dossier Árboles SEP.2025

Bruno H. Piché

La hoja de maple

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para Montse Ramiro y Guillermo de la Mora, en el bosque


Números

Los árboles. Cada quien tiene sus preferidos. Quizás con excepción del acercamiento académico especializado, detrás de cada elección suele haber una historia íntima.

​ Ésta es mi historia con el árbol de arce, que para mí siempre fue y será el árbol de maple, pues las historias personales conservan intactas las imprecisiones inherentes a esa máquina imperfecta que es la memoria y los residuos que reinventa, arroja ocasionalmente y tomamos como verdades: los recuerdos. ​ Lo demás —se sabe— es silencio. ​ La historia es breve, pues mi abuelo materno, Jean Piché, murió joven, pero sigue presente, en cierta forma, en las transformaciones no menores que, entre los años de posguerra y hasta bien entrados los sesenta del siglo XX —mi elección de dichas décadas tiene un matiz arbitrario: nada que exista deja de cambiar—, tuvieron efectos profundos y duraderos en la ya cada vez más distante patria materna, Canadá, mi otrora matria. Así pues, mi abuelo también aportó a los cambios políticos, económicos, sociales, familiares —el espectro entero— de esas décadas.

​ Si en este mundo existe algo que refiera de un modo concreto a algo simbólico, es la bandera de Canadá y, de manera específica, lo que se considera universalmente su emblema nacional: la hoja que se abre en cinco puntas con cinco vistosos hilos con apariencia de venas, la cual muta en diversos colores con el avance del otoño y es de textura un poco áspera (sus lóbulos pueden tener un terminado apenas dentado o, bien, suave, dependiendo a cuál de las diez diferentes especies nativas pertenezca el árbol de arce en cuestión). Para efectos concretos, esta hoja proviene del Acer rubrum, el arce rojo de Canadá.

​ Comúnmente se le llama, más o menos en buena parte del mundo, hoja de maple. En Canadá apenas existen diez especies de arce — saccharum, nigrum, saccharinum, macrophyllum, rubrum, spicatum, pensylvanicum, glabrum var. douglasii, circinatum y negundo—, mientras que la población total de árboles de varios países del sudeste asiático, Europa y Estados Unidos se distribuye en ciento treinta especies, algo así como el noventa por ciento de todas las que conocemos. Sin embargo, este dato, por sí mismo, deja fuera algunos aspectos importantes para efectos de esta historia.

​ Las principales concentraciones de arces se encuentran en China, la península de Corea y Japón, donde su uso es ornamental. No es extraño, pues su altura media de seis metros resulta ideal para resguardarse bajo su sombra, aunque también suelen cultivarlos de manera semejante al tradicional bonsái. En países con múltiples variedades de esta especie, como Francia y Alemania, su madera suele utilizarse en la fabricación de muebles, lo mismo que en Dinamarca, Noruega y Suecia.

Del Pentateuco a los Profetas Menores

El movimiento masivo del dulce y espeso líquido —otro emblema análogo a la hoja de la bandera canadiense— inicia en las provincias de Ontario y Quebec a bordo de barcos contenedores que remontan el río San Lorenzo, viran hacia el sur en la provincia de Nueva Escocia, mantienen el curso en dirección a Boston, Trenton, Charleston, en Carolina del Sur, y así hasta el canal de Panamá, donde se anclan a esperar permiso de salida y, de ahí, que Dios los bendiga porque los retrasos pueden durar días enteros.

​ Una vez que un buque ha cruzado el canal de Panamá a paso de tortuga, vuelve a zarpar y sostiene la velocidad y el rumbo; entonces ocurre su primera y más importante escala en el puerto de Los Ángeles.

Bruno H. Piché con su abuelo Jean, ca. 1975. Cortesía del autor.

​ Comienza ahora la descomunal labor de la empresa especializada en productos de maple, que terminan, principalmente, en los anaqueles de una popular cadena hipster de supermercados con presencia en las grandes ciudades y los suburbios más afluentes o menos fregados en todo el país. El procedimiento consiste en vaciar en botellas de no menos de un litro la mejor miel de maple Grado A; además, utilizan concentrados para producir alrededor de treinta productos que contienen miel de maple o saben a ella.

