Roza tumba quema

Fragmento

Descolonización / dossier / Abril de 2021

Claudia Hernández

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Se lo ha contado muchas veces a las hijas que viven con ella. Desde siempre. Cree que es bueno que sepan lo que puede ser el mundo fuera de su casa, aunque su casa quede en una colonia que consideran segura y el mundo ya no sea lo que era. La guerra había terminado. Las hijas le dicen que no hay nada que temer. Ella no se confía. Así haya documentos y hayan pasado varios años, cree que siempre puede surgir algo y que hay que estar preparado, sea para enfrentarlo o para huir. Sus vecinos —excombatientes, como ella— creen lo mismo. Revisan a diario las noticias en busca de una señal. Están pendientes de lo que la gente comenta, sobre todo si lo hace en voz baja. Por mucho tiempo, siguen entrenando como si estuvieran todavía en la montaña. Corren, ruedan por el suelo, se arrastran para no perder tono. La gente de los alrededores se pone nerviosa por eso. Supone que tienen en mente no cumplir los acuerdos de paz. Viven pendientes de lo que hacen, tratan de ver alguna señal que les indique si deben dejar ese lugar. Muchos los reportan a las nuevas autoridades. Los acusan de estar formando un ejército clandestino. Aseguran que no entregaron sus fusiles en el desarme, que se pasean con ellos al hombro en la colonia que les construyeron y les entregaron una vez que bajaron de las montañas. La nueva policía y los observadores internacionales llegan a inspeccionar con frecuencia durante los primeros años. Dicen, para calmarlos, que es algo de rutina. Los habitantes saben que es asunto de la gente del pueblo. No confían en ellos. El sentimiento es recíproco. En el pueblo, no se fían incluso cuando, después de cada inspección, la nueva policía y los observadores presentan un reporte que dice que ninguna arma fue encontrada en la pesquisa. Los pobladores creen que la nueva policía y los observadores internacionales están del lado de los excombatientes. No dejan de espiarlos. Los excombatientes lo saben. Deciden trasladar sus ejercicios al monte, donde la gente del pueblo no los vería y no se pondría nerviosa si no los siguiera para espiarlos con el pretexto de dar de comer a su ganado o de buscar nuevas tierras para sembrar. Con el paso de los años, las denuncias disminuyen, aunque el miedo y la desconfianza persisten. Algunos excombatientes venden la porción de tierra que les quedó. Buscan nuevas vidas en un sitio donde no los conozcan y no los vigilen. Los que se quedan prefieren que sus hijos no suban al pueblo. Prefieren ir a hacer la compra o pasar revisión de salud en otro lugar. Incluso los mandan a otra escuela hasta que descubren que les resulta más caro pagar porque toman más autobuses y desgastan los zapatos más rápido. Entonces comienzan a enviarlos a la del pueblo. Los días de las entregas de notas, los otros padres de familia se sientan separados de ellos. Advierten a sus hijos que hagan lo mismo todos los días de clases. No quieren que nada los haga enojar. Siguen creyendo que tienen armas y que pueden acabar con ellos en cualquier momento. Los hijos piensan que sus padres exageran, pero no bajan a la colonia para excombatientes. Nunca bajan ni buscan novias entre las hijas de ellos, incluso si les parecen muy bonitas, como las cuatro niñas suyas.

