba terminando un libro que cumple con casi todas las exigencias que el mexicano le pedía al arte nuevo: el poemario La nueva novela es una de las obras más singulares de la poesía latinoamericana, pues casi no hay poemas escritos de forma tradicional y, en cambio, tiene acertijos, preguntas filosóficas, problemas matemáticos, recortes de enciclopedias, de libros, de revistas, collages, una bandera chilena hecha con papel de volantín, un anzuelo, un escrito chino impreso en papel de arroz, imágenes de Rimbaud y Marx y una serie de textos literarios que son citados, plagiados y sampleados, abriendo un mundo infinito de lecturas.
Por eso, cuando Carrión abrió el sobre con el libro que le envió Eugenio Dittborn y lo empezó a hojear, no lo podía creer.
Porque La nueva novela era su autorretrato en un espejo convexo.
La playa no quedaba tan cerca del hotel, por supuesto. Google Maps dice algo, pero la realidad, constantemente, lo desmiente.
De todas formas, como tenía tiempo, no me importó: caminé hacia Scheveningen y llegué poco antes de que empezara a oscurecer.
Vi a lo lejos la rueda de la fortuna iluminada.
Avancé hacia ella.
Y fue ahí, recuerdo, cuando se me apareció el fantasma de Ulises Carrión.
Imagen de portada: Portada de Juan Luis Martínez, La poesía chilena, 1978, Ediciones Archivo, Santiago de Chile.