No pain no gain

Dolor / dossier / Mayo de 2021

Lina Meruane

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“Estás de moda”, me dice leyendo mi ficha sin mirarme todavía, sin examinarme. No sólo es la única kinesióloga entre cinco profesionales del cuerpo; es jefa y dueña del centro al que acaba de mandarme un viejo reumatólogo amigo de la familia. ¿De moda, yo? Si algo no he sido nunca es popular. Fui una niña “poco agraciada” (así decía mi profesora de gimnasia rítmica, molesta porque me enredaba en la cinta y era incapaz de saltar el potro); era una niña torpe pero sobre todo estudiosa que se pasaba los recreos asistiendo a la bibliotecaria o leyendo al fondo de la cancha. En todos los años de mi educación tuve apenas una amiga que era asimismo lectora empedernida pero sobre todo era arquera en el equipo de hockey: paraba con pericia los duros pelotazos de la chueca enemiga y se inclinaba ante los aplausos. Nunca se me pegó esa popularidad que por mucho tiempo me tuvo sin cuidado; entonces sólo me interesaba entrenarme en los duros pastos del verso libre, y como no se me daban las estrofas me convertí en una narradora a la que nadie leía, salvo mi amiga arquera que las paraba todas. ¿Cómo iba a estar de moda yo? La kinesióloga no podía estarse refiriendo a mí y en efecto no se refiere a mi persona sino a la lesión de mi hombro. “Estamos viendo infinidad de hombros congelados, sobre todo en mujeres de una cierta edad”, dice dirigiéndome una mirada burlona.

Es una epidemia dentro de la pandemia… No son hombros fríos sino inflamados sin motivo aparente, hombros que por dolor dejan de moverse hasta que quedan rígidos. Adheridos a sí mismos.


Es una lesión rara, pero en cuanto la comento aparecen colegas sufriendo de lo mismo. A una le han infiltrado el hombro más veces de las aconsejables. A otra le han ofrecido una solución quirúrgica para despegarle la articulación. Otra que no es escritora sino agente literaria me dice que tiene ambos hombros afectados por este incómodo mal.


Su cuerpo es juvenil. Ella es pequeña y delgada pero también es forzuda y experta en dolor. Empieza con un masaje propio de la terapia occidental: estruja su pote de crema simond’s y con la misma mano fría aprieta unos músculos y tendones que en mi cuerpo son “cuerdas de violín” (dice ella) “o sogas de ahorcado” (pienso yo) y el dolor se va estirando desde la escápula hasta la punta de mis dedos. A veces varía con terapias de curación alternativa aprendidas en China: entra al box con un carrito, me retira el calor que me había dejado puesto, y procede a aplicarme ventosas que por la voluntad milenaria del vacío separan, se supone, las capas de tejido. Otras veces me clava agujas en puntos de dolor que parecen infinitos. O aplica electricidad a esas agujas, electrodos sobre mi piel. Alguna vez, antes de quitar las agujas, antes de advertirme que el dolor agudo puede surtir un efecto anestésico, las hunde y las retuerce como si las atornillara en mi carne. Lo hace, dice, para precipitar la circulación en la zona resentida. “La circulación, así es, para que la sangre arrastre el dolor.”

Quiroprácticos tratando un paciente. Emakimono del periodo Shijo. Wellcome Collection Quiroprácticos tratando el hombro dislocado de un paciente. Emakimono del periodo Shijo. Wellcome Collection


“Sólo el dolor conduce al verdadero dolor”, escribe Jacqueline Goldberg, la poeta venezolana del dolor.


El reumatólogo me había preguntado si me pasó algo. Un tirón. Un golpe. Un traumatismo. Nada: ni caídas ni torceduras ni una noche de mal dormir. Nomás un repentino ramalazo en las profundidades de la articulación. Un dolor acotado, sin la épica del daño. Tan prosaico y absurdo que hubiera sido exagerado pedir hora para lo que pronto debía remitir. Pero en un mes la molestia se volvió insoportable. Pero había gente hospitalizada, gente muriendo, y se había declarado la cuarentena. Ya no hubo hora que pedir. Al año la rigidez era absoluta: el brazo se elevaba a media asta por delante, y por detrás no podía doblarlo. Me martirizaba la certeza de un deterioro irreversible, un permanente padecer. El reumatólogo desvió lo definitivo en mis palabras y apuntó, metiéndome una aguja con corticoides entre los huesos, “esto no se puede apurar pero lo podremos revertir”.