​ Sea en esa acogedora cadena de supermercados o en otras de más alto perfil, la suma total de la venta de miel proveniente de Canadá —no ese veneno que es el jarabe de maíz de alta fructosa— y sus derivados supera, en el mercado estadounidense, los 380 millones de dólares al año. Se distribuye en 38 estados de la Unión Americana. Lo peculiar es su concentración: la mayor parte se va a Illinois, donde se recaudan más de 76 millones de dólares; después siguen California, con 56 millones, y, en tercer lugar, Vermont (50 millones), un estado tan cercano a la frontera este de Canadá que casi se puede llegar a ella caminando.

​ Ésta no es, entonces, una historia de deforestación y depredación, sino una de cambio cultural comparable a la desaparición de prácticas familiares, comunales y locales; eso sí, desemboca, una vez más, en la preeminencia de un proceso de industrialización masivo típicamente norteamericano, aunque la región contenga un porcentaje menor de las especies de árboles de arce o de maple del planeta.

Reyes

El abuelo Jean fue un hombre incansable e irreductible, una especie de Oliver Twist que dejó las calles a los doce o trece años para emplearse como peón albañil con los italianos, quienes cuando llegaron, a finales del siglo XIX, al país del más salvaje frío —hemos olvidado qué tanto podemos resistir hombres y mujeres en aras de cambiar nuestras vidas ahora que preferimos desvanecernos en ellas—, monopolizaron el oficio de la construcción de casas y edificios, parques, escuelas y oficinas mediante prácticas no muy apegadas a la ley, si es que por entonces existían leyes y códigos aplicables a una industria que, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, pasó por un primer e improvisado boom inmobiliario a medida que se iban parcelando nuevos distritos urbanos y se levantaban casas, dúplex y edificios de departamentos; por esos años llegaban en masa inmigrantes y refugiados de la Europa devastada, lo que incrementaba la demanda sin parar.

​ Causa o consecuencia, el abuelo Jean no tuvo otra opción más que convertirse tempranamente en un infatigable niño adulto. Su capacidad de observación, su atención a los detalles en apariencia insignificantes, su empeño y terquedad hicieron posible que muy pronto ascendiera a la posición de albañil, lo que le permitió tener contacto directo con miembros de toda la cadena industrial: electricistas, plomeros, instaladores de los primeros sistemas eléctricos de calefacción, carpinteros, expertos en el vaciado de cemento y otros albañiles. Luego, la necesidad —el arribo de seis hijas y un hijo—, pero también su sentido natural, innato diría yo, para los negocios, lo llevó, en cinco o seis años de trabajo como simple peón albañil, a convertirse, no sin sudor ni lágrimas (hablo de jornadas laborales de diecisiete o diecinueve horas diarias), en el más exitoso contratista de Ahuntsic-Cartierville, en su día el distrito más densamente poblado, ubicado al norte de la ciudad. El barrio se encuentra cerca del río que demarca de manera natural —Montreal es una isla— el límite septentrional de la ciudad: Rivière des Prairies, uno de los ríos más bellos que —con toda seguridad, sueno poco convincente y hasta tendencioso— me he detenido a observar: en él fluye la vida, no desechos contaminantes ni agua muerta, como ocurre en el Ganges, el Támesis y el Vístula.

​ Construyó, sin enterarse siquiera, riqueza para el futuro. A partir de 2000 o 2001, Ahuntsic pasó de ser un barrio de trabajadores y profesionistas de nivel medio a volverse la zona preferida por los nuevos promotores para reconvertir sus veinticuatro kilómetros cuadrados en una de las partes más cotizadas de la ciudad.

​ El abuelo Jean ofreció a cada una de sus hijas y a su hijo más de lo que pudo y, en algunos casos, quizá más de lo que merecían. Fue, a su manera, un visionario, hasta que las fuerzas le comenzaron a fallar, más o menos a la edad que tengo actualmente —y mírenme, me quejo—. No lo minó tanto el cansancio físico, sino que se hartó de tratar con los personajes de la industria constructora, obsesionados, casi excitados, por verle la cara a todo el mundo.

