Ciudadanías en movimiento

Revoluciones / dossier / Octubre de 2017

Ricardo Raphael

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Hay tiempos en la vida de cualquier comunidad humana cuando el cambio es el único curso de acción para asegurar su continuidad. Thomas R. Rochon


El primero de septiembre de 1968 el presidente Gustavo Díaz Ordaz amenazó sin intermediarios al movimiento de estudiantes que había surgido más de un mes atrás. El mensaje pronunciado durante el cuarto informe de gobierno no padeció ambigüedades. Fue duro, fue seco, fue arrojado con contundencia:

Defendamos como hombres todo lo que debemos defender: nuestras pertenencias, nuestros hogares, la integridad, la vida, la libertad y la honra de los nuestros y la propia. …No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos.

Humberto Márquez Humberto Márquez, Tlatelolco, 1968/2017. Cortesía de la Fundación Márquez-Soto y Henrique Faria, Nueva York

Desde el nosotros presidencial, Díaz Ordaz exilió a los jóvenes estudiantes hacia una orilla lejana. Como si no fueran mexicanos, los ubicó como parte de una conjura internacional a la que el resto de la población debía enfrentarse. ¿Se preparaba ya, desde la esfera más elevada del Estado mexicano, la masacre ocurrida el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas? Probablemente sí. El intelectual Raymond Aron asegura que el presidente francés, Charles de Gaulle, también consideró recurrir a la violencia en contra de los estudiantes parisinos que se movilizaron en mayo de 1968, ciertamente con mayor estridencia que sus pares mexicanos:

De Gaulle estaba furioso. Decía algo así como: “¿qué falta para tirar sobre ellos?”. Pero los ministros, en particular [Georges] Pompidou [el primer ministro de la época], estaban convencidos de que era necesario dejar que las cosas se desarrollaran un poco más.1

Al final, la paciencia del gobierno encabezado por Pompidou rindió frutos. El gobierno galo encontró salida política a una crisis que Aron —gaullista leal en 1968— calificó en su día como “inasible”. Jean-Paul Sartre acusó a ambos, De Gaulle y Aron, por haber mostrado, frente al movimiento estudiantil, su conservadurismo desnudo y autoritario.2 ¿Por qué Gustavo Díaz Ordaz no tuvo pudor alguno frente a esa misma desnudez? ¿Por qué el presidente mexicano actuó sin que su gabinete se opusiera? ¿Por qué De Gaulle no fue la única voz que importó en Francia a la hora de tirar sobre ellos? ¿Por qué un fenómeno global, como fueron los sesenta y ochos, se padeció de manera particularmente violenta en México? La respuesta a estos cuestionamientos descansa en algún lugar ubicado entre la cultura política y las instituciones de cada comunidad nacional.

