Mujeres comunales y colonialismo energético

Descolonización / dossier / Abril de 2021

Josefa Sánchez Contreras

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En los ciclos de colapso epidémicos, demográficos y ambientales, las mujeres han reconstruido una y otra vez los mundos de los pueblos amerindios jugando papeles clave, como el que tuvo Malintzin en la conquista, quien fue traductora y estratega política en tiempos de guerra. Pero más allá de la paradigmática caída de Tenochtitlan suscitada en 1521, los levantamientos, motines y conspiraciones detonadas durante los siglos sucesivos no pararon, y en diversos casos anunciaron derrumbes y creaciones de mundos enteros, con las mujeres indígenas como protagonistas. Tomemos por caso 1727, cuando entre los pueblos zoques y tzeltales se rumoraba: “dicen que el mundo se acaba” y “que se apareció la virgen de Cancuc, que se cumple la profecía de los quince años en que han de ser redimidos desde el levantamiento del año doce”.1 Todo esto devenía del hilo conductor de la rebelión tzeltal de 1712, que las mujeres mantuvieron viva en sus sueños, presagios y en cultos secretos practicados en cuevas y adoratorios.2 Esta memorable sublevación fue encabezada por María Candelaria, una mujer de trece años que movilizó a más de treinta pueblos, sumando aproximadamente diez mil indios alzados.3 La represión que siguió fue brutal: María Candelaria, María Hernández y dos mujeres más fueron llevadas presas y asesinadas, sus cabezas se pusieron en la ermita justo donde habían rendido culto a la virgen.4 María Candelaria, personificada en la imagen de una virgen, fue motivo de paranoia para las autoridades eclesiásticas y no dejó de recorrer el territorio como polvorín insurgente desde Chiapas, pasando por Tehuantepec y Acayucan, hasta el centro de la audiencia de México, según se rumoraba entre los zoques de 1727, quienes llevaban el mensaje de que la virgen de Cancuc se aparecía nuevamente llamando a decapitar a los españoles.5 Como en 1712, “Sin dios y sin rey”6 se debía vivir en el nuevo mundo. En esta región del sureste, las mujeres —sobre todo las sacerdotisas— jugaron un papel importante en la defensa de sus comunidades, dirigiendo y guiando grandes revueltas anticoloniales.7 En los motines locales prácticamente la comunidad entera salía a las calles; las “chusmas”, formadas por mujeres, empuñaban lanzas y cuchillos de cocina y escondían piedras bajo la enagua.8

Estandarte de la Asamblea Popular del Pueblo Juchiteco. Fotografía cortesía de la propia asamblea y de Carlos Sánchez Martínez, vocero Estandarte de la Asamblea Popular del Pueblo Juchiteco. Fotografía cortesía de la propia asamblea y de Carlos Sánchez Martínez, vocero

En Tehuantepec, Oaxaca, cuando los pueblos zapotecas y chontales asesinaron al alcalde mayor y propagaron su desobediencia en decenas de comunidades en 1660, la rebelión fue guiada por las guzaana goola (guxhaana en zapoteco antiguo): mujeres que ocupaban cargos comunales; algunas de ellas se registraron en las fuentes coloniales, como la india Magdalena María, apodada “la Minera”, y García María, conocida como “la Crespa”. Las sanciones fueron severas, en el caso de la Minera se ordenó que le cortaran el cabello, le dieran cien azotes y fuera llevada cerca de la horca para que le amputaran una mano que allí sería clavada como castigo por haber apedreado en ese mismo lugar al alcalde mayor asesinado. A la Crespa se ordenó que la llevaran a las caballerizas, lugar que según se acusa ella incendió, allí le cortarían y clavarían la mano. Además, ambas fueron condenadas a destierro por diez años y a servir perpetuamente en un obraje, aplicando el producto de sus servicios al rey. Después se les indultó de cortarles las manos “por no haber orden ni disposición para curarlas”.9
Estas rebeliones y motines de los siglos XVII y XVIII (como muchos otros suscitados en toda América) fueron reacciones a los excesivos cobros tributarios, muy asociadas a las crisis agrícolas y a la propagación de plagas y epidemias, que a su vez propiciaron declives demográficos y la desaparición de asentamientos enteros. Éste fue un escenario perfecto para la instauración de haciendas y formas latifundistas que atentaron en gran medida contra la tierra comunal. En ese sentido, la oposición de las mujeres a la economía tributaria implicó una defensa enfocada en sostener los medios materiales para la reproducción de la vida y, a contrapelo de los procesos de privatización, lograron asegurar las tierras comunales mediante la figura jurídica de los títulos primordiales. Sin embargo, en el siglo XIX, con la instauración del Estado independiente, los pueblos indígenas afrontaron la agudización de los procesos violentos de desmantelamiento de las tierras comunales y, pese a que en el XX la Revolución mexicana logró asegurar nuevamente esta tenencia de propiedad social, las mujeres quedaron desprovistas de facultades jurídicas para decidir sobre la tierra. Se constituyó así en México un sujeto agrario predominantemente masculino: de acuerdo con cifras del Registro Agrario Nacional (RAN), hasta el 2016 el 77.53 por ciento lo conformaban hombres y el 22.47 por ciento mujeres.10 Este punto de inflexión histórica puede leerse como producto de una imposición estatal o como la negociación y estrategia que los pueblos pusieron en marcha para asegurarse como comunidades, según las circunstancias de cada lugar. Lo cierto es que las largas raíces comunales de las tierras también devienen de prácticas que las mujeres han sostenido históricamente mediante relaciones de apoyo mutuo en las fiestas, circuitos de economía solidaria, trabajos colectivos, reconocimiento del territorio, conocimientos curativos y producción alimentaria para comunidades enteras.

