No entender, de Beatriz Sarlo
“Ningún sentimentalismo cheap”
Leer pdfYo no era desobediente, era opositora espontánea. Beatriz Sarlo
Acaso la última de las infamias emparentadas al ejercicio del pensamiento crítico es que resulte necesario que el autor de veras muera para poder ofrecer un panorama acabado de su legado, lo que implica, desde luego, renovadas molestias y acres discusiones. Sin embargo, el hecho de que un escritor deje un libro póstumo —y sobre todo, uno de memorias— vuelve la tarea menos ingrata y marca un sendero para seguir ensanchando, por todos los medios posibles, los pauperizados horizontes de la crítica. Con su último libro, Beatriz Sarlo (Buenos Aires, 1942-2024), una de las mayores ensayistas hispanohablantes, nos recuerda lo esencial y determinante que es cumplir con los deberes.
A pesar de pertenecer a un género literario que aún se encuentra, en nuestra lengua, lejos de alcanzar momentos de esplendor, No entender es una obra sólida y sugestiva, un ajuste de cuentas de la autora consigo misma, sobre todo, desde una perspectiva sociocrítica como la que practicó con excelencia durante tantas décadas en la prensa escrita —vale la pena destacar no sólo lo que significó para varias generaciones la revista argentina Punto de Vista (1978-2008), sino también la presencia permanente de Sarlo en periódicos y suplementos y, desde luego, sus libros formidables—. Un punto esencial para entender la dimensión de Sarlo como creadora de obras de pensamiento es su paso, preponderante desde sus inicios, por el Centro Editor de América Latina, fundado por Boris Spivacow en 1966, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía. La editorial se caracterizó por su enfoque social y concentró sus fuerzas en la difusión masiva de la cultura mediante ediciones de bajo costo y una vastísima amplitud temática; durante sus casi tres décadas, editó más de cinco mil libros. En ese lugar, Sarlo dirigió, junto con Carlos Altamirano, la colección Biblioteca Total, compuesta por cuentos, novelas, autobiografías y obras de ciencias sociales. Sus libros fueron célebres por su portada negra y porque en sus páginas se publicaron por primera vez en español trabajos señeros de sociología de la cultura, como los de Lucien Goldmann, Robert Escarpit, Arnold Hauser y Georg Lukács, entre otros.1
Si bien son sus memorias y vivencias las que guían No entender, Sarlo no pierde nunca de vista su mirada crítica e inicia esta obra con un insobornable parti pris:
No es un libro de recuerdos. Es un libro de recuerdos. Entre estas dos proposiciones se moverá el texto. Son mis recuerdos de otros, procesados por lo que hoy creo saber. La experiencia del pasado siempre es experiencia de otro. Ninguna idea de intangibilidad de la memoria. Ningún sentimentalismo cheap. Atención al peligro de las efusiones subjetivas y la nostalgia nebulosa. Todo es duro y nítido.
Iván Krassoievitch, Escala (Oswald de Andrade), 2023. Fotografía de Fabián Álvarez. Cortesía del artista y de Proyectos Monclova.
No entender es una ventana íntima a una inteligencia bien amueblada, pues Sarlo hizo del conocido mantra de Lezama Lima una profesión de vida: “sólo lo difícil es estimulante”; todo lo que se resiste a ser comprendido entraña por principio un desafío. Al hacer un recuento de su historia como lectora, recuerda que “no era curiosa sino hambrienta”, pues no se preocupaba, entre otras cosas, por saber con detalle dónde se encontraba el río en el que navegaba Huckleberry Finn o los pormenores de la escuela dominical a la que asistía Tom Sawyer, sino que prefería “no detener el avance de la ficción”.
