Clonación

01 de junio de 2019

El Pacífico / multimedia / Junio de 2019

Antonio Ortuño

He conseguido ser parte de una creciente tendencia local: me clonaron la tarjeta y me metieron un gol de mil pesos (mi saldo no da para más). Me di cuenta de que había conseguido estar en la onda justo antes de enterarme de que, en realidad, mi caso era chafísima y los verdaderos líderes del movimiento son personas a las que se han ejecutado con cien o doscientos mil pesos de un jalón. Las modalidades de la clonación de tarjetas no dejan de aumentar y, con ello, las historias de afectados a quienes les inventan los cargos más insólitos del Universo. A un cuñado, por ejemplo, le colgaron la compra de quince laptops en Tijuana, que es una ciudad que no tiene el gusto de conocer. A una vecina de unos setenta años le atribuyeron el consumo de tres botellas de coñac Napoleón. Eso quizá hubiera sido posible, pero mucho más remoto era que su guarapeta hubiera sucedido, tal como juraba su saldo bancario, en un table dance de Pánuco, Veracruz. Pero creo que pocos igualan a mi amigo Hugo, a quien le quisieron cobrar una operación de implante de senos y levantamiento de nalgas en Tulsa, Oklahoma, para gran sorpresa de su señora, a quien nadie le había levantado nada. Hugo no terminó en el juzgado de lo familiar solamente porque la intervención se realizó en fechas en las que la familia andaba de fin de semana en Guayabitos y el inculpado toreaba olas, ajeno a la cuchillada que le estaban metiendo. Por eso, más de alguno de quienes padecen este tipo de robos declara que resulta preferible sufrirlos (total, el dinero se recupera y las víctimas se ponen, así sea poquito, a la moda) que ser asaltados a mano armada afuera de un cajero, que es una experiencia horrenda que uno desea solamente al árbitro que no le marca un penal a nuestro equipo en el minuto cuatro del tiempo de compensación. Sin embargo, el crecimiento delirante de la clonación de tarjetas en particular y el robo cibernético en general deben tener otro tipo de explicaciones. Mi amigo Sergio, quien era adicto a todo tipo de teorías de la conspiración, imputaba al personal bancario de estar en nefanda conjura con la delincuencia, porque no le parecería posible que se esfumaran tantos millones y millones sin que nadie hiciera algo, cosa que suena razonable (matizo: mi amigo también creía que un espíritu, al que consultaba por email, sabía la verdad sobre el caso Colosio). Yo, la verdad, no tengo elementos para acusar a nadie. La señorita que atendió mi reclamo fue eficiente. El ejecutivo que me cambió la tarjeta también. No puedo quejarme. Y, sin embargo, allí ocurrió un crimen. A mí, qué quieren, tanta laptop inexplicable y tanto levantamiento de nalga me parecen síntomas siniestros.

Imagen de portada: Paul-Charles Chocarne-Moreau, The Cunning Thief, 1931.