Imagen de Inés Laguna Imagen de Inés Laguna

La segunda de esas niñas es la que más se le asemeja. Tiene el cuerpo y el cabello como los suyos a su edad y muchos de sus gestos. También tiene su carácter. Si hubiera estado más grande para la fecha de su viaje, la habría dejado a cargo de sus hermanas con toda tranquilidad. La mayor, en cambio, era el vivo retrato de su papá, pero sin el valor de él o el de ella. Era una niña buena y fuerte que no le hacía feos al trabajo, pero que temblaba ante cualquier amenaza. Más por ella que por las otras fue que decidió pagarle a la señora para que las acompañara durante su ausencia. Aunque le había dicho que no era necesario y le insistía en que podía usar ese dinero para alguna cosa en París, ella sabía que no soportaría la presión de lidiar con un hombre que andaba rondándola en los caminos y le decía, primero, que la haría suya y, luego, que la haría madre de sus hijos. Necesitaba que alguien la acompañara a la escuela o a la milpa. La señora resultaba perfecta para eso pues ese hombre le tenía algo de respeto por ser hija de la mujer que había sido su profesora en la escuela. La tercera de las hijas tenía el rostro de ella, pero el cuerpo de la familia del papá. Todavía no había desarrollado pero se adivinaba que sería la más alta de todas. Era una niña que, aunque sonriente, era capaz de golpear con palos a los niños que la molestaban en la escuela por ser hija de una excombatiente. Había tomado como misión defender a la menor de todas, aunque ella no lo necesitara porque sabía entrar y salir con gracia de las situaciones con otros niños. No había quien se peleara con ella. Resultaba tan simpática que incluso la gente del pueblo la recibía en sus casas cuando salía a pasear sola por el lugar. La invitaban a tomar café y a comer lo que hubiera en las mesas con tal de escucharla platicar de cosas ordinarias que ella convertía en divertidas. También cantaba y bailaba si se lo pedían. Montaba un espectáculo incluso si nadie la veía. No necesitaba público. A la hija que estaba en el otro país, la que los vecinos no conocían, no se la podía imaginar. Las veces que la escuchó por teléfono fue siempre con un intérprete que —le parecía a ella— modificaba los mensajes porque, por momentos, se quedaba callado y decía que no sabía cómo traducir lo que acababa de decirle. El tono de voz le parecía distante y un poco amargo. El intérprete le decía que, comparado con el de la hija pequeña, cualquier tono se escuchaba distante y amargo. Le decía también que era un asunto del idioma, que la gente del país que lo hablaba sonaba toda así, sobre todo por teléfono, que no se confundiera ni se anticipara. Ella intentaba no hacerlo, pero, cuando menos lo sentía, estaba pensando si sería como sus otras hijas, que llegada cierta edad, eran incapaces de salir ni siquiera por el pan si no tenían las uñas de los pies pintadas y el cabello en perfecto orden. Seguro lo habría heredado de ella, que, en plena guerra y metida en la montaña, se las arreglaba para andar bien peinadita. Había conseguido colas de colores que no hacían juego con el uniforme en una población que visitaron. La gente que los atendió después de que ellos les ayudaron en algo le preguntó qué necesitaba, qué quería. Entonces las pidió. Cuando el encargado del abastecimiento le preguntaba qué necesitaba, pedía siempre calzones de colores pastel, como unos que le regaló una extranjera que llegó a verlos al campamento, aunque siempre le entregaban unos negros de lo más simples y la regañaban por ser una vanidosa en un momento en el que el país se encontraba en una situación que exigía la entrega total de cada uno de ellos. Le repetían que el compromiso suponía usar bien los fondos que sus compañeros del sector político obtenían y no gastarlo en superficialidades. Ella le contestaba que su estancia en la montaña era mejor prueba de su compromiso que los calzones y que necesitaba unos muy buenos para seguir en ella. También dijo que necesitaba sostenes. Antes, en su casa, los había rechazado porque no les veía utilidad, pero, con el paso del tiempo y la redistribución de su cuerpo, llegó a necesitarlos, sobre todo a la hora de correr. Ellos no lo entendían porque eran hombres, pero podían preguntarle a cualquier mujer que estuviera en sus mismas circunstancias. Seguro lo hicieron porque, pocos días después, le entregaron dos negros de muy buena calidad, que además traían un adornito con el que ella jugaba en los ratos en los que se podía. El mayor tesoro en su mochila era un espejito que le había mandado su tía, que conocía y entendía sus necesidades. Se lo había mandado con el esposo, que tardó en entregárselo porque no coincidían en los campamentos ni en las zonas de acción. Eso y —más adelante— su afición por las cremas le ganaron la fama de coqueta en los campamentos. Los hombres le hacían burla por eso y las mujeres le conseguían lo que podían para consentirla. Era la niña de todos. Sólo su padre se resistía a alimentarle los caprichos. Las veces que estuvo a cargo del abastecimiento fue cuando ella recibió menos cosas y obtuvo las prendas de la peor calidad. Su padre la quería, pero no podía permitir que lo acusaran de favorecerla. No se lo perdonaría. Ella lo entendía. Nunca reclamó por eso. Para lucir mejor, cortaba flores, por las que él la regañó. Le dijo que podían ponerla en evidencia, echar a perder el efecto que lograban con la ropa de camuflaje que les había costado conseguir, sobre todo en la talla de ella. Esa vez, ella se molestó. Le dijo que ya estaba cansada de vivir de esa manera y que quería regresarse con su mamá a su casa y a su vida de antes. Le dijo también que no le encontraba sentido a lo que hacían en las montañas. Su papá le dijo que era una cobarde. Le dijo también Quisiera tener tu edad… Con qué ganas lucharía para que todos tuviéramos igualdad… Ella sintió vergüenza por la manera en la que él la vio. En adelante, sólo cortó flores para usarlas en los días que estaba en el campamento.

Tomado de Roza tumba quema, Sexto Piso, Ciudad de México, 2018, pp. 37-41. Se reproduce con autorización.

Imagen de portada: Imagen de Inés Laguna