La kinesióloga me ha dicho algo similar mientras ejercita concienzudamente mi brazo y va notando algún progreso: apurar puede ser contraproducente, si se desata el dolor el hombro volverá a retroceder. “Hay que saber dosificar el esfuerzo, trabajar la paciencia”, me dice a mí, la impaciente. Me lo dice al despedirse, antes de tomarse vacaciones, satisfecha de ver que mi hombro ya empieza a descongelarse.


Me deja en manos de un colega más joven que ella y mucho más joven que yo. Es moreno y monumental, y es mucho más rudo que la doctora de las agujas eléctricas a la que de inmediato empiezo a extrañar. Este kinesiólogo enmascarado, de gruesas cejas oscuras, de tristísimos ojos negros, favorece tensiones y torsiones que mi brazo no logra ejecutar. Lo fuerza hacia atrás e intenta plegarlo hacia adelante y entrelaza su mano grande con la mía, temblorosa, y estira, y estira, hasta hacerme aullar. Hacerme aullar a mí, que ni grito ni lloro nunca por dolor. Pero ahora descubro en mi garganta un dolor gutural, un dolor sin lenguaje pero comprensible en todos los idiomas del mundo. Y aunque se ha dicho que el dolor no puede nombrarse con palabras se me concatenan los adjetivos punzante, penetrante, palpitante y agudo con caliente, rabioso, sordo y elocuente.


“Todo gira alrededor del dolor, lo demás es accesorio, incluso inexistente; recordamos sólo lo que duele”. Así escribió el filósofo Emil Cioran y yo no me he cansado de citar esa línea certera y de aceptar ese axioma suyo de que sólo en el dolor estamos vivos. Ahora leo consternada que, consultado en su vejez por una quinceañera enamorada de un pornógrafo cincuentón amigo suyo, Cioran la instó a aceptar el daño que su amante le estaba infligiendo desde hacía años. No le advirtió que desoír la señal del sufrimiento la ponía a ella en riesgo de muerte.


Tendría los mismos quince años de esa joven atormentada cuando descarté la seguridad de los libros y me miré al espejo y descubrí a qué se refería la vieja de gimnasia. No me bastó con cerrar la boca: aprendí a contar calorías y a reducirlas sobre el plato y pronto fui descontando las que gastaba en largas sesiones del gimnasio al que me apunté.

Vendaje triangular de hombro, W.D. & H.O. Wills, 1913. Wellcome Collection Vendaje triangular de hombro, W.D. & H.O. Wills, 1913. Wellcome Collection


El local estaba junto a un mall de moda y a un bowling de moda y a una heladería de clase media, casi alta, no tan cerca de mi casa. Empecé a caminar seis kilómetros cada día al gimnasio donde entrenaban los karatecas de blanco y gruesos cinturones negros y las marciales chicas del taekwondo y los fisicoculturistas obsesionados con las proteínas que ingerían y los esteroides que se inyectaban para crecer y marcar músculo. En el gimnasio resguardado por un guardia de pelo cortado como paco se reunían además las gimnastas de aeróbica, cientos de mujeres y algún hombre en clases continuas dirigidas por dos educadoras y el entrenador de los sábados del que yo creía estar enamorada, como todas mis compañeras, todas mayores que yo, que, sin amarlo como yo, se acostaban con él.


Nunca entendí si él, que era rubio y sonrosado como un querubín, que me invitaba los domingos a subir el cerro San Cristóbal trotando y trepando por detrás de la Virgen, que me abrazaba para felicitarme cuando alcanzábamos la cima, que me mojaba con su sudor, que masajeaba mis muslos agarrotados, si él estaba esperando a que yo cumpliera la mayoría de edad, o qué.


Eran los años ochenta, los tiempos del culto a un cuerpo esmerado y eficiente que usaba como lema el beneficio: no pain, no gain. Los gimnasios se multiplicaban por las zonas acomodadas de Santiago mientras en las zonas más pobres proliferaban los clubes de deporte. Eran fábricas ideológicas que funcionaban a la par del sistema económico que nos regía: producían cuerpos estilizados, vigorosos, trabajadores, obedientes, dispuestos a ejercitarse hasta el colapso. Cuerpos sanos, alejados del ocio y (se decía) de las malas costumbres. Cuerpos que se ejercitaban (se decía) en las buenas costumbres. Cuerpos puestos a competir para derrotar otros cuerpos más débiles y enseñarles una lección. Cuerpos como objetos de culto metidos en finas mallas que dejaban traslucir el esfuerzo y la delicada desnudez.


Había “cuerpos detenidos”, susurró mi amiga arquera en un recreo, al fondo de la cancha por la que estábamos corriendo en la hora de deportes. Había “cuerpos que no comían ni se podían ejercitar”, dijo ella, yo iba sin aliento, estaban maniatados y encerrados y castigados esos cuerpos en centros de detención.


