Mensaje desde la estela

Racismo / dossier / Septiembre de 2020

Kamilah Foreman

Traducción de: Virginia Aguirre

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1.

“¿Cómo estás?” es una pregunta paralizante, absurda. El inicio de la mayoría de las conversaciones de alguna forma me ha tomado por sorpresa desde hace semanas. Responder de una manera que tenga sentido indica que aún me reconozco, que no estoy atrapada en un pasado en constante cambio ni agobiada por una sensación inminente de fatalidad. No sé en qué momento me arrojaron del barco de mi vida cotidiana: ¿fue durante la conferencia de escritores a principios de marzo cuando mis colegas del mundo editorial y yo fantaseamos con la idea de hacer cuarentena juntos y nunca volver a casa? ¿Fue ya pasadas varias semanas en confinamiento cuando, como mujer soltera que vive sola, caí en la cuenta de que tal vez no tocaría a otro ser humano por más de un año? ¿Fue después de que millones de personas vieron otro video snuff de un hombre Negro desarmado,1 George Floyd, asesinado por el Estado? Así es como estoy: ahogándome. Al ser una persona cuya identidad se define en gran medida por oposición (no blanca, Negra; no hombre, mujer), a menudo me siento distanciada. Desde el punto de vista ontológico, primero aprendí a conocerme a través de lo que no soy. De hecho, tengo el recuerdo extraordinariamente nítido de estar sentada en el gabinete de una cafetería a los seis años y ver a una niña blanca, rubia, más o menos de mi edad, mirándome fijamente desde la mesa contigua. Más allá de que ella tuviera la curiosidad de encontrar una posible compañera de juego, yo tenía ya los medios para sospechar que tal vez era la primera persona Negra que veía en su vida. Sin importar mis intentos de afianzarme en el presente y ubicarme en el centro, el mundo no cesa de recordarme mi desplazamiento.2 Mi historia está en los asteriscos, las subcategorías, las reservas y las excepciones con respecto a las narrativas y clasificaciones predominantes. Estoy “en la estela”, atrapada aún en el efecto de onda del cisma que irónicamente se denomina el paso intermedio.3 Durante el comercio trasatlántico de esclavos, mis ancestros no fueron sepultados en el mar después de rebelarse o padecer una enfermedad o simplemente como parte de la estrategia del capitán para reducir el peso muerto cuando escaseaban los víveres en el barco. Mi gente sobrevivió en un continente nuevo, hostil, aunque perdiera su nombre, su lengua y a su familia. A lo largo de sistemas sucesivos y concatenados de opresión —esclavitud, apartheid Jim Crow y sus vidas posteriores contemporáneas— yo y el resto de sus descendientes hemos seguido rechazando la violencia psíquica y material de esta alterización, al tiempo que recuperamos y reconstruimos las partes de nuestra herencia que acabaron llegando a estas tierras extrañas.

Plano de la cubierta baja de un barco de esclavos, 1891. The New York Public Library Digital Collections. Dominio público

2.

Mi barrio, Harlem, es una de las zonas de Nueva York más afectadas por el COVID-19. A pesar de la intensa gentrificación de los últimos años, todavía es predominantemente Negro y dominicano y alberga a un gran número de trabajadores esenciales mal remunerados que sostuvieron (y siguen sosteniendo) a la sociedad a lo largo del confinamiento. Durante semanas, pude medir el tiempo por las ambulancias, con mis días salpicados de sirenas; más o menos cada quince minutos, otra alma era acarreada por el río Estigia. A veces pienso que esas personas fueron tal vez las afortunadas, tan enfermas que los paramédicos se daban cuenta de que necesitaban atención inmediata, no las que aparentemente estaban lo bastante bien para quedarse en casa y cuya muerte sólo ha quedado registrada como probable caso de COVID en las estadísticas oficiales.4 Hasta ahora, durante la pandemia en los Estados Unidos, las poblaciones Negra, Indígena y Latina han sufrido tasas más altas de contagio y muerte que otras personas de color y blancas.5 De hecho, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), el organismo de salud pública del gobierno federal, menciona la discriminación como uno de los cinco “factores que contribuyen a aumentar el riesgo”.6 Sin embargo, son mucho más interesantes las recomendaciones de los CDC para mejorar la situación, que incluyen “encontrar formas de mantener la conexión y el apoyo” (no se especifica con quién ni de quién) antes de sugerir que deben distribuirse mejor recursos como “acceso fácil a información, pruebas de detección asequibles y atención médica”.7 Al plantear “lo que podemos hacer”, el “nosotros” genérico —que se refiere a la gente común y corriente, las organizaciones comunitarias, las empresas y no principalmente al propio gobierno— debe priorizar vaguedades tales como tender la mano y conectarse antes que organizarse o cabildear en favor de la atención médica gratuita, un mayor número de médicos con respecto a los pacientes, hospitales mejor equipados, mayor acceso a ensayos clínicos, aumentos salariales o licencias con goce de sueldo en caso de enfermedad propia o de un familiar, todos ellos factores documentados que mejoran las probabilidades de sobrevivir al COVID.8