Cartel del 68 Cartel del 68, acervo Casa del Lago/UNAM

Las primaveras de Praga y de San Francisco, mayo de 1968 en Francia y los octubres de Japón y México, todos tenían en común el reclamo al autoritarismo resentido por una generación que apenas iba llegando al valle de la edad adulta. “¡Se cae!”, gritaban los más jóvenes en Berkeley, refiriéndose al régimen político. “La imaginación al poder”, proponían los estudiantes en París. “No a la solidaridad de Japón con Vietnam del Sur”, exigían los universitarios al primer ministro Sato Eisaku. “Libertades democráticas”, pretendían los me­xicanos cuando marchaban hacia el corazón de su país. Mientras en México el movimiento del 68 fue sepultado por la ira del gobierno, en otros lados el conflicto social se resolvió con la negociación. En Francia, por ejemplo, los acuerdos de Grenelle terminaron afectando el curso de la política francesa. En San Francisco y en Tokio las memorias del 68 resuenan fuerte, pero menos doloridas que en México. Acaso el movimiento de estudiantes expresado en esos otros países descubrió variaciones importantes en la escala del autoritarismo. Peor les fue sin duda a las juventudes de Praga y a las mexicanas. Parafraseando a Sartre, cada gobierno desnudó su verdadera naturaleza cuando tuvo que sostenerse, de pie, frente a la movilización estudiantil. El mensaje inserto en aquel cuarto informe de gobierno del presidente Díaz Ordaz también hace reaccionar al oído contemporáneo por su lenguaje rancio. El gobernante mexicano que hoy se atreva a proponer la defensa “como hombres [de] todo lo que debemos defender”, sería linchado por machista. Cuando se revisitan esas palabras, el México de Díaz Ordaz se escucha lejos del México de hoy. Tan lejos como la distancia que hubo entre París y la capital mexicana en 1968. Llama la atención, en cambio, que no resuenen tan avejentadas otras frases como “lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos”. Hoy en México un político, un general o un policía podrían citar sin empacho esas palabras de Díaz Ordaz y no enfrentar ninguna consecuencia. Es así porque, cincuenta años después de aquel movimiento, el Estado de Derecho, las instituciones, los contrapesos y las leyes aún no implican un límite oponible al autoritarismo. Quizá se trate de un país un poco menos machista, pero es tanto o más impune. El movimiento del 68 se explica mejor desde el presente y nuestro presente se explica mejor a partir del 68. Hace cinco décadas, más de 150 mil estudiantes convocaron a una conversación pública que todavía incide sobre la agenda política y social del país. El año próximo se conmemora un aniversario significativo de aquel episodio histórico que tiene sentido visitar, con respeto y dignidad, para comprender el impacto que el movimiento de estudiantes logró en su momento, y luego siguió teniendo a través de otros ciclos de movilización social que igual fueron construyendo ciudadanía. Este texto está dedicado a mirar de cerca las ciudadanías que, de movimiento en movimiento, se han forjado a partir de 1968.