Me veo sentada en la oscuridad de mi juventud. Afuera llueve a cántaros sobre Santiago y yo estoy en la casa de un hombre cuyo nombre he olvidado. No es un decir, tampoco recuerdo si era karateca o aeróbico (su cuerpo no era de fisicoculturista). No recuerdo por qué me subí a su auto y acepté pasar por su casa en un desvío hacia la de mis padres. Me veo de lejos en esa sala sin luz, con él encuclillado detrás, ofreciéndome un masaje en la espalda que nunca voy a olvidar. Nos veo. Veo que me habla de sus novias, todas jóvenes, y diciéndome al oído que le acomoda la juventud de esas chicas porque las grandes buscan la formalidad de un compromiso y la posibilidad de una familia, hijos. Las jóvenes son libres, susurra, y yo comprendo que estoy en una trampa de la que no sé cómo escapar. Mi blusa tiene una hilera de botones minúsculos en la espalda, se cierra y se abre por detrás: siento el aire frío de la blusa desabotonada y las manos calientes de ese hombre sobre mi espalda, su barba rasposa sobre mi piel.


En su ejercicio político, la dictadura se propuso generar espacios de encuentro que fortalecieran una identidad nacional; se impuso fomentar el deporte “y preparar generaciones fuertes y robustas que pudieran ponerse al servicio de la patria en momentos de peligro, en un claro sesgo militarista”, escribiría Rodrigo Daskal.


El kinesiólogo me habla de un tratamiento extremo que él sigue en un canal médico: consiste en dormir a los pacientes (las pacientes, pienso yo) para despegarles las adherencias del hombro. El sedante desactiva la resistencia: no pueden oponerse al movimiento que se les impone por la fuerza. En algunos casos se producen desgarros y roturas pero él me asegura que es un tratamiento más eficiente que éste, el mío, el tortuoso, el de avance milimétrico. Me lo repite en tantas ocasiones que acabo por entender lo que me está proponiendo: “Ni sueñes que me vas a hacer eso”. El kinesiólogo lanza la carcajada corta y culpable y procede en su silencioso forcejeo. A veces le ruego que me suelte. A veces lo detengo con la mano libre. A veces le agradezco ese dolor que se acerca al placer. Es un dolor que se revela masoquista, un dolor que pide más de su sádico.


“He llegado a considerar que el dolor es profundamente placentero”, escribe Eula Biss y yo comprendo lo que describe y entiendo también la ironía cuando opone su experiencia corporal a la definición libresca de la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor que iguala el padecer al desagrado.

Lo raro —dice el kinesiólogo y se corrige—, lo extraordinario —dice—, lo que nunca me había pasado con ninguna paciente, es que tú te quejas pero tu brazo no me opone resistencia. Me deja ir mucho más lejos que cualquiera.


Camino al centro kinesiológico cada lunes, miércoles y viernes; camino incluso cuando cae el confinamiento, estoy autorizada a solicitar un salvoconducto. Camino cada vez más velozmente y cuando ya los cinco kilómetros no me cansan y la mascarilla no me sofoca lo suficiente, consigo unas tobilleras de medio kilo para cada pierna como las que había usado en los años ochenta. Al kinesiólogo le brillan los ojos cuando se las muestro. Entiende que puedo más y quiero más y se deja llevar, olvida que debe cuidarme de mí misma, aumenta la fuerza sobre mi hombro y el peso de las poleas y las mancuernas con las que debo reponer la musculatura perdida. No me escucha cuando resoplo, no lo mueve que yo nunca tuviera fuerza en los brazos. Ni cuando iba regularmente al gimnasio. Ni cuando hacía dupla, en campeonatos de aeróbica, con ese angelote que era mi entrenador.


De ese fisicoculturista recuerdo el sobrenombre: Cucaracha. Casi sobra decir que era excesivamente corpulento para su baja estatura, que iba casi rapado pero que le asomaba un pelo arisco y chuzo. Sus brazos estaban cubiertos de cicatrices. Se había fracturado demasiados huesos en un accidente de moto y si se salvó de morir fue porque su armadura de músculo lo protegió. Me lo fue contando en las luces rojas, un día que me llevó a casa en su moto, a exceso de velocidad, ladeándonos en las curvas, acostándonos sobre las calles. El Cucaracha nunca me puso un dedo encima, ni siquiera lo intentó; me dijo que no le temiera a los culturistas porque a ellos los esteroides les dañaban el deseo. Más cuidado debía tener con el entrenador de cara bonita que se había vuelto mi personal trainer (esa palabra de moda). Y que me cuidara del karateca dueño del gimnasio, eso me dijo, “ojo con Kenzo, es una rata”.