3.

Tras once semanas sola en mi departamento, saliendo exclusivamente a comprar alimentos una vez cada siete días, fui a mi primera protesta en años contra la brutalidad policiaca. Las fotografías de un Times Square vacío y otros sitios turísticos desiertos en la cúspide del confinamiento desmienten la realidad cotidiana de la gente que pasea a sus perros, recoge sus medicamentos y cuida a los vecinos de edad mayor o inmunocomprometidos. El distanciamiento social es imposible en casi cualquier calle de Nueva York. Aun con mascarilla, todos encarnamos una amenaza, vectores de una entidad no del todo viviente que prospera gracias a nuestra desesperación por un pago, un contacto social o algún sentido de normalidad. No obstante, durante meses, a la vez que me angustiaba en silencio cuando alguien se me acercaba demasiado en la calle, les explicaba pacientemente a colegas o vecinos blancos por qué menos gente usa mascarilla o mantiene el distanciamiento social en comunidades como la mía. Si el racismo limita tu esperanza de vida o aumenta tus probabilidades de pasar el resto de tus días entrando a la cárcel y saliendo de ella, ¿por qué habría de importarte una pandemia? Si políticos, funcionarios o administradores hablan constantemente de volver a una realidad muy diferente a la tuya, ¿por qué hacer caso de cualquier cosa que digan? Hay un trasfondo muy desagradable apenas bajo la superficie: defenderé a los grupos de jóvenes sin mascarilla, a los hombres desempleados o subempleados que pasan el tiempo en las esquinas mientras joden a gente blanca; lo que no quiero es que me molesten a mí.

Lukaza Branfman-Verissimo, My Response to Racism is Anger- Audre Lorde, 2017. Cortesía de la artista

4.

Estuve únicamente una hora en la primera manifestación. Después de décadas de protestas, sé que cuando la policía tiene rodeada a la multitud, sólo puedes ir adonde te dicen, ¿qué caso tiene? Horas más tarde mi exnovio inmigrante me mandó un mensaje de texto para contarme que él y otros habían tomado la West Side Highway, seguidos por helicópteros, antes de dispersarse en grupos espontáneos que se sumaron a otros contingentes por toda la ciudad. Algunos amigos compartieron fotos de gente arrodillándose frente al Museo Metropolitano de Arte, marchando en Times Square, cruzando el puente de Brooklyn. Nueva York había hecho erupción y yo estaba recogiéndome en casa de nuevo, quizás rascándome y viendo programas de reality en la televisión. No voy a mentir: durante una semana me atormentó la idea de estar perdiéndome de algo. Han pasado casi veinte años desde que estuve en una protesta ruda que tomó una autopista importante.

5.

