dossier Gótico OCT.2025

Lola Ancira

Radiografía de mi oscuridad

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Narrando nuestra oscuridad se ve claramente la vida. JUAN GELMAN

Gabardina de terciopelo negro. Pantalón y blusa negros. Cadena de acero con una cruz invertida, gargantilla con picos de metal. Varias pulseras, de cuero y plástico… negras. Cabello castaño, corto. Ojos delineados con kajal para enfatizar la mirada. Así me ataviaba para ir a la preparatoria a inicios del 2000 en Guadalajara, donde viví durante casi dos décadas.

​ Sentir no pertenecer. No querer pertenecer. Hacer lo posible por no pertenecer. Mis primeros recuerdos de eventos transgresores se remontan a mi escuela primaria católica dirigida por monjas: me vestí de negro un día que nos permitieron asistir sin uniforme y terminé en la dirección recibiendo una cátedra sobre el VIH por ponerme un tatuaje temporal, “la violencia correctiva de lo ordinario”, diría la escritora Alana S. Portero. Después, la mamá de una vecina me dijo que le recordaba a la cantante Alaska. Yo no la conocía. Luego de verla en una revista, se convirtió en mi ejemplo a seguir.

​ La oscuridad me ha llamado desde siempre. Lo primero que me atrajo del gótico contemporáneo fue su estética en diferentes manifestaciones, especialmente en la vestimenta y el maquillaje de tonos sombríos y elementos dramáticos. Encontré lo hermoso de lo asimétrico, lo atrayente de lo anormal, la belleza oculta en el misterio de la penumbra. Lo cautivador de lo monstruoso. Descubrí que la sombra también alumbra y encontré, identifiqué, a otros en esa oscuridad. Recibí el amparo de la noche.

​ La arquitectura ha sido otra de mis pasiones desde muy joven. El misterio de las catedrales (1926), de Fulcanelli, me reveló, en descripciones minuciosas y a través de fotografías en blanco y negro, cada detalle de esas elevadas y bellísimas construcciones de la Edad Media, como la catedral de Notre Dame en París: el enigma intrincado en las bóvedas de crucería, lo agudo de los arcos apuntados, los espectaculares y detallados vitrales que transforman la luz en un espectro de tonos, así como los simbolismos de reliquias, estatuas y pinturas albergadas en tan monumental espacio.1

​ Mi papá tiene un papel fundamental en esta atracción por lo oscuro. Me acuerdo de haber visto, siendo niña, una adaptación animada de bajo presupuesto, hecha en 1969, del cuento “La máscara de la muerte roja” (1842) de Edgar Allan Poe, el cual critica las diferencias de clase y lo inevitable de la muerte. El relato se desarrolla durante la Edad Media y describe cómo una plaga se extiende por el país. Los únicos que están a salvo, aislados en un castillo, son los nobles. Durante un baile de máscaras, aparece un personaje desconocido y funesto. La historia, sin diálogos, se narra a través de la música y el arte de la animación, que reflejan lo oscuro y espeluznante de la trama. Junto con diversas películas de terror serie B, como Muñecos asesinos (1989) o Chucky, el muñeco diabólico (1988), formó parte de mi educación temprana. Contrario a lo que podría parecer, no son experiencias vinculadas a lo traumático o terrible, sino a lo intrigante, a un gusto e identificación prematuros con lo tenebroso.

​ En la infancia, los libros que recuerdo haber leído se relacionaban con la naturaleza y los animales no humanos, con la mitología griega. Ya en la adolescencia, mi predilección y atracción hacia el terror encontró un campo fecundo: las obras de autores como E. A. Poe, Gustav Meyrink y Horacio Quiroga me mostraron un universo fenomenal y terrible. Con Poe surgió mi fascinación por el desarrollo de la psicología oscura de los personajes y la creación de atmósferas densas, sofocantes; de Meyrink me atrajo el ocultismo y lo esotérico. Quiroga me embrujó con lo funesto de sus cuentos. Drácula tenía un lugar especial en el librero: el vampiro, figura relevante del gótico, símbolo de peligro y seducción que encarna lo prohibido. La piel pálida, los colmillos alargados y la elegancia de las ropas lo revisten de un misterio y un poder embriagantes.

Elisa Malo, Emulsiones somnográficas: Febrero, 2023. © De la artista.

​ Los elementos sobrenaturales de la literatura gótica, de terror y fantástica se convirtieron en mis favoritos, así como el misterio y el suspense, por suscitarme miedo, desesperación, angustia; lo mismo que padecen los personajes de esas atmósferas siniestras tan bien logradas. Estos géneros me fueron revelados como un tesoro en bruto que después pulí de a poco mediante la lectura y, posteriormente, por medio de la escritura y el análisis: me cautiva lo que me perturba, lo que altera mi quietud, lo que trastoca mi cotidianidad, lo que exhibe aquello que los constructos sociales mantienen oculto, disimulado.