El 68 explicado desde el presente

El malestar social emparenta en el tiempo. Hoy, como en 1968, flota global el descontento y la desazón porque algo no va bien. Es un problema que aún no tiene nombre, como se diría en clave feminista. Entonces y ahora vivimos una época que padece un lenguaje sin correspondencia con la realidad o, mejor dicho, una realidad que no posee asideros en el lenguaje. Ayer, como en el presente, se trata sobre todo de una crisis relativa al poder y, por tanto, de una crisis política. Hacia 1968 muchas cosas abonaron al descontento. Hechos trágicos como el asesinato de Martin Luther King o la invasión de los tanques rusos sobre Praga. Igual alimentaron con mal ánimo las manifestaciones reprimidas violentamente en Tokio y las barricadas del barrio latino de París, contra un gobierno desconectado de la generación emergente. El desarrollo tecnológico promovió la exhibición masiva de las tensiones sociales que antes no habrían encontrado tantos observadores. Por primera vez en la historia humana, todas esas expresiones de malestar fueron transmitidas a todo color por la televisión. También fue nueva la conciencia a propósito del daño ecológico que el crecimiento acelerado estaba causándole al planeta. Evidencia de que el autoritarismo no sólo era político, sino también económico. Pero no todo avance de la ciencia mereció rechazo. El 68 no habría sido tan fundamentalmente femenino sin la píldora anticonceptiva que entregó soberanía a las mujeres sobre su cuerpo. Otro elemento que pudo haber sido nuclear para el surgimiento del 68 fue el ingreso numeroso a las universidades de las y los nacidos en los años cuarenta. En muchos casos, esos estudiantes fueron los primeros de la familia en obtener una licenciatura. ¿Cómo comportarse ante los mayores cuando esta circunstancia fabricó una distancia real con respecto a los antepasados? A la luz de tales hechos, el movimiento de 1968 habría de ser evaluado como un síntoma agudo de conciencia sobre problemas nuevos que no estaban encontrando solución. La protesta atendió a una crisis que venía gestándose tiempo atrás. Una crisis de interpretación frente a la realidad, potente por el deseo de precisar causalidades ante situaciones que estaban siendo menospreciadas. El movimiento del 68 fue un grito planetario contra la incomprensión de los dirigentes que se habían divorciado de los gobernados. Dice el politólogo estadounidense Thomas R. Rochon, en su libro Culture Moves, que los periodos de malestar y crisis social tienen como característica la profusión de un torrente desordenado de palabras.3 Ante un discurso desfasado, nuevos argumentos intentan abrirse paso. El lenguaje se transforma, pero antes ocurre que la palabra se arrebata. Hay que adecuar realidad y lenguaje, inventar nuevos términos, ordenarlos de otra forma, adaptar la valoración que se hace de los hechos, las personas y las cosas, poner a tiempo los relojes, inventar un nuevo código común. Gustavo Díaz Ordaz se ofendió porque los jóvenes mexicanos le faltaron al respeto. Desconocía que la reinvención del lenguaje pasa por explorar también sus extremos. El presidente se puso el saco cuando escuchó gritar: “¡Fuera de palacio, gorilas!”. Similar indignación resintió Aron cuando esos “escuincles se atrevieron a desafiar la decencia del régimen francés”. Los conservadores, que también tenían presencia global, creyeron que el movimiento estudiantil estaba provocando la crisis. Visto desde el presente, resulta obvio que se equivocaron en el orden de los factores. El 68 fue una respuesta a la crisis y quiso el movimiento —con la concurrencia todavía desordenada de sus propias palabras— otorgar respuesta ética, discursiva y, sobre todo, política a la crisis evidente. ¿Fue el 68 un movimiento revolucionario? Aron responde que para hablar de revolución se necesitan muertos.4 Entonces en México habríamos de concluir que hubo una revolución, además de un movimiento antiautoritario; una que quería emplazar al gobierno para que dialogara abierta y transparentemente, una que buscaba colocar los derechos de la Constitución sobre las arbitrariedades del poder, que exigía reconocer las desigualdades y también las diversidades, que se pensaba en clave democrática y también internacional. Pero el interlocutor con el que se toparon las y los estudiantes padecía la ceguera moral característica de la Guerra Fría. Como escribe Sergio Aguayo, se contó con “la mala suerte de tener un presidente pésimamente preparado para entender al movimiento… Díaz Ordaz cumplía con el perfil del paranoico que sabe cuál es la verdad y acumula evidencia para confirmarla”.5

18 de septiembre de 1968 Detenidos, 18 de septiembre de 1968. Fondo Manuel Gutiérrez Paredes. Acervo ISSUE/UNAM

De nuevo Thomas R. Rochon: “hay tiempos cuando las comunidades humanas enfrentan la necesidad de adaptarse y de hacerlo rápido. Pero la adaptación no ocurre automáticamente, sólo porque es necesaria”.6 Sería ingenuo suponer que los términos emergentes para el debate encuentran fácil acomodo porque el avance de ciertos valores, por lo general, va acompañado del retroceso de otros tantos, y lo mismo sucede con los liderazgos. De Gaulle se despidió del poder un año después de aquel mayo del 68. Una vez ocurrida la represión, el Estado mexicano debió abrir la puerta amplia para que la nueva generación tomara su lugar. A pesar de la muerte de Luther King, el movimiento de derechos civiles avanzó contra el racismo en los Estados Unidos. Lo que antes fue ortodoxia, en unos cuantos años se convirtió en heterodoxia. Cuando un discurso emerge y otro se desploma es porque la crisis del poder beneficia a quienes antes vivían desaventajados, y también reduce los privilegios de los antes aventajados. Porque se trata de una pugna este proceso no suele ser terso. Los movimientos sociales son fórmulas para vencer resistencias, pero también para potenciar la diseminación de los valores y los lenguajes emergentes. De ahí su naturaleza desafiante.