El Ku Klux Klan quemó una cruz en el jardín de mi padre cuando era niño. Mis abuelos habían pagado el impuesto de capitación y pasado la prueba de ciudadanía, por lo que fueron las únicas personas Negras que podían votar en el condado de Marengo, Alabama, hasta que se promulgó la Ley de Derecho al Voto de 1965. Cuando pienso en la supremacía blanca, rara vez imagino el terror de despertarse por un incendio en plena noche, la angustiosa ansiedad de apagar una misma las llamas, lo extraño que sería arrodillarse frente a una cruz en la iglesia al domingo siguiente. Más bien pienso en mi madre, gimnasta en la Escuela Robert E. Lee en Huntsville, Alabama, ubicada atrás en la foto de equipo y vestida con un leotardo de la bandera confederada. La imagino en la viga de equilibrio, a los dieciséis años, toda músculo, con su piel oscura desafiando directamente a la mascota de la escuela, una representación caricaturesca de los traidores que se escindieron de los Estados Unidos para preservar la esclavitud. Mi madre era una auténtica Rebelette.9 Como ella, mi padre era renuente a contarnos de su juventud cuando éramos pequeños, el escozor punzante del gas lacrimógeno mientras marchaba a favor de la integración y el hostigamiento diario que recibía como recompensa. Fue el primer estudiante Negro que asistió a su escuela de bachillerato y se graduó; durante su primer año en esa escuela blanca, comió solo en la cafetería, con las mesas a su alrededor vacías. Cuando jugaba futbol, los padres de sus compañeros, no los adversarios, gritaban: “Saquen a ese negro inmundo del campo”. Mis padres son estadounidenses de décima generación. Si excluimos la sangre indígena en sus venas, ¿quién apostarían que estuvo aquí primero? Para ganar esa discusión, ¿qué documentos es más importante citar: pasaportes, identificaciones militares, certificados de nacimiento, escrituras de compraventa (no como propiedad humana, sino de tierras compradas por gente libre tras la Guerra Civil), registros censales que dan cuenta de los traslados de mis ancestros esclavizados de las ciudades costeras al sureste del país, u otras anotaciones que se remontan al siglo XVIII? Uno de los últimos actos de mi padre antes de morir inesperadamente este verano fue animarnos a su hermana y a mí a digitalizar nuestra historia familiar convencido de que a mí me tocará ver que haya mecanismos de reparación por la esclavitud y tendremos que demostrar nuestra longevidad y nuestra valía.

6.

Hasta mi tercera protesta, no lloré por George Floyd, Breonna Taylor o Ahmaud Arbery, las tres personas cuyos nombres gritamos las primeras semanas. Como la mayoría de la gente, conocía los detalles de su fallecimiento, pero para mí la muerte de gente Negra a manos de la policía no es nada nuevo ni nada por lo que haya que llorar. A menudo desatada por los titulares diarios, la rabia me es mucho más accesible, pero debo contenerla cortésmente durante mi traslado matutino al trabajo. En junio, más de diez personas han sido asesinadas por la policía o su muerte se ha dado a conocer. En años recientes, miles de personas han sido ultimadas y desde 2015 se ha confirmado que más de 900 de ellas son Latinas, por lo que el total probablemente sea más elevado.10 Durante décadas, los Indígenas han tenido más probabilidades de morir víctimas de la policía, una afirmación absurdamente obvia considerando el legado genocida del país.11 Tratando de determinar y verificar el número total de asesinatos cometidos por la policía en los últimos años, encuentro diversos artículos, diagramas y gráficas, muchos advirtiendo del subregistro y las limitaciones de los datos. Me pregunto cómo entendemos todas y cada una de las vidas que nos arrebatan. Me inclino hacia lo sociológico y convierto la violencia y la muerte en una abstracción. Esta compartimentación es una defensa psicológica para mitigar mi dolor como testigo y la sensación de desesperanza en lo que respecta a mi capacidad para lograr un cambio sistémico, derivada también del supuesto de que la opresión se debe cuantificar para tomarla en serio. Las estadísticas, no las historias personales, relacionadas con el racismo parecen tener el mayor peso a la hora de exigir verdad. Lo que me impulsa a salir a la calle es aumentar las cifras, pero en la práctica mi cuerpo está componiendo otra historia, una iterativa, escrita paso a paso por un colectivo de extraños que grita un coro de protesta. Estas marchas encarnan en los manifestantes varios significados de velar, “celebrar rituales que expresan el duelo y el recuerdo” y “estar despiertos y, también, conscientes”, todo fluyendo como el efecto del movimiento en el agua.12 Además, cuando los organizadores cambian de táctica e improvisan rutas para marchar, encarnan el mantra de los manifestantes en favor de la democracia en Hong Kong: seamos como el agua. A pesar de la emoción de la acción comunitaria y los posibles enfrentamientos con la policía, cuando las endorfinas y la adrenalina se disipan, estoy exhausta. ¿Cuántos años más recorreré mi ciudad entonando “Manos arriba, no disparen” o gritando los nombres únicamente de las personas con los asesinatos más memorables, cuyos agresores siguen en libertad a pesar de los años de clamor público? En su novela trans(re)lating house one, Poupeh Missaghi escribe