Marcha en Ixtepec de la comunidad del municipio de Santiago Laollaga, Istmo, Oaxaca, 17 de julio de 2016. Fotografía de Martín Vargas Marcha del Comité Ixtepecano en defensa de la vida y el territorio en Ixtepec, Oaxaca, 17 de julio de 2016. Fotografía de Martín Vargas

Estamos, por lo tanto, ante dos dimensiones en la relación de los pueblos con la tierra: una no regulada por el Estado donde las mujeres han continuado las comunalidades que sostienen el territorio, y otra donde el Estado mexicano ha pretendido administrar las tierras mediante la formación de un sujeto agrario predominantemente masculino. En tiempos de extractivismo esto se vuelve un problema sustancial para la comunalidad agraria de nuestros pueblos, donde la falta de atribuciones legales de las mujeres indígenas para decidir sobre las tierras comunales y ejidales tiene menos que ver con la “tradición de usos y costumbres” que con las lógicas patriarcales y coloniales que el marco jurídico del Estado-nación ha fortalecido para ejecutar despojos. En ese sentido, el problema no radica en cuotas de género ni en derechos individuales que apuesten a fragmentar la comunidad. Esto es preciso subrayarlo en tanto las gestiones del Estado —mediante los Programas de Regularización y Certificación de Derechos Ejidales y Comunales, y ahora el Fondo de Apoyo para Núcleos Agrarios sin Regularizar (FANAR)— están produciendo un ordenamiento de la propiedad social. Se presume que así promueven la igualdad de género, reconociendo como comuneras y ejidatarias a las mujeres; no obstante, el mecanismo funciona sobre la base de parcelar y privatizar la tierra. La falta de derechos agrarios de las mujeres debe leerse a la luz del despliegue de los megaproyectos extractivos, los cuales están implicando despojos, incremento de las violencias sobre los cuerpos, asesinatos de defensoras, encarcelamiento de opositores, contaminación de ríos y propagación de enfermedades. Para muestra, véase el caso de la planicie sur del Istmo de Tehuantepec (Oaxaca) donde se está instalando el corredor de parques eólicos más grande de América Latina; mientras que en las montañas de Chimalapas, la Secretaría de Economía concesionó más de siete mil hectáreas a la empresa canadiense Minaurum Gold Inc. con el fin de extraer oro. En estas circunstancias, el Estado ha intentado canalizar la imposición de los proyectos extractivos mediante un sujeto agrario predominantemente masculino.
Los proyectos extractivistas de este siglo XXI no son más que otro ciclo de colapso en tiempos de pandemia y de cambio climático. Por tanto, “más que luchar por una parcela, peleamos por la vida entera”, sintetizó mi amiga, la antropóloga Andrea Manzo, del pueblo binniza de Unión Hidalgo (Istmo de Tehuantepec). Esta afirmación hace entender que, más allá de los límites agrarios, las mujeres angpen (zoques), binniza (zapotecas) e ikoots (huaves) del Istmo de Tehuantepec se han rebelado para defender el territorio y la vida, generando estrategias de participación en las asambleas de sus pueblos para afrontar las renovadas formas de despojo. La narrativa sobre el fin del mundo global —debido a los límites biofísicos del planeta, a la crisis ambiental y energética que pronostican los científicos— está siendo utilizada para legitimar la instalación de cinco mil aerogeneradores en la planicie sur istmeña, de los cuales hasta el 2020 se habían instalado 2 mil 123 eólicos.11 El despojo a las tierras comunales de los pueblos zapotecos e ikoots está encubierto de un discurso apocalíptico y falaz que muestra a los megaproyectos renovables como el camino hacia una transición energética que salvará el planeta y a la humanidad de la barbarie, crisis provocada por el régimen de los combustibles fósiles. En este entramado de colonialismo energético, las mujeres ikoots y zapotecas, junto a sus pueblos de San Mateo del Mar, Álvaro Obregón, San Dionisio del Mar, San Francisco del Mar pueblo nuevo y pueblo viejo, no han permitido la entrada de las empresas eólicas en sus territorios. Son comunidades agrarias e indígenas que habitan las orillas y los brazos de tierra que unen a las lagunas con el océano Pacífico. Justamente el 29 de enero de 2021 se celebraron nueve años de la expulsión de Mareñas Renovables, un proyecto de parque eólico que contemplaba 132 aerogeneradores sobre la barra Santa Teresa (un brazo de tierra entre la laguna y el Pacífico). Fue en 2012 que los pueblos organizados evitaron la entrada de la maquinaria eólica y lograron que la empresa holandesa PGGM retirara sus fondos del proyecto; internamente las mujeres se levantaron y, más allá de las regulaciones agrarias del Estado, ellas participaron en la toma de decisiones de sus asambleas. De esto nos platica la compañera Laura, ikoots de San Mateo del Mar:

Antes del 2010 no teníamos participación en las asambleas. Las mujeres empezamos a participar cuando comenzamos a cuestionar toda esa exclusión, en el marco de la amenaza de los parques eólicos, cuestionamos desde el trabajo que las mujeres hacemos y aportamos a la vida comunal.

Protesta contra las concesiones mineras en los Chimalapas, 2020. Fotografía cortesía del Colectivo Matza Protesta contra las concesiones mineras en los Chimalapas, 2020. Fotografía cortesía del Colectivo Matza

Desde ahí se puede leer que un impacto directo de los megaproyectos sobre las mujeres comunales es la agresión a los trabajos reproductivos que sostienen en gran medida la soberanía alimentaria de la región. Se trata de la raíz de la red económica local, afirma Nisaguie Flores Cruz, zapoteca de Juchitán. En esta región se vive de la milpa, de la caza y de la pesca, actividades ejercidas generalmente por los hombres, mientras las mujeres son las que convierten el maíz y los animales en una gran variedad de alimentos que aseguran el autoconsumo familiar, comunitario y regional. La circulación y comercialización también están a cargo de las mujeres en los mercados de Juchitán, Salina Cruz, Unión Hidalgo, Matías Romero y otros, donde además de vender practican el trueque y comparten información política y económica de los pueblos. Pese a que los eólicos no se lograron instalar en la zona lagunar ikoots, sí se han desplegado 28 parques sobre la planicie zapoteca. Uno de estos puntos es Unión Hidalgo, cuyos intentos de frenar la invasión han reconstituido la asamblea de comuneros, y desde el 2013 han abierto una batalla jurídica contra la empresa Desarrollos Eólicos Mexicanos (Demex), filial de la española Renovalia Energy, arguyendo que los contratos violentan la tenencia comunal de la tierra. Además actualmente pelean contra la instalación del parque eólico llamado “Gunaa Sicarú” (‘mujer bonita’ en zapoteco), cuyo inversor es Électricité de France (EDF). En todo este proceso es insoslayable el papel que han tenido las mujeres, pese a que ninguna posee derechos agrarios. Andrea Manzo continúa esclareciendo la situación:

Algunas son esposas de comuneros y otras solteras o divorciadas… por eso no peleamos por una parcela, quizá también porque muchas de nosotras nunca la hemos tenido, pero esto mismo nos ha llevado a trazar un horizonte más allá de lo agrario. Es decir, peleamos por la vida, porque nuestro trabajo reproductivo nos vincula con el agua, la tierra y los alimentos que hoy día se ven amenazados.