​ Llegar a los quince años fue determinante: mi vindicación y mayoría de edad adelantada. Logré comenzar a expresar mi descontento no con la vida, sino con las imposiciones de cualquier tipo. Las modificaciones corporales se volvieron una parte esencial de esa exploración y manifestación de mi identidad: tatuajes, escarificaciones, expansiones. Me pinté mechones de cabello de azul, rojo, morado. Me rapé un mohicano. Usé mullet. Me rasuré con rastrillo las partes laterales de la cabeza. Me convertí en mi propio laboratorio experimental.

​ Si mi altura, mi cuerpo delgado y mi rostro ya llamaban la atención, la excentricidad me dio otro toque. Me volví modelo alternativa para fotógrafos y marcas de ropa independientes que buscaban cuerpos distintos, únicos. En cuanto a locaciones, trabajé tanto en lugares abandonados y talleres mecánicos como en residencias minimalistas, bares exclusivos o clandestinos y escenarios de teatro. Sin importar el sitio, siempre fueron espacios seguros porque, además del vínculo profesional con los artistas, surgía la amistad; varias de esas personas siguen estando presentes en mi vida. Realicé performances y pasarelas en lugares como Les fleurs du mort (antro gótico tapatío ya extinto) o el Panteón de Belén, cementerio histórico que actualmente es un museo y que solía visitar por el gusto de pasear tranquilamente apreciando el arte funerario: la arquitectura elaborada, las esculturas, los epitafios. Conservo varias fotografías análogas de sesiones fotográficas en ese panteón.2

​ Mi hermana Martha, mayor que yo por cinco años, fue mi guía en cuanto a la música y la vestimenta. Multifacética, se podía ataviar lo mismo con faldas de terciopelo negro hasta los tobillos y botas industriales que con conjuntos de manta blanca y alpargatas, además de escuchar rock, new age o synthpop. Por ella descubrí a Anne Rice y las adaptaciones al cine de sus novelas Entrevista con el vampiro (1976) y La reina de los condenados (1988), es decir, el resurgimiento del mito vampírico. Aunque nos distanciamos en la adolescencia, tengo dos recuerdos muy especiales. Un sábado por la tarde que salimos solas, ella vistió una falda larga y una blusa de red negras. Su collar era de una de sus mascotas, una joven pitón albina de la India que medía poco más de un metro. El porte de mi hermana, inalterable ante el alboroto del resto, me fascinaba. El otro recuerdo es cuando adaptó la entrada de su habitación como bar para mi fiesta de cumpleaños diecisiete; fue la mejor anfitriona.

​ Me introdujo en el darkwave de Dead Can Dance, el rock gótico de The Cure y Mephisto Walz, la melancolía del pospunk de Sisters of Mercy, el dark electro de Blutengel, el glam metal de The 69 Eyes y el metal industrial de Rammstein, entre muchas otras bandas y géneros musicales. Algunas son más populares, como HIM y su love metal, Placebo y AFI y su rock alternativo o My Chemical Romance y el punk rock, cuyos vocalistas compartían las características de la androginia, forma de expresión que se opone a los estatutos de género y desafía convencionalismos.

​ Además de las melodías sombrías, la mayoría de las letras, introspectivas y emotivas, me despertaron emociones profundas, un sentimiento de identificación, la sensación de pertenencia y conexión.

​ Ella fue la primera en tatuarse: unas alas de ángel pequeñas en el omóplato derecho. Seguí yo, con unas alas de murciélago en la parte superior de la espalda. Ella fue la primera en conducir con permiso para menores, en escribir poesía. En introducirme a la cultura egipcia y a la hindú. Ella me enseñó a descubrir mi rebeldía nata y abrazarla, abrazarme. A tratar de comprender lo diferente y mis diferencias; a habituarme a la oscuridad para encontrar sosiego en ella.3

Miedo de la serie Escuchatorios del sueño, 2025.

​ Por mi padre (de familia de médicos veterinarios) y luego por ella, aprendí a convivir y cuidar especies exóticas, además de animales domésticos: tarántulas, serpientes, escorpiones emperador, camaleones, iguanas. Love the unloved bien podría ser nuestro lema.

​ Mi hermano mayor aportó lo propio. Por él comencé a escuchar a Devil Doll y su siniestra teatralidad, el black metal y la intensidad de Dimmu Borgir y Cradle of Filth, el death metal de Opeth, así como el metal gótico y sinfónico de Lacrimosa, primera banda que vi en concierto en el Circo Volador, en el entonces Distrito Federal, a los diecisiete años, en un viaje que significó mi bienvenida a la gran escena underground gracias a sitios como el Under (en su primera ubicación en la calle de Monterrey), el Bizarro, el bar U. T. A.,4 el Dada X (antes en la calle Simón Bolívar, en el Centro Histórico) y el Tianguis Cultural del Chopo.