¿Por qué hemos de resucitar a quienes han muerto?… Si las historias de los cuerpos ya se contaron, ¿por qué contarlas otra vez?… ¿De qué se trata relacionarse con ellas de nuevo?… ¿Volverlas a contar en forma de arte, en el cuerpo de una historia, cambiará el significado, la transferencia, el impacto?13

Por años me burlé de los ensayos, a menudo escritos por gente de cierta clase, que citan la frase absurdamente trillada de Joan Didion: “Nos contamos historias para poder vivir”.14 No, algunas historias se cuentan para mantener vivas a las personas, para iniciar un ajuste de cuentas con un Estado asesino. Quiero afirmar que en esta pandemia he sacrificado mi propio cuerpo para “relacionarme con ellas de nuevo”. Sin embargo, cómo y con qué frecuencia cuento estas historias tiene límites y, a la fecha, no sé de nadie que haya vivido porque volví a contar la historia de alguien más. Desde luego, nadie puede probar una situación contrafáctica, ¿pero puede alguien probar que yo haya generado algún efecto?

7.

En abril todos nos reíamos cuando nos preguntaban. ¿Cómo describir con precisión el tedio, la soledad, la irritación con los seres queridos, la ansiedad? El tiempo se prolongó a los días interminables de la juventud. Después de agotar todos los compromisos y actividades posibles (noticias, trabajo, platos, Instagram, noticias otra vez, ropa, libro, revista, Twitter, crucigrama), a veces me pillaba mirando por la ventana un muro de ladrillos. Cada mañana me traía un regalo momentáneo: como una niña, me despertaba sorprendida de estar en cama y de que hubiera finalizado el día anterior, y por unos preciosos segundos, me animaba la perspectiva energética de un nuevo día. Hasta que me acordaba. ¿Cómo estaba? En llamadas con la familia, los amigos y los colegas, empezaba declarando “Ahora estoy bien porque estoy hablando contigo” y casi podía oír a la otra persona sonreír. Por un momento fugaz en ese estrecho lapso para conectarse, el aturdimiento amainaba.

Lukaza Branfman-Verissimo, Own Touch Power, 2018. Cortesía de la artista

8.

