Entrevista con Paul B. Preciado

Género / dossier / Marzo de 2019

Georgina Carbajal, Cecilia Núñez

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En junio de 2010, Paul B. Preciado visitó México para presentar el libro Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la guerra fría. Laboratorio corporal, red latinoamericana de teoría y acción cuir, platicó con Preciado sobre dos temas específicos: las identidades nacionales y la memoria histórica.

Uno de los objetivos de los movimientos queer tendría que ser intentar desvanecer muchos tipos de etiquetas que hemos tomado como naturales, como inherentes a los seres humanos. En numerosos círculos académicos la memoria es un tema muy importante: se plantea como prioritario recordar lo que pasó o lo que ha estado sucediendo en determinados contextos, frecuentemente con la finalidad de fortalecer una idea de nación o de identidad nacional. Quizá los que nos dedicamos a esta cuestión, a ir por la vida provocando cuestionamientos sobre biopolíticas, nos hacemos esta pregunta: ¿Qué tendría que decir la teoría queer, a partir de tu trabajo, sobre la idea de nación, la conformación de identidades nacionales y, por otro lado, el papel de la memoria en los movimientos queer?

Bueno, si quieren empezamos por la cuestión de la nación. Yo sí la veo central tanto en los análisis queer como poscoloniales o anticoloniales. Creo que hay una relación entre la construcción de identidad de género y sexual, y la de la identidad nacional. Como si de algún modo el dispositivo heterosexual fuera también una maquinaria de reproducción nacional. Y digamos que en ese programa de reproducción nacional evidentemente género, sexualidad y raza están absolutamente imbricados. Creo que hay mucho trabajo por hacer. Por una parte, me da la impresión de que una historia, realmente una genealogía política de la colonización, todavía no está completa. Es un trabajo en el que aún estamos. En mi caso, debido a que nací en eso que se llama nación española, desde aquí os puede parecer bastante consistente pero es casi una confederación de pequeñas naciones en pugna, digamos porque la situación de Cataluña y del País Vasco son tremendamente conflictivas y reclaman estatutos de nacionalidades dentro de lo que es el contexto español, por ejemplo. Estoy pensado, así rápidamente, en la primera vez que yo trabajé en teorías queer, en prácticas queer en los Estados Unidos, luego pasé por Francia y mucho tiempo después llegué a España, o a la nación o al Estado español, y la primera vez que di una conferencia ahí fui invitado por un grupo de izquierda nacionalista catalán, y cuando empecé mi discurso era totalmente postidentitario y, por tanto, una de mis críticas era a la idea de nación: decía que en el fondo era la plataforma sobre la cual se asientan los modelos de género y de reproducción heterosexual y racial. Bueno, aquello fue tremendo. Este grupo, que de alguna manera estaba trabajando con varias políticas de identidad nacionalistas muy fuertes contra el Estado español, de repente se encontró con este discurso postidentitario y bueno, aquello terminó como conflicto. Es decir que, paradójicamente, ese grupo que en términos de género y sexualidad estaba dispuesto a aceptar proposiciones postidentitarias, en términos nacionalistas no lo estaba. Yo soy muy crítico, actualmente, con las políticas de inmigración y de construcción de fronteras de la comunidad económica europea. Me parece que es muy semejante a lo que pasa con los decretos de inmigración americanos que aprobó Obama. Yo creo que del mismo modo en que parece absolutamente inviable que hoy sigamos considerando las categorías hombre/mujer, homosexual/heterosexual naturales, cuando de algún modo generan propuestas políticas que determinan programas biopolíticos —y cuando digo biopolíticos me refiero a simplemente de supervivencia del individuo en un contexto político preciso—. Del mismo modo que estoy criticando estas nociones, una de las cuestiones que me parecen fundamentales es la de pertenencia a una nación por haber nacido en ese lugar y la imposibilidad de libre movilidad de los cuerpos. El capitalismo —o el hipercapitalismo contemporáneo— tiene una movilidad tanto de mercados como de divisas absolutamente fabulosa. Es paradójico que los cuerpos no puedan moverse del mismo modo que lo hace el mercado hipercapitalista. Por eso he señalado la importancia de un proyecto de internacionalismo queer. Creo que no podemos hacer frente a la movilización desde posturas identitarias o hipernacionalistas. Me da la impresión, en ese sentido, de que la política postidentitaria queer propone un modelo para deconstruir la nación que… Evidentemente el riesgo es cuál puede ser nuestro apoyo para hacer política una ley en que hayamos deconstruido la idea de mujer, incluso que echemos abajo la idea de nación, porque creo que ahí está la cuestión, una alianza transnacional que de algún modo plantee, si quieren, un programa contrabiopolítico, un programa de resistencia a los dispositivos de reproducción y de gestión de la vida. Es decir, yo creo que el fondo no es que la idea de nación sea biopolítica, es que es un mito absolutamente obsoleto, porque las naciones ya sólo existen como fronteras políticas, y porque, obviamente, en el contexto del hipercapitalismo global están constituidas por una infinidad de pequeños grupos. Evidentemente soy más cercano a la situación de la comunidad europea. Es alucinante que desde Alemania se esté decidiendo el futuro económico y político de veintisiete países, algunos de los cuales ni siquiera pertenecen a la comunidad económica europea, en la que las fronteras se regulan con respecto a las necesidades del mercado centroeuropeo. Más que reclamar la nacionalidad o afianzarse a ideas ultraidentitarias frente a una especie de globalización, yo creo que es urgente, realmente, hacer una crítica del nacionalismo y trazar una alianza transnacional, una que yo llamaría de multitudes queer, no pensándolas como un nuevo motor de la historia, como una izquierda tradicional, como si nos tocara a nosotros de nuevo enmarcarnos en una nueva regulación; sino como la posibilidad de reinventar otro tipo de relaciones, otras formas de reproducción que no son estrictamente heterosexuales, que no corresponden a la producción racial y biopolítica heredada del siglo XIX mediante la cultura colectiva. Por supuesto que está todavía por inventarse, pero creo que es también parte del entusiasmo de las políticas queer o transgénero o postqueer o lo que queramos. Con respecto a la idea de memoria, ¿qué deciros? Yo suelo desconfiar de los proyectos de memoria histórica, porque se presentan siempre como con una afinidad hacia el pasado histórico, como una recuperación de memoria histórica, pero en realidad, bien sabemos que —como nos enseñó Derrida, hablando del archivo— en realidad todo proyecto de memoria histórica es un proyecto de algo nuevo que de alguna manera construye, por ejemplo, una nueva ficción nacional, o construye un mito a partir del cual se piensa levantar un cierto entramado social. En el contexto que yo conozco, que es el español o el europeo, los proyectos recientes de memoria histórica que tienen que ver, precisamente, con abrir las tumbas de la Guerra Civil, es decir, con volver a sacar los trapos sucios de nuestra historia, me da la impresión de que suelen hacerse de manera relativamente oportunista, con fines políticos, por no decir electorales. A mí me preocupa de manera importante esta cuestión del archivo —y estamos trabajándola con otros agentes culturales, políticos y activistas—, porque creo que es absolutamente fundamental que haya un archivo de “minorías”, pero que no empiece un modelo de construcción de memoria histórica, o una gran memoria, o una memoria de la nación. Es decir, se propone desde las prácticas queer otro modo de hacer historia, que no es la geográfica, no es la del encumbramiento o de “saquemos estas figuras perdidas”. Creo que algo muy semejante ocurría con la recuperación de las mujeres en la historia, o con la historia feminista…