El presente explicado desde el 68

Los sesenta y ochos fueron, todos, plataforma extraordinaria para poner en juego un diálogo social a gran escala. Gracias a este movimiento global nacieron temas que hoy todavía orientan el debate dentro de las respectivas comunidades. La juventud, por ejemplo, se volvió por primera vez un sujeto social relevante. La sexualidad transformó de manera masiva la valoración lúdica del cuerpo. Las minorías emergieron como problema por su sistemática discriminación. La libertad individual alcanzó estatus de indicador privilegiado para medir el grado democrático de una sociedad. Creció la intolerancia frente a la desigualdad, cualquier desigualdad, y por fin se desató una discusión mucho tiempo postergada sobre la inequidad de oportunidades entre el varón y la mujer. El movimiento de 1968 no sólo combatió al autoritarismo: además agregó contenido a la palabra libertad. Transformó el repositorio cultural de las sociedades para ampliar la agenda de los problemas urgentes. Antes del 68, el principal dilema lo fijaba la lucha de clases. Después de este movimiento se abrieron otras dimensiones politizadas, a partir de un sentido más extenso del ser humano. Se hizo indispensable atender, por ejemplo, los desafíos relacionados con la calidad física y social del entorno, el rol de la mujer en la sociedad, la paz, la transparencia, la rendición de cuentas de la autoridad y así un largo etcétera de temas que todavía hoy despiertan, a la vez, pasión y disputa. El 68 fue un vehículo poderoso para diseminar mapas culturales nuevos. A pesar de las fricciones, estimuló una conversación intensa que obligó a revisar creencias, valores y mapas culturales. Fue un movimiento social, pero también político; fue un movimiento cultural y a la vez artístico; fue épico, pero sobre todo fue un movimiento que buscaba un terremoto ético. Las causas del feminismo, el ambientalismo, la democracia, la no discriminación, la transparencia, los derechos humanos, la libertad de expresión o la lucha contra la corrupción, encuentran de un modo u otro en el 68 una matriz de gestación. Todavía más: ese movimiento proveyó de un repertorio estratégico novedoso para hacer avanzar causas sociales. Influyeron en sus formas el gandhismo y las estrategias de Luther King, mismas que dejaron de ser calificadas como ingenuas porque resultaron eficaces a la hora de transformar conciencia y sociedad. Junto con este repertorio surgieron nuevos activistas, líderes de cuño distinto, urgidos por distanciarse lo más posible de sus antecesores. Movimientos como el del 68 sólo pueden ser medidos a través del tiempo. Si cambiaron mentalidades, si transformaron la manera como las personas viven en sociedad, si afectaron identidades, si innovaron en las leyes y su interpretación, si dieron en el tiempo origen a nuevas políticas públicas, entonces quiere decir que triunfaron. Los sesenta y ochos aún excitan la imaginación, no sólo por el efecto inmediato que lograron, sino porque contagiaron con su debate y sus discursos a muchos movimientos que, detrás suyo, continuaron con la difícil tarea de ampliar el arco de la libertad y construir ciudadanía. La crisis de finales de los años sesenta vuelve de tiempo en tiempo y cada vez obliga a revisar pendientes. En paralelo, los frentes de resistencia aprovechan para incorporarse, con mayor o menor énfasis, a la discusión. Por eso es que pueden distinguirse los ciclos de movilización que acomodan avances y retrocesos. En México y en otras partes del mundo, cada vez que un movimiento social o político adquiere volumen ciudadano, la referencia al 68 es fuente obligada de legitimidad. Sucedió así, por ejemplo, con la participación social surgida durante los sismos de 1985 en la Ciudad de México, y en 1988, con el fin del régimen gobernado por un solo partido. El movimiento del 68 también fue motor de narrativas durante el ciclo de movilización ciudadana que se estrenó el 1 de enero de 1994, por convocatoria del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en defensa de los derechos indígenas, y que habría cerrado en el año 2000 con la alternancia democrática. El más reciente ciclo de movilización lleva con dolor la palabra Ayotzinapa y también está vinculado con el 68. Ejemplo pugnaz de que el autoritarismo también es resiliente. Cabe hacer notar que cada ciclo de movilización ha trascendido su dimensión política. Desde aquella movilización estudiantil tales procesos han nutrido la creación artística y la vitalidad científica, así como la producción literaria, intelectual y académica. Lo que media entre la era presente y el discurso autoritario y machista de Díaz Ordaz es un hilo largo de movimientos de todo tipo que han expresado en voz alta el diagnóstico frustrante de una crisis, para luego adaptar lenguaje y discurso, diseminar nuevos mapas culturales, así como repertorios estratégicos para actuar. Los ciclos de movilización son el vehículo que conecta al 1968 con el 2018. A su vez, la debilidad en el alcance de algunos de estos movimientos podría ser tomada como explicación para los adeudos democráticos y muchas de las falencias que todavía padece la institución ciudadana mexicana.