Yo trabajaba en el Museo Metropolitano de Arte, a unos cinco kilómetros de mi departamento. Mi primer día fue en enero y hacía -12ºC afuera. Empecé a caminar, para tratar de tomar el autobús una parada más adelante, y así comenzaron cuatro años de ir al trabajo diario a pie. A una mujer Negra no se le permite pasearse, vagar alegremente por las calles, tentada por los atractivos comerciales de la ciudad. Tal vez parecía que todos los días pasaba yo flotando al lado de las esculturales casas de arenisca roja a lo largo del estrecho bulevar en el tramo residencial de la Quinta Avenida, pero no. Harlem es un barrio en el que te dicen cosas al pasar, en concreto hombres que gritan a mis espaldas, a menudo preguntando cómo me va, supuestamente para flirtear, pero sobre todo para recordarme que mi cuerpo es para consumo público. Suelo ignorarlos, a sabiendas de que rechazar sus insinuaciones podría costarme la vida. Después de cruzar la Calle 110, entraba en un espacio liminar: justo afuera del Harlem (Negro), en la orilla oeste del East Harlem (o Harlem Español) y justo al norte del predominantemente blanco y extremadamente rico Upper East Side, donde se ubica el museo. En ese limbo, pasaba de la hipervisibilidad a la invisibilidad. Se suponía que mi cuerpo (y mi yo), que ya no era un objeto en exhibición, tenía que ocupar menos espacio, como correspondía a mi peldaño inferior en la jerarquía social. Cuando eres la única persona Negra en espacios blancos, la manera más fácil de sobrevivir, es decir, de vivir sin sufrir daño o meterte en líos, es hacer que tu raza desaparezca hasta que resulte conveniente. Yo hago sentir cómoda a la gente blanca contorsionándome hasta volverme un personaje más afable y relajado de lo que me siento al ser la persona distinta en el grupo. Con ello no quiero decir que no soy mi yo auténtico, sino que más bien me pregunto qué significa la autenticidad en un mundo que exige que constantemente esté ajustando mi negritud para lograr una presentación óptima. Ajusto, eso hago. La clave para un cambio de registro exitoso es desplegar la negritud en los momentos oportunos. La gente blanca parece sentirse más cómoda cuando se siente incluida en mi negritud, digamos, cuando me expreso de manera coloquial o confío un incidente basado en la raza que implica directamente a alguien más, no a quien me escucha. Sólo puedo especular si se sienten absueltos de su propio racismo o si compartirles algo que en principio debe mantenerse fuera de ciertas esferas —la negritud sin cortapisas— les inspira un sentimiento de cercanía conmigo que, para ser franca, a menudo no es recíproco. Tal vez ambas cosas. Esta regresión temporal de mi desarraigo no significa dar una vuelta rápida a la válvula y liberar la presión constante para ser perfecta, de modo que no arruine futuras oportunidades para la siguiente persona Negra. Más bien es otra tentativa de mantenerme a salvo. Parezco más real si sobre todo escondo mi negritud y la revelo selectivamente.

Lukaza Branfman-Verissimo, I’m Darker, 2018. Cortesía de la artista

9.

Aparentemente, “cómo estás” es lo que preguntamos al inicio de un encuentro, pero puedo decir que algo había cambiado. Mi terapeuta diría que mi insistencia en que mis compañeros de trabajo blancos habían cambiado es una proyección. Cuando no parecía un deseo lascivo de ver el dolor de gente Negra, su curiosidad sobre cómo me estaba yendo en los primeros días de las protestas a su vez inspiró un cambio en mí. Al horror que les causaban los helicópteros en busca de saqueadores en sus barrios, respondía que lo anormal para ellos era lo normal para mí: cientos de miles de dólares de equipo policial a la vista —montones de camionetas estacionadas en las intersecciones, torres de vigilancia móviles, reflectores que alumbran toda la noche esquinas presuntamente peligrosas, pero también a cada persona, cada cosa, cada departamento que se atraviesa en su camino— anuncian que he salido de los barrios ricos en los que siempre he trabajado y estoy por llegar a casa. Antes del Gran Despertar, es decir, el resurgimiento más reciente de la organización y las protestas antirracistas, rara vez me sentía cómoda señalando las diferencias radicales en los términos básicos de mi existencia frente a los de estos conocidos del ámbito profesional. ¿Habían cambiado? No puedo estar segura, pero sí sé que los arrestos masivos todas las noches volvieron socialmente aceptable que dijera mi verdad sin temor a que mi experiencia fuera negada o desestimada y que, con sólo escucharme, mis colegas demostraron que les importaba.

10.