Esa voracidad ecuménica, sustentada en un firme aparato teórico que utiliza con músculo literario las mejores herramientas de Barthes y de Bourdieu, permite aquilatar el tamaño de la figura prácticamente extinta del intelectual como personaje público, un oficio que Sarlo encarnó al salir de la academia. Sobre todo cuando, en la calle, se trenzaba con los conflictos sociales, como ella misma expresa al transmitir su gusto por las manifestaciones y el diálogo con desconocidos. En su opinión: “todo se juega en el presente de la consigna política o del volante y nada en el pasado compartido de quienes ya se conocen”.
Por otro lado, entender la literatura como un sistema de citas que asume la necesidad de la escritura como un lugar de pensamiento nutrido por las herramientas de las ciencias sociales fue definitivo para su perspectiva crítica y para la conformación de todas sus obras. Los libros de Sarlo emplazan a sus lectores a partir de la complejidad social del lenguaje, por ello sus lecturas se encuentran permanentemente atravesadas por conflictos irresueltos que permiten articular nuevas preguntas. Además, acorde con la fecunda tradición argentina, sus análisis fueron de veras transversales, ya que tocaron temas, autores y enfoques tanto canónicos como contemporáneos: de ahí su vigencia entre las nuevas generaciones, así como su irrefutable estatura intelectual.
Con un tono confesional y metódico, Sarlo plantó la brújula de una época, pues en su vida encarnó un cambio de mentalidad. A pesar de los reproches que le hicieron algunos hombres, ella nunca quiso casarse ni tener hijos; al contrario, uno de sus objetivos fue volverse completamente autónoma y alejarse de la institución familiar. Cuando reflexiona sobre su feminismo, opta por definirlo como “instintivo, poco refinado, ignorante [y] brutalista”.
Iván Krassoievitch, Poética Secreta #2 (Agosto 5, 1964), 2024. Fotografía de Fabián Álvarez. Cortesía del artista y de Proyectos Monclova.
No entender se encuentra dividido en cinco capítulos (más una introducción): “Infancia”, “Mi padre: ‘mirar para arriba y para adelante’”, “No entender”, “Lo que rodeó mis libros” y “Tableros, postales y músicas”. Además, cuenta con fotos de su archivo personal, por lo que sus páginas recuerdan el tono de Roland Barthes por Roland Barthes (1975), modelo que ella seguramente tuvo en mente al plantearse su autorretrato. Este elemento hace del libro un objeto entrañable, puesto que, mirando las fotos de una pequeña e improbable Sarlo niña, sus gestos diminutos —cejijunta, mueca seria y expresión adusta, con su eterno puchero que parece su opinión general en contra de la realidad del mundo— proyectan la imagen de una intelectual con todas sus letras (salvo por una foto divina, donde Beatriz tiene unos cuatro añitos y está vestida como niña hawaiana o chiquilla rumbera). Sarlo es dura, demasiado dura con su concepto de la infancia (infans, en latín, significa “el que no habla”); la suya, más que sufrida, pareciera haber sido un estado larvario indeseable rumbo a la edad del discurso, por lo que concibe esa estadía del ser humano casi como una pérdida de tiempo:
Vivía en la luna, ese helado satélite que es la infancia, donde no se entiende nada ni nada se conoce y los esfuerzos son inútiles porque, cuando por fin se llega a entender, ya es demasiado tarde. Nunca es tiempo de aprendizaje, o, mejor dicho, el aprendizaje es siempre tardío, fuera de lugar, porque el lapso entre aprendizaje y realidad siempre resulta demasiado grande. No hay sabiduría infantil, salvo que se profese el culto a la inocencia, de la que es posible desconfiar siempre. Cuando la niña que yo era creyó que había entendido algo, las cosas ya habían cambiado. Eso que aprendió no le sirvió retrospectivamente para reordenar sus recuerdos. Antes bien, los invalidó para siempre.
Este párrafo recuerda aquella frase de Monsiváis que sostiene: “ya que no tuve infancia, por lo menos déjenme tener currículum”.