La revolución antiautoritaria no ha terminado

“Todo comenzó con el abuso de la fuerza”, dice Sergio Aguayo.7 Con un Estado que entonces no supo reconocer los problemas sociales porque estaba demasiado ocupado en la política y la economía. Dio inicio por unas élites aisladas, arrogantes e indolentes que fueron incapaces de percibir el malestar social. Siguió después el facilismo de las armas, que sin trámite sustituyó al diálogo. Fernando Solana, entonces secretario general de la UNAM, se refirió al bazucazo del 30 de julio en San Ildefonso como un acto “profundamente ofensivo”. También lo fue la ocupación de Ciudad Universitaria por los tanques del Ejército, la intervención violenta en la Vocacional 7 del Instituto Politécnico Nacional (IPN) y, desde luego, la masacre del 2 de octubre de 1968.

Plaza de las Tres Culturas Plaza de las Tres Culturas, octubre de 1968, acervo Hermanos Mayo, AGN

¿Qué habría sucedido en México si, en vez de asestar un golpe autoritario, el gobierno de Díaz Ordaz hubiera tomado en serio la mesa de diálogo instalada el mismo día que los francotiradores dispararon contra los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas? ¿Cómo sería hoy el país si se hubiesen celebrado acuerdos como los de Grenelle en Francia? ¿Qué lugar tendrían ahora en nuestra cultura jurídica y política los derechos humanos si las víctimas del 68 hubieran tenido algún tipo de resarcimiento? ¿Cuál sería el peso del Estado de Derecho a la hora de enfrentar la impunidad sistemática, si en aquella época las leyes hubieran poseído mayor peso? No es ocioso formular estas preguntas porque, al observar la desembocadura que los otros sesenta y ochos tuvieron en el resto del mundo, es posible hallar las coordenadas de la falla. Se equivoca quien piense que México no ha cambiado. Desde luego que muchas cosas lo han hecho y la ciudadanía que se ejerce en este país es más robusta y libre que en 1968. Conmemorar aquel movimiento obliga a reconocer el avance y festejar la dificultad del retroceso. Se impone con honestidad apartarse de la tentación nihilista que predica aquello de que nada del presente vale, porque todo sigue igual. Sin embargo, conmemorar el 68 también implica conciencia sobre una lucha que muchas veces se ha dado ante la omisión del Estado, o peor aún, en contra de sus instituciones. Los poderes conservadores han tenido mayor margen de maniobra en México que en otras sociedades. Como en los tiempos de Díaz Ordaz, están dispuestos a hacer lo que puedan hacer, y a llegar hasta donde los dejen llegar, para suprimir libertades, asegurar privilegios, engañar a los ciudadanos y menospreciar el desagrado social. De todos los malestares de la civilización mexicana contemporánea, el mayor lo provoca el déficit de justicia que padecen las personas; justicia entendida como igualdad ante la ley y el Estado, y también como oportunidad material para conseguir con dignidad sustento y patrimonio. Como en 1968, los desaparecidos continúan siendo tema frecuente en las portadas de los diarios; lo mismo que el abuso de autoridad y la manipulación política de la policía, los jueces y los ministerios públicos. Como en aquella época, también la riqueza está concentrada en pocas manos, pero ahora se suma que el ascensor social se halla descompuesto. Por desgracia, en México todavía las expectativas de ingreso y bienestar son definidas por la cigüeña y no por el mérito ni el esfuerzo personal. En este contexto, conmemorar el 68 a casi cincuenta años de distancia obliga a hablar en voz alta de la crisis de derechos humanos que no llegó a México por culpa del crimen organizado, sino por un pendiente democrático postergado demasiado tiempo. También significa denunciar las desigualdades estructurales que durante décadas han apartado a los habitantes de un mismo país, sin vínculos emotivos que les reúnan, ni empatías solidarias que les hagan pensarse honestamente como parte de una misma comunidad. En resumen, conmemorar el 68 implicaría tensar el arco que va del reconocimiento por el patrimonio ciudadano acumulado durante este medio siglo, sin perder conciencia de la violencia sufrida, ni del esfuerzo invertido para desarmar las resistencias. Tan inaceptable es el nihilismo con respecto al avance democrático, como la negación de los rasgos autoritarios que aún subsisten. En esta conmemoración deben jugar un papel principal los cuerpos intermediarios de la sociedad como las universidades, los medios de comunicación, las organizaciones civiles, así como las expresiones que provienen del arte y la cultura. En 1968 esos cuerpos, en particular las universidades, hicieron contrapeso y velaron por las libertades ciudadanas. Con mayor razón, en 2018 ellas estarán obligadas a responder con madurez al malestar social y la búsqueda de nuevos significados.