En medio de la noche me despiertan pulsos de ardor alrededor del hombro: es como si me picoteara la carne un animal hambriento. Se lo cuento al kinesiólogo al día siguiente y él levanta las cejas con desconfianza, como si yo le estuviera mintiendo o lo estuviera acusando, pero en vez de aminorar el peso de las poleas exige más de mí casi sin tener que corregir mi postura. Como si supiera que mi cuerpo ya fue entrenado por otro kinesiólogo, me pregunta y yo afirmo que en los años de la dictadura, mientras en Chile se torturaba a diestra y siniestra, yo iba transformando mi cuerpo y defendiéndolo de las manos de Kenzo, porque Kenzo medía la pérdida de la grasa y mi progreso muscular con sus dedos gruesos. Y yo tenía músculos marcados hasta en los lugares más inesperados, la clavícula, las costillas, las caderas. Esas manos aparecerían a veces en mis sueños.

Un médico chino practica un masaje en el hombro de un paciente. Acuarela de Zhou Pei Qun, _ca_. 1890. Wellcome Collection Un médico chino practica un masaje en el hombro de un paciente. Acuarela de Zhou Pei Qun, ca. 1890. Wellcome Collection


Me paso las noches sin dormir por un dolor que excede a los corticoides.


“Hay que escuchar al dolor, el dolor es un amigo”, me dice el reumatólogo cuando regreso a su consulta. Su cabeza se mueve de un lado a otro en discreta oposición al tratamiento que me han dado en el centro que él mismo me recomendó. Su boca médica cubierta con una mascarilla, la mía dibuja una mueca sin que él pueda verla, cubierta como está. “El dolor —insiste— es un amigo crítico, un amigo al que hay que hacerle caso”. Anota todas sus indicaciones con mano temblorosa en una ficha y luego las copia en la receta que me extiende. “Por ahora —dice— no más ejercicios”.


La kinesióloga regresa en mi ausencia y cuando por fin me presento en su box me pregunta por qué he retrocedido. “No lo sé”, dije, aunque sí lo sabía, pero ella es la experta, ella debiera saber que de la piel para adentro manda el dolor.


“Los chinos dicen que cuando hay problemas con los brazos es porque hay decisiones que no se han sabido tomar”, me comenta mientras trabaja con suavidad sobre mi hombro doliente. Una decisión, repito mentalmente entendiendo que en estos tiempos de crisis ha habido decisiones que tomar y que poder tomarlas es un lujo imposible para muchos. Pienso en los amigos que descubrieron su infelicidad, amigos que decidieron trabajar menos y vivir más. El que abarató sus costos yéndose a Viña con toda la familia. La que se fue al campo con su esposa reciente. Los que se separaron. El que renunció a su puesto en la universidad e insiste en que yo debiera renunciar al mío. Pienso en la incertidumbre económica. “¿Y cuando duelen las piernas?”, le pregunto a la voz todavía a mis espaldas, acezando en mis tendones. “Eso es falta de cariño —dice—, pero a ti no te duelen las piernas, ¿o sí?”


Dejo de ver al kinesiólogo y pregunto por él esperando que se haya tomado vacaciones, que no esté enfermo. Está muriendo más gente que nunca, a pesar de la vacunación. “Renunció —dice la kinesióloga— necesitaba tiempo para sí mismo, trabajar menos”, me dice, levantando los hombros y las cejas mirándome fijo como si yo tuviera algo que ver con su renuncia. Como si yo lo hubiera empujado a excederse y hacerme daño.


Kenzo desapareció de un día para otro con sus karatecas y sus culturistas y sus chicas delgadas de tanta aeróbica y su guardia con pinta de paco. El cierre no ocurrió un día cualquiera: al caer el dictador y comenzar lo que sería un largo e infame retorno a la democracia en Chile, Kenzo vendió todo y se fue a vivir a Japón. Hacía mucho había dejado de ir a ese gimnasio y me enteré con retardo y sin tristeza y sobre todo sin sospecha hasta que me encontré con el Cucaracha por la calle; casi había olvidado su cara o tal vez no lo reconociera por las canas que raleaban su cabeza. Me contó que Kenzo había tenido que irse porque tenía las manos en la masa. “¿En qué masa?”, dije entrecerrando los ojos para protegerme de los suyos, de su voz vieja que me decía que por las noches, en ese gimnasio, supervisados por Kenzo, los karatecas entrenaban a los torturadores de la Central Nacional de Informaciones.

Imagen de portada: Quiroprácticos tratando a un paciente. Emakimono del periodo Shijo. Wellcome Collection