“Larga vida a la amistad entre la Unión Soviética y China”, 1959

O de la literatura de mujeres…

O de la literatura de las mujeres, que consiste fundamentalmente en añadir tres o cuatro notas a pie de página a la gran historia, una de ellas sería desenterrando estos pequeños ejemplos. Yo creo que, desde este punto de vista, un proyecto de memoria histórica que tenga este propósito, políticamente no tiene ningún sentido para nosotros, por lo menos desde un punto de vista crítico y radical de las “minorías”. Me da la impresión de que para nosotros se trata de modificar los modos de hacer historia; si quieres, en parte, de transgredir las distinciones tradicionales entre historia y ficción, por ejemplo, o entre historia y política. Muchas veces, no sólo yo sino también mis colegas académicos, hemos pensado en qué sería una historia, una memoria histórica de los movimientos lésbicos, que quizá sea, en parte, una ficción, porque no tendríamos ninguna pieza de convención, no habría ningún elemento sobre el que podamos, en términos clásicos de historia, atesorar algún documento a partir del cual hacer un ícono historiográfico. En el caso de la historia de “minorías”, me da la impresión de que no se trata tanto de reescribirla, sino de modificar las gramáticas con las que la historia es pensada, quizá no se trata de reescribir el pasado sino de modificar los modos en los que pensamos el futuro, me parece más importante. Con esto no estoy diciendo que la Historia no sea importante…