Instituciones y actores responsables de la mediación

El principal problema fue el aislamiento. Mientras Pompidou se opuso a que De Gaulle tirara sobre los jóvenes, en México no había quién pudiera decirle que no al presidente Gustavo Díaz Ordaz. Sin embargo, en 1968 las universidades tuvieron un rol ejemplar al colocarse del lado de sus estudiantes. Los profesores dejaron de hablarse de usted con sus alumnos, y los alumnos encontraron en sus mentores a un compañero de lucha. El rector Javier Barros Sierra será recordado en la historia de nuestro país por haber abierto la puerta a la disidencia y con ello heredarle a la Universidad Nacional Autónoma de México un presente donde la discusión intelectual y democrática no sólo se tolera sino se promueve con dignidad. En 1968 el cuerpo social más robusto para mediar entre el Estado y la sociedad fue la UNAM. Con una diversidad mayor de mediadores probablemente la historia habría sido otra. Ésta es una lección importante. Hoy México cuenta con un entramado amplio de redes sociales, instituciones, medios, organizaciones y personas dispuestas para evitar el aislamiento de quienes toman las decisiones. Sin embargo, igual que en 1968, prevalecen la desarticulación y la debilidad a la hora de agregar voluntades en una misma dirección. La UNAM y otras universidades del país habrán de liderar la conmemoración de aquel movimiento estudiantil haciendo lo que mejor saben hacer: aportando conocimiento, memoria y conciencia sobre la realidad, pasada y presente, porque sólo así México será capaz de trascender sus pendientes más graves.

Imagen de portada: Tanques en el Zócalo. Foto: Manuel Gutiérrez Paredes “Mariachito”, acervo IISUE / UNAM, 1968.

  1. Raymond Aron, Le Spectateur engagé, Press Pocket, 1991, p. 270. 

  2. Jean-Paul Sartre, Le Nouvel Observateur, 19 de junio de 1968. 

  3. Thomas R. Rochon, Culture Moves. Ideas, Activism and Changing Values, Princeton University Press, 1998. 

  4. Raymond Aron, op. cit. 

  5. Sergio Aguayo, De Tlatelolco a Ayotzinapa. Las violencias de Estado, Ediciones Proceso, 2015. 

  6. Thomas R. Rochon, op. cit

  7. Sergio Aguayo, op. cit