​ Si la muerte ya era un tema importante en mi obra, se volvió el núcleo de ella tras el fallecimiento de mi hermana, a sus veintidós años. La depresión y la ansiedad empeoraron. Su pérdida, sumada a relaciones de pareja tóxicas, me hicieron refugiarme en el alcohol y autolesionarme. Me infringí dolor físico para lidiar con el sufrimiento emocional. Luego de meses de autodestrucción en los que contemplé con seriedad el suicidio, tuve una revelación: decidí vivir por ambas. Honrar su memoria y su legado, compartirlos. Continúo con la experimentación: ensayo la vida bajo el afectuoso (e intangible) resguardo de mi propia Carmilla.

​ Cabellos de colores u oscuros y lacios, mohicanos con exceso de laca para mantener su verticalidad, chamarras de piel repletas de pines y botones. Botas altas de vinil con hebillas, Dr. Martens o industriales. Ropa negra cubierta de remaches, picos y parches bordados. Vestidos y camisas de terciopelo, gabardinas, capas. Animal print. Olanes, encajes, transparencias. Medias de red, guantes. Corsés, cinturillas, ligueros. Prendas hechas a mano: el DIY en su máxima expresión. Pieles adornadas con tatuajes y piercings, expansiones, escarificaciones e implantes, por ejemplo, de colmillos. Maquillaje cargado, lentes oscuros.

​ Sin importar el grupo de la contracultura al que pertenecieras, hace más de dos décadas, el Chopo era el sitio ideal para convivir unas horas, adquirir objetos únicos y sentirte parte de una gran comunidad disidente. Decenas de propuestas alternativas y artesanales exhibidas en puestos de joyería, accesorios y decoración con diseño de ataúdes, telarañas, murciélagos, esqueletos, fantasmas. Otros estands de discos, vinilos, películas de culto en VHS y DVD, playeras de grupos musicales, libros, esculturas, manualidades. Música estridente. Sobre la calle de Aldama, en la colonia Guerrero, los sábados comenzaban con una tarde de risas y tragos discretos que nos llevaban a cruzar el Eje 1 para llegar al bar El Español, donde la cerveza no paraba de circular hasta avanzada la noche.

​ Desde sus inicios, en los ochenta, y tras varias transformaciones y cambios de sede, el Chopo ha sido un elemento fundamental de la cultura de nuestro país, un espacio donde lo no convencional se acepta y se celebra.

​ En Guadalajara, el Tianguis Cultural en la plaza Juárez, nuestro Chopo,5 era el lugar reglamentario de encuentro cada sábado. Ahí me hicieron las primeras perforaciones, conocí películas como Nekromantik (1988), Delicatessen (1991) y Funny Games (1997), el cine gore. Adquirí mis primeras prendas góticas, delineadores y labiales negros. Eran días de gala: minifalda y blusa escotada, medias de red, botas que llegaban debajo de la rodilla. Gargantillas y pulseras a juego. Maquillaje cargado, cabello alborotado. Gabardina, esencial para cubrirme del sol y de las miradas indiscretas. Música, literatura, pintura, fotografía. Al tiempo que en el escenario desmontable tocaba una banda de punk o metal, un grupo de hare krishnas vendía comida vegetariana a muy bajo costo. Me reunía con amigos para comer, beber y platicar en algunos de sus estands de ropa o discos. Formábamos una comunidad pequeña pero unida: los mayores (desde los veinteañeros hasta los que tenían más de sesenta años) adoptaban y aleccionaban a los más jóvenes. Cuando era momento de retirarse, nos íbamos a casa de alguno a continuar la juerga. Para mí, ese primer grupo de personas que me acogió resultó crucial en aquella fase de mi vida. Se convirtieron en maestros, pero algunos más, en amigos entrañables a los que visito cada tanto y que ahora celebran también mi escritura.

Imagen de portada:Elisa Malo, Como es arriba, es abajo [detalle], 2025. © De la artista.

  1. En Guadalajara, tanto el templo Expiatorio como la parroquia de Nuestra Señora del Rosario y las torres de la Catedral son muestras exquisitas del neogótico, que emula la grandeza de los sistemas de arcos, la complejidad de las estructuras y los elementos verticales, así como los relieves y ornamentos, como las gárgolas, fantásticos monstruos guardianes. 

  2. Desde hace décadas, realizo necroturismo o turismo funerario. Recientemente, comencé un registro fotográfico en mi cuenta de Instagram “La señora de los cementerios”, proyecto que pretendo llevar a la escritura. 

  3. Nuestras infancias, en especial la suya, fueron complicadas por enfermedades de difícil diagnóstico. En la pubertad me detectaron migraña con aura. Una familia nuclear desestructurada, la adolescencia y las decepciones y rupturas amorosas sumaron lo propio a mis síntomas de depresión y ansiedad. 

  4. Unión de Trabajo Autogestivo; en su momento, fue uno de los principales refugios contraculturales. 

  5. Actualmente, este tianguis busca ser reconocido como patrimonio cultural de la entidad.