Aunque estos parques eólicos son promovidos como una alternativa ante la crisis energética mundial, en los hechos dependen en un 80 y 90 por ciento de energía fósil y, además, implican el incremento de la explotación minera, puesto que se requieren hierro, aluminio, cobre y acero, entre otros minerales escasos, para la construcción de las plantas renovables.12 Frente a esta concatenación de megaproyectos insertos en la lógica del colonialismo energético, los pueblos trazan sus territorialidades articuladas. Es así como la defensa de los Chimalapas está implicando al pueblo zoque pero también a los pueblos zapotecas e ikoots, quienes viven de los ríos que nacen de las montañas chimas, ubicadas en el corazón geográfico del Istmo, donde también nacen los ríos que desembocan en el Golfo de México. Éstos son los ríos articuladores de relaciones de larga duración entre la selva, con las planicies y los océanos. Es justamente nombrando el riesgo de la contaminación del agua como las mujeres zoques han cimbrado un sentido de conciencia. En sus acciones han exigido a sus autoridades comunales y municipales que abanderen la oposición al proyecto minero. Pese a que no todas son comuneras, han asistido a las reuniones al tiempo que han contribuido con la alimentación desde sus redes de apoyo mutuo para sostener las acciones de recorridos y verificación del territorio concesionado.
Desde la larga historia de los pueblos indígenas, la crisis climática es parte de los ciclos de colapso inaugurados con la colonización, donde el enclave de energía eólica en el Istmo de Tehuantepec, muy vinculado a la minería en Chimalapas, representa la administración de la crisis ambiental cuyo matiz adquiere hoy el carácter de colonialismo energético. Este esbozo histórico de mujeres zoques, zapotecas, ikoots y tzeltales nos muestra algunas claves comunales que han permitido reconstruir los mundos de los pueblos en tiempos de colapso, primero desde la conquista, pasando por la colonización de los siglos XVII y XVIII, hasta el colonialismo energético de nuestro siglo. De tal suerte que comunalizar a la luz del fin del mundo es una práctica que vive en la memoria de las mujeres y de los pueblos. Las imágenes de las mujeres zoques y tzeltales del siglo XVIII y de las zapotecas en el XVII no parecen lejanas a nuestro tiempo. La defensa de la vida expresada en oposición a los excesivos cobros tributarios entre plagas y hambrunas cobra sentido en este siglo de oposición a la explotación minera a cielo abierto, entre violencia, pandemia y despojo. Como en todos los ciclos de colapso asistimos a escenas de mujeres amotinadas apedreando a los alcaldes mayores, estableciendo asambleas para someter a sus autoridades agrarias y municipales al mandato del pueblo y anulando los contratos que en diversos casos los ejidatarios y comuneros firmaron con las empresas eólicas. Como en una suerte de bifurcación civilizatoria, las mujeres comunales seguimos dando vuelta al timón para sortear el colapso que viene.


Escucha el Bonus track de Josefa Sánchez Contreras, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: Destrucción de la mojonera en Cerro Taberna de Ixtepec, Oaxaca, por parte de comuneras integrantes del Comité Ixtepecano en defensa de la vida y el territorio, 9 de julio de 2016. Fotografía de Martín Vargas

  1. Archivo General de Centro América, Signatura A1.1.15, Legajo 13, Expediente 176, Folio 69. 

  2. Antonio García de León, Resistencia y utopía. Memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la provincia de Chiapas durante los últimos 500 años de su historia, ERA, Ciudad de México, [1985] 2002. 

  3. Jan de Vos (ed.), La guerra de las dos vírgenes. La rebelión de Los Zendales (Chiapas, 1712), documentada, recordada, recreada, UNAM, CIESAS, UNICACH, Ciudad de México, 2011. 

  4. Archivo General de Indias, Signatura, Guatemala, 250. 

  5. Archivo General de Centro América, Signatura A1.1.15, Legajo 13, Expediente 176, Folio 40. 

  6. Jan de Vos, op. cit

  7. A. García de León, op. cit

  8. William Taylor, Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales mexicanas, FCE, Ciudad de México, 1987. 

  9. Carmela Trujillo Cariño, “Ontologías relacionales, mujeres indígenas y campesinas en defensa de la tierra-territorio-vida”, Karina Ochoa, Jorge Mercado, et al. (coords.), Mundos indígenas territorio, movilidad, identidad, gestión, UAM - Azcapotzalco, Ciudad de México, 2019, pp. 64-79. 

  10. Registro Agrario Nacional, “Estadística agraria”. Disponible aquí 

  11. Informe de Ecologistas en Acción, “El Ibex 35 en guerra contra la vida: transnacionales españolas y conflictos socioecológicos en América Latina, un análisis ecofeminista”. Disponible en este link 

  12. Iñigo Capellán Pérez y Carlos de Castro, “Transición a energías renovables y demanda de minerales”, Revista Ecologista, no. 112. Disponible en aquí