Definida por el horizonte de la clase social —pero, en esencia, por una concatenación de accidentes más o menos descifrables—, no es nunca del todo claro cuáles son las condiciones, circunstancias y conflictos que determinan una vocación literaria; en especial cuando ésta encarna los vilipendiados bártulos de la crítica. Hasta hace relativamente poco, el valor de la crítica cultural (incluso el del ejercicio literario) estaba fuera de toda duda; sin embargo, la corrosión de la vida cultural, mediada por el abaratamiento de la opinión autorizada y su pérdida de jerarquía, en parte en razón del consumo acrítico en las redes sociales, ha generado un decaimiento de la crítica especializada. Empero, más vale ahorrarse las lágrimas: motivos sobran para ser salvajes.
Iván Krassoievitch, Oda al Burgués (Mario de Andrade), 2023. Fotografía de Fabián Álvarez. Cortesía del artista y de Proyectos Monclova.
En ese tenor, Sarlo demuestra tener perfectamente metabolizado a su Bourdieu: “porque los trasfondos sociológicos definen trayectos y los golpes de suerte sólo suceden dentro de duros límites culturales”. Ella asume, sin culpa, esta crítica frente al acoso de las fantasías familiares, que de una u otra manera instalan al individuo dentro del entramado social a partir de la distancia despectiva impuesta por las diferencias de clase: “Nada de esto, sin embargo, me salvaba de las torpezas sociales y los malentendidos que protagonicé por ser alumna de ese colegio que, para decirlo de una vez por todas, no se correspondía con el nivel económico ni social de mi familia, sino que obedecía a sus ilimitadas fantasías que incluían, en primer lugar, el bilingüismo”.
Libro autorreflexivo que podría glosarse a partir de cada una de sus páginas, sorprende de tanto en tanto con algunas confesiones inesperadas: “Mis objetos eróticos eran oposicionales. Y mi voluntad estaba siempre impulsada, no por la constancia, sino por la impaciencia. Mi padre, que era un alcohólico entregado a su fracaso, entendía esto mucho más cabalmente que los voluntaristas y los proactivos”. No obstante, sus escritos también asombran porque articulan un pensamiento inductivo que va de lo singular a lo general para volver magnificado. Por ejemplo, cuando discurre en torno a la modernidad:
Quizás en ese dibujo haya representado mi primera e intuitiva definición de cultura: un conjunto de incompatibilidades coexistentes, la modernidad. Esta palabra, sobre la que trabajé durante décadas, marcó también mi infancia: “No te hagas la moderna”. Y, en efecto, los “modernos” se hacen, porque las rupturas no son un simple impulso del instinto sino una meditación ciega o luminosa, cuyos manifiestos se escribieron hace ya más de un siglo y la llamada posmodernidad hasta hoy los utiliza con la excusa de devaluarlos.
Sarlo supo hacer del ensayo un conocimiento aplicado en diálogo permanente con la sociología, la literatura, la antropología, el arte, la teoría de la comunicación, los medios y la política. Como consecuencia, entendió el lugar desde el que se ejerce la escritura como un espacio de pensamiento crítico. Muere con ella una época en que la opinión autorizada servía como sostén para jerarquizar la realidad; en su caso, se trata de un ejercicio de honestidad que configura una estética y, principalmente, una ética de trabajo: “No entender fue mi experiencia primera y definitiva. Comencé no entendiendo y, casi enseguida, acepté que ése era el punto de pasaje a todo lo que valía la pena. Convencida de que entender era un trabajo, me acostumbré a que ese trabajo fuera un placer. Ni el camino del arte ni el del pensamiento son una línea recta”. Sarlo, para decirlo pronto y claro, nos recuerda que entre nosotros el ensayo ha sido la condición de la república.
Beatriz Sarlo, No entender, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2025.
Imagen de portada: Iván Krassoievitch, Oda al Burgués (Mario de Andrade), 2023. Fotografía de Fabián Álvarez. Cortesía del artista y de Proyectos Monclova.
Carlos Altamirano, “Cómo empezó todo: la Biblioteca Total del Centro Editor de América Latina”, Eterna Cadencia, 25 de febrero de 2025. ↩