No, de hecho, la teoría queer necesita de la Historia…

Claro, yo creo que la Historia es absolutamente crucial. Me da la impresión de que en muchos grupos queer contemporáneos una de las cuestiones importantes es la producción de un archivo propio, que no consiste en decir “bueno, seleccionemos no sé qué prácticas o no sé qué intervenciones y luego que venga el historiador y haga la historia de los movimientos”. No, se trata de que el activista sea un historiador crítico de sus propias prácticas. Por tanto, modificando el modo en que pensamos nuestras prácticas hoy, también estamos modificando cómo pensar el 68, cómo pensar la Guerra Civil. Es decir, no solamente sacando esas dos o tres figuras de las mujeres que murieron en la guerra o de la lesbiana que… etcétera, etcétera. Se trata de generar otra figura de producción de conocimiento que es el activista archivista o el activista historiador crítico, capaz de generar algo así como un orden de conocimiento de sus propias prácticas y que no espera a que venga el gran historiador y que escriba la gran historia y que considere que los movimientos queer son notas al pie de página de aquí o allá. Creo que somos muchos los que pensamos en cómo llevar a cabo este proyecto. De hecho, ahora estoy trabajando mucho sobre el periodo de la dictadura. Estoy trabajando un proyecto llamado Biopolítica del franquismo al que he invitado a trabajar a gente como Roberto Esposito, sobre temas de inmunidad y biopolítica, porque me da la impresión de que hasta ahora el franquismo se ha trabajado con categorías historiográficas tremendamente clásicas y tradicionales, en las que, por ejemplo, la cuestión de la sexualidad o de las “minorías” era absolutamente marginal, cuando creo que no podemos comprender la estructura misma de las dictaduras —y aquí podría compartirse la visión con muchos casos de Latinoamérica— sin pensar en un conjunto de regímenes de género, de reproducción sexual, incluso de reproducción racial y nacional que están en la base de los proyectos dictatoriales. Por tanto, esas cuestiones no son simplemente pequeñas notas a pie de página como un pequeño proyecto de recuperación de memoria histórica, de “ay, saquemos al activista queer o al activista homosexual que mataron en aquella cárcel”, o la figura de Lorca, “qué pena, lo mataron porque era gay”. La cuestión no es solamente sacar a la figura del sometimiento sino pensar cuáles son los fundamentos de género, sexuales, raciales que están en la base de la biopolítica de la dictadura. Y hay que pensar en qué medida nosotros somos herederos de ese proyecto biopolítico. Es lo que ocurre en el contexto español en muchos sentidos y sería interesante ver en qué medida puede ser semejante el caso de Argentina, de Chile o de México, de otras maneras. Me da la impresión de que las democracias contemporáneas en parte han sido herederas acríticas de los proyectos de normalización del género y la sexualidad y de racialización que estaban en la base de esos programas dictatoriales. Por eso yo soy muy crítico con esta cuestión de la memoria histórica, ya basta con “recuperemos la figura”, y vayamos realmente a una crítica de las raíces, si quieres sexopolíticas, por llamarle de algún modo, incluso raciales y políticas de los proyectos dictatoriales, por pensar en la historia que más nos aproximaría al tema de las dictaduras de los años cuarenta, cincuenta.

Nos parece una pregunta importante por la situación política en la que están buena parte de los movimientos gay en México, entonces, justo es complicado entrar con teoría queer cuando lo otro está apenas “ganando” terreno y pareciera lo “prioritario”. Entonces, dicen, “cómo me pides que me espere a un proceso más largo…”

Sí, pero yo creo que esa cuestión es más como de pensar, si quieres, en distintas prácticas políticas que no tienen por qué ser excluyentes, por eso hablo de varios modelos de poder que requieren diferentes formas de acción política. El hecho de intentar ampliar el horizonte democrático demandando derechos que excluyen a un cierto número de ciudadanos de la esfera pública me parece absolutamente fundamental. Eso no implica que al mismo tiempo no seamos capaces de decir “bueno, sigamos pensando que quizá la prioridad es cambiar la estructura misma de la esfera pública, modificando sus instituciones”, por el momento, de manera no sé si estratégica o en todo caso coyuntural, quizá sea preciso actuar en varios frentes al mismo tiempo. Desde mi punto de vista ésa es la riqueza de la perspectiva histórica que nos da haber venido después de los años ochenta.

Imagen de portada: Javier de la Garza, Cuauhtémoc, 1986. Colección del MUAC/UNAM