​ Fue, así lo imagino, un niño inquieto, curioso, autodidacta, raro en tanto que prefería ocuparse en algo antes que juntarse con la palomilla para arrojar piedras a los cristales del vecino o perpetrar pequeños robos de caramelos o alguna fruta para llevarse algo a la boca. Sospecho que desde entonces fue el chico que terminaría convirtiéndose en un adulto que disfrutaba su soledad —una disposición anímica que Glenn Gould, originario de la provincia de Ontario y uno de los cinco o seis mejores intérpretes de piano de la segunda mitad del siglo XX, llamaba simple aunque no por ello sencillamente: el Norte. Aunque él y la abuela tuvieron hijos casi cronometrados por poco más de un año de diferencia entre sí y si bien parecía que lo único que hacía era trabajar, nunca fue un padre ausente.

​ Bajo ningún criterio, el abuelo Jean fue un empresario en la definición clásica de Friedrich Hayek: veía y aprovechaba las oportunidades que se le presentaban, pero jamás fueron lo suyo la innovación ni la integración sistemática del conocimiento fragmentado ni el uso del mercado —en este caso, los bienes raíces—, como el mecanismo principal para obtener mayor información que le permitiera aventajar a los otros. Nada más alejado de eso, y lo confirmaría su afición casi amorosa por producir su propia miel de maple.

Tom Thomson, In Algonquin Park, ca. 1914-1915. McMichael Canadian Art Collection, dominio público.

​ Después de construir el hospital por donde vine a dar a este mundo, l’Hôpital Fleury, situātus, a, um, al este de la calle del mismo nombre, en el número 2180 (cerca de todo, lo mismo de la vida que de la muerte), el abuelo Jean dijo basta y traspasó su negocio por una suma más que conveniente para cumplir con la urgencia de alejarse no sólo de la industria, sino de la ciudad que había contribuido a poner en pie. Así, se largó tras adquirir las suficientes hectáreas —contadas por centenas y a un precio de risa— al corazón de Les Laurentides, una zona de pueblos pequeños y resorts para esquiar ubicada a una hora y media de Montreal. Desde la propiedad uno podía contar, no sé (lo veo entre las nieblas de mis recuerdos de infancia) diez o doce montañas y los respectivos poblados y bosques que las circundaban. En la cresta de un valle el abuelo construyó un cómodo chalet (no necesitaban más), en el cual mi abuela y él pasarían el resto de sus días.

​ Para el abuelo Jean fue un regreso a los orígenes. Los largos meses de invierno en nada le afectaban, eran una fase más del ciclo de la vida, una en la que él encontraba más cosas que hacer que en el verano. Por cierto, cuenta la leyenda que el único periodo estival que disfrutó fue aquel cuando abrió, con ayuda de leñadores y expertos en derribar árboles, el camino que circundaba toda la propiedad que bautizó como Le tour de la Terre o “La vuelta al mundo”: era el mundo del abuelo Jean, que no había seguido en absoluto los planos de un arquitecto de paisaje, ni siquiera de un ingeniero forestal, sino su mero gusto e intuiciones. Prevaleció, por lo tanto, un claro carácter agreste en aquella empresa de abrir un extenso, casi infinito, sendero cuya anchura variaba según el orden o desorden de pinos, abetos y abedules que eran serruchados sin miramientos y que lo mismo caían hacia las orillas externas de Le tour de la Terre que hacia adentro, creando, en la visión loca de mi abuelo, un obstáculo a librar en medio del camino que suponía estar despejando. Los únicos árboles que el abuelo instruyó que no se tocaran, casi con carácter de orden marcial, fueron sus preferidos: los arces.

​ Con el inicio de las vacaciones de las fiestas navideñas llegaba la aventura más esperada del año para el niño que era yo por entonces: las horas de vuelo se vivían como quien decide recorrer la eternidad de cabo a rabo sólo para ir a recolectar miel de maple.

​ La operación era relativamente sencilla; requería, a lo mucho, de unas cincuenta enormes cubetas de metal. Cada una se fijaba al tronco de un árbol con una correa, también metálica, una especie de pretina que la sujetaba con firmeza. Unos cinco o diez centímetros encima del recipiente clavábamos por turnos, el abuelo y yo, unas canaletas en un ángulo ligeramente inclinado hacia abajo. Del resto se encargaba, durante la noche y parte de la mañana, la gravedad, que provocaba, como lo haría en una pequeña vena abierta en cualquier extremidad que apuntara hacia el piso, el goteo constante que casi llenaba las cubetas. Después de retirarles la pretina, el abuelo y yo las vaciábamos en un tanque que recuerdo como un viejo boiler. Nos pasábamos las horas yendo y viniendo al chalet para vaciar el boiler en unos tambos enormes. La abuela preparaba el almuerzo y el abuelo, después de tomarse una taza de té o café de un solo trago —costumbre que, supongo, había adquirido en sus años de duras y largas jornadas de trabajo—, profería una simple pero afectuosa orden: “Allons-y le grand”, “vámonos, muchachote”, en lugar de niño, pequeñín o qué sé yo; era su forma de convocarme, como al niño adulto que él mismo fue, a regresar al trabajo un par de horas más.

