Ismene, o el heroísmo con minúsculas

Vidas al margen / panóptico / Abril de 2018

Eugenio Fernández Vázquez

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La literatura de la Grecia clásica está llena de héroes, pero las heroínas escasean. Más bien hay esposas y viudas devotas, penélopes expectantes y tiranas que deben ser derrotadas por salirse del lugar que les ha sido marcado —el de la sumisión—. Hay también muchos sacrificios, muchísimos, de mujeres que dan la vida por sus maridos, por sus padres, por sus hermanos, o que son castigadas por ellos. Entre las mártires hay una que ha merecido especial atención, y es Antígona, una de las hijas de Edipo. Por desgracia, los reflectores que le ganó su sacrificio condenaron a las sombras a su hermana, Ismene, mujer de un heroísmo terrenal, de talla humana, tan digno de memoria y elogio como el de su célebre pariente. Ismene aparece en las obras de Sófocles (prácticamente las únicas en que se la menciona) en un muy discreto segundo plano. En Edipo Rey sale a escena de la mano de Antígona, pero ninguna de las dos habla, ni siquiera cuando Creonte, el tirano en ciernes, ordena a Edipo, padre de ambas, que las deje en Tebas mientras él parte al destierro. Aparece ya con voz y personalidad en Edipo en Colono, la obra que narra la muerte y reivindicación de quien fue rey de Tebas y venció a la esfinge, y a quien tanto debe el psicoanálisis por haber hecho con su madre de verdad lo que los hombres, en teoría, sólo han de hacer con sus madres de fantasía. En esa obra, tras atravesar media Grecia sola con su potra, Ismene llega hasta un bosquecillo cerca de Atenas, en el poblado que da nombre a la obra, para encontrarse con Edipo y Antígona y advertirles de las desgracias que ocurren en Tebas y de las que están por ocurrir. En esa obra empieza a revelarse el carácter de las dos hermanas, aunque no será sino hasta después de la muerte de Edipo, en la obra Antígona, que nos quede claro de qué está hecha cada una. Sabemos, por lo pronto, que Antígona es una mujer devota, entregada al deber hacia el padre, hacia los dioses, hacia sus hermanos; está dispuesta a todo por cumplir a la letra lo dispuesto por Zeus y sus huestes, y por las tradiciones. En Edipo en Colono, por ejemplo, se nos cuenta que lo ha dejado todo para acompañar a su padre, condenado a vagar y mendigar por el mundo, y que se ha expuesto a mil peligros por lealtad a ese hombre. Ismene, en cambio, se quedó en Tebas mientras Edipo y Antígona deambulaban por Grecia. No porque no le importaran, sino porque tenía más dudas de qué había que hacer, y la vida, ya desde entonces, parecía gustarle un poco más que a su hermana. No rehuía sus responsabilidades —la inseguridad y el acoso a las mujeres no son de ahora, sino de mucho antes del siglo VII antes de Cristo, cuando Ismene emprendió su viaje de Tebas a Colono—, pero si era posible, Ismene prefería cumplirlas sin que la vida le fuera en ello. Su verdadera hondura moral, sin embargo, aparece cuando se la pone en contraste con su hermana y ambas están al centro del escenario. Eso es lo que ocurre en Antígona, la obra con la que cierra la saga de Edipo y sus hijas, aunque fue la primera en montarse. Antígona es una obra sorprendente, aún hoy, veinticinco siglos después de su estreno. A diferencia de Edipo Rey u otras tragedias, su trama es ágil y sus diálogos, dinámicos. Aunque, como en toda la literatura clásica, un destino inexorable espera a los personajes que en ella aparecen, el espectador tiene margen para pensar que son, en último término, responsables de sus actos. Sobre todo, tiene los que son probablemente los protagonistas más cercanos a la sensibilidad del presente. Creonte, por ejemplo, prefigura a todos los tiranos que le seguirán en la historia. Ha subido al trono de Tebas de rebote, aupado por el exilio de Edipo y los pleitos de Etéocles y Polinices, los herederos del trono que, al no saber cumplir lo que acordaron entre ellos, se han dado muerte el uno al otro en el campo de batalla. Carente de imaginación para gobernar, déspota de corazón, no sabe aplicar la justicia más que a rajatabla. Así exilió a Edipo cuando podía no haberlo hecho, y así ha decretado que el cuerpo de Polinices, su sobrino traidor, permanezca insepulto, por lo que el alma que lo habitó ha de vagar sin descanso por la Tierra, a dos aguas entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Lo que Creonte no sabe es que ante sí tiene a un adversario portentoso. Antígona ya mostró su devoción a la familia y la tradición cuando dejó Tebas para seguir a Edipo, y no está dispuesta a ceder, ciertamente no después de que la devoción de su padre al aceptar su sino le permitió la redención. Por ello, al saber del decreto del tirano, Antígona se niega a cumplirlo y trata de convencer a su hermana de ir juntas a enterrar su cadáver como mandan las leyes divinas. Ismene, en cambio, amaba a sus hermanos, y en especial a su hermana, igual que amaba a su padre, pero vive con los pies en la tierra. Sobre todo, y a diferencia de Antígona, siente lealtad por los vivos, y no tanto por los muertos; también sabe que a nadie se le puede exigir lo imposible, que hay derrotas que hay que aceptar y que, a veces, los muertos son los únicos que deben cargar con su muerte y sus castigos. Por eso habla con toda claridad a Antígona:

Yo, al tiempo que pido al muerto que tenga comprensión conmigo, y que se dé cuenta de que no tengo más remedio que hacer lo que hago, me someteré a los dictados de quienes están instalados en la cúspide del poder, pues el realizar acciones superiores a las posibilidades de uno no tiene sentido alguno.

Pero Antígona no ceja ni en su afán de salvar el alma de Polinices, ni en sus tendencias suicidas. No sólo entierra al muerto, aunque Ismene no la acompañe, sino que además ni siquiera se ocupa de esconderse con cuidado, y se deja atrapar por los guardias de Creonte, que la condena a ser enterrada viva. Eso es lo que despierta la rebeldía de Ismene, y lo que la hace una heroína para este mundo, aunque no para los dioses. Ante la condena a su hermana, se alza frente a Creonte y pide compartir su pena. “Metida tú de lleno en una tormenta, no me da vergüenza compartir contigo una navegación que entraña tanto riesgo”, le explica a Antígona cuando ésta protesta ante su falsa confesión. Ismene se niega a desafiar al tirano en un lance carente de posibilidades de éxito, que Antígona emprende sólo para santificar a un muerto que, para colmo, merecía morir. En cambio, se ofrece a compartir la suerte de una mujer viva a la que quiere con toda el alma, y que es condenada sin razón. Sacrificarse por alguien que ya no respira, en una empresa fracasada de antemano, no tiene sentido para ella. En cambio, arriesgarse a morir por salvar a Antígona, que todavía puede sonreír y a la que se puede amar, es una empresa que Ismene considera necesaria y natural.

Emil Teschendorff, Antígona e Ismene, 1892

Albert Camus explicó en La Peste que “si es cierto que los seres humanos tienden a dotarse de ejemplos y modelos que llaman ‘héroes’, el narrador propone justamente este héroe insignificante y desdibujado que no tenía para sí más que un poco de bondad en el corazón y un ideal aparentemente ridículo”. Esto daría, según él, “al heroísmo el lugar secundario que debe corresponderle, justo después, y nunca por delante, de la exigencia generosa de la alegría”. En Ismene habría encontrado, quizás, otro héroe insignificante y desdibujado, pero ejemplar, para sumar a la lista. Ismene no es una heroína en el sentido que suele darse al término, que el helenista Carlos García Gual definió como esa persona cuya existencia está marcada por “el empeño de realizar lo aparentemente sobrehumano, arriesgando la vida por amor a la gloria, sin reparar en la muerte”. Sí es, en cambio, una heroína de pleno derecho según la propuesta de Camus. Lo es precisamente porque nunca busca la gloria, sino que trabaja en defensa de la vida y sus alegrías, guiada por el amor a su hermana. Si —siempre según García Gual— “en la efímera condición humana el arrojo del héroe apuesta por la luz”, los héroes à la Camus apuestan por lo contrario: por lo mundano y lo inmediato. Ante la disyuntiva de vivir para ver la belleza del amanecer (como bien leyó Jean Anouilh) o morir defendiendo “leyes divinas [que] no están vigentes, ni por lo más remoto, sólo desde hoy ni desde ayer, sino permanentemente”, Antígona elige morir, y con ello, elige la luz. La muy camusina Ismene, en cambio, elige la belleza compartida con los hombres y mujeres que la llenan, que la pueblan y hacen alegre. Ismene constituye un modelo muy relevante para nuestros días, cuando el mundo se hace tan difícil de vivir para tantos que han de vagar sin rumbo ni destino; cuando es más fácil ganarse el pan matando que viviendo; cuando tantos buscan sentido en la trascendencia y lo encuentran en el odio. Quien quiera ser un héroe, que siga su ejemplo: que haga lo que pueda sin llevarse a nadie entre las patas, y que ame de corazón a quien tiene cerca.

Imagen de portada: Representación de máscaras de teatro griegas en un mosaico.