​ Y así era como el abuelo Jean, con la ayuda, a veces no tan entusiasta, del nieto cansado de pies húmedos (a pesar de usar las botas adecuadas para meterse al fondo mismo del invierno), lograba extraer la mejor miel de maple Grado A, para su estricto autoconsumo del resto del año.

Tom Thomson, Northern River, 1915. National Gallery of Canada, dominio público.

Crónicas

El otro día me encontré con un poema de Julio Trujillo (q.e.p.d.) en el que no había reparado:

Solía abrazar los árboles y alzar la vista hasta perderme en esa fuga. Qué sabia perspectiva, qué savia perseguida con la carne, cuando solía, mucho antes de caerme de maduro.

​ Lo leí y sentí sobre los hombros algo que podríamos llamar el alto costo que conllevan el paso y el peso de la vida. Aunque tomara la —extraña, demasiado extraña— decisión de no volver a abrir el librito de poemas de mi amigo en esa dura y recia página, las cosas, la realidad, no cambiarían mucho.

​ Nos pasamos la vida levantando edificaciones materiales o mentales; formamos o intentamos formar familias y llevar modos de vida que al principio deseamos placenteros, si bien más tarde, cuando menos, llevaderos. En lugar de quedarnos quietos y conformarnos con lo posible, nos consumimos buscando lo imposible, lo que nos daña y nos está negado por mala —incluso buena— suerte, falta de arrestos o talento, ceguera, exceso de lucidez, lo que sea.

​ Hasta que eventual, biológica o accidentalmente, todo eso termina derribándose y aplastándonos casi sin dejar rastro del obstinado empeño que termina triturado un par de metros bajo la superficie y que al final del día no es más que esfuerzo inútil y desperdiciado.

​ Las ciudades y sus calles son bosques donde cohabitan, como en cualquier floresta de extensiones respetables, seres que parecen deambular y que, sin embargo, avanzan aplastados por lo que obtuvieron o lo que no pudieron conseguir y que se asfixian sin que nadie alrededor se percate del serio pero muy común y cotidiano asunto: esa gente yace ahí abajo, todavía con vida, con los huesos quebrados por lo poco o mucho a lo que aspiró, aplastada por sus ambiciones y todo aquello por lo que apostó, sin importar que, parafraseando la conocida sexta proposición del genio de Königsberg, de una madera torcida, aunque de gran belleza —lo sabré yo—, resulta más que complicado tallar nada que no sea curvo o sinuoso.

​ En esos bosques urbanos, mucho de cuanto se presenta como recto, incuestionable y respetable, no es más que sevicia, falsa modestia, soberbia, deshonestidad y ruindad camufladas de pureza moral y una decencia tan impostada que es incapaz de ocultar la fetidez proveniente del fondo de esas letrinas andantes.

​ Eso es lo bueno —sobra decir, noble— de los árboles de especies como el arce (o maple), el cedro, el álamo, el castaño…

​ Puedes estar seguro de que, a diferencia de otros asuntos en los que también nos desvivimos por cultivar, a saber: la amistad; desde luego, el amor; los apegos que no resultan en absoluto feroces; la extraña e inexplicable cercanía sensitiva cuando lo que prima es la lejanía geográfica (una condición que cada día más personas hemos experimentado en la salvaje aldea global); las afinidades electivas, que surgen espontáneamente y no por impostura de las partes; la confianza que se entrega de manera incondicional, sin ocultar temores ni viejos rencores y resentimientos; la misma auténtica confianza, ofrecida sin estar enraizada en el cálculo oportunista, en el rarísimo caso de que se te viniera encima la alta humanidad de un árbol, ésa sería la señal incuestionable de haber llevado tu vida tal como querías.

Imagen de portada: Tom Thomson, Black Spruce and Maple, 1915. Art Gallery of Ontario, dominio público.