Para entretenerme de marzo a mayo, a pesar de mi depresión relacionada con el COVID, me obligué a leer The American Slave Coast: A History of the Slave-Breeding Industry para ayudarme a satisfacer un deseo de largo tiempo atrás: entender mi condición de estadounidense, de manera muy literal, ¿cómo llegué aquí? Mi gente fue obligada a viajar a esta tierra de inmigrantes, según se describe a sí misma, en calidad de carga, de objetos para venta. A diferencia de otras partes del mundo donde se hacía trabajar a los esclavos hasta morir antes de que pudieran reproducirse en número suficiente para mantener esta clase de trabajadores permanentemente atada a un contrato, nuestra servidumbre maligna, inhumana, continuó por generaciones, a través de la violación masiva de mis antepasadas y las numerosas tácticas que usaban los amos para invertir en su propiedad dando cuidados mínimos, como permitir que las esclavas trabajaran menos, para asegurar la supervivencia de sus futuras mercancías, es decir, niñas y niños.15 Los registros genealógicos muestran claramente que mi tátara tátara tátarabuela le llevaba diez años a su hija, cuyo hijo rubio y de ojos azules pero orgullosamente Negro, mi primer ancestro matrilineal directo nacido después de la Guerra Civil por la esclavitud, es la persona a la que honramos cada año en las reuniones familiares.

11.

Pero sí lloré. Cuando marchábamos cerca de los proyectos de vivienda de interés social (o, en esta nueva realidad, torres de muerte por COVID), los residentes abrían sus ventanas, sonaban cacerolas y nos vitoreaban. Marchar en solidaridad y gritar “No puedo respirar”, las desesperadas últimas palabras de Eric Garner, Cecil Lacy Jr., George Floyd, Carlos Ingram Lopez y otros a quienes nos resulta imposible conocer, es perverso. (Menos perverso, sin embargo, que la policía que viola el Convenio de Ginebra y arroja gas lacrimógeno a los manifestantes en medio de una pandemia causada por un virus que ataca los pulmones.) Ya fuera ironía o la reacción natural de mi cuerpo al trauma, yo misma no podía respirar. Era como inhalar agua una y otra vez. Llorando tras una mascarilla de tela, me ahogaba con mis palabras, angustiada por personas por las que no me había dado cuenta de que marchaba hasta que insistieron en participar a la distancia. Me atormentaban, no los muertos, sino sus representantes vivos.
Gritar una consigna es externalizar una respiración colectiva. A medida que las protestas continuaron, logré respirar con más facilidad, no sólo en solidaridad con quienes me rodeaban y con las personas a las que no podía ver o imaginar, sino también por mí. No obstante, ¿cómo estoy? Semanas después, aún me avergüenza mi sorpresa ante esas cacerolas que resuenan.

Imagen de portada: Lukaza Branfman-Verissimo, Our People Should be Prioritized, 2019. Cortesía de la artista

  1. La autora escribe “Black”, con mayúscula inicial (como se escriben, por ejemplo, las nacionalidades en inglés), lo que para mí es una clara intención de estilo pues contrasta con “white”, que escribe siempre en minúscula. Resulta ajeno al uso en español, pero opté por seguirla para no diluir el contraste que ella marca. Lo mismo ocurre más adelante con “Musulmanes”, “Judíos” y “población Indígena y Latina”. [N. de la T.] 

  2. A su vez, eso me recuerda cómo induzco y reproduzco sistemas de opresión sobre otros, y también los desplazo. No soy la aliada que quiero ser con los queer, las personas con discapacidades, los Musulmanes, los Judíos, los inmigrantes, más otras incontables personas e intersecciones entre ellas. 

  3. Christina Sharpe, In the Wake: On Blackness and Being, Duke University Press, Durham, 2016. 

  4. “COVID-19: Data”, NYC Health. Disponible aquí

  5. Las estadísticas más recientes se pueden consultar aquí

  6. “Consideraciones sobre acceso igualitario a la salud y grupos de minorías raciales y étnicas”, CDC, actualizado al 24 de julio de 2020. Disponible aquí

  7. Ibid. 

  8. Brian M. Rosenthal, Joseph Goldstein, Sharon Otterman y Sharon Fink, “Why Surviving the Virus Might Come Down to Which Hospital Admits You”, New York Times, 1 de julio de 2020. Disponible aquí

  9. Rebelette se refiere a las chicas del grupo de animadoras del equipo de la Escuela Robert E. Lee en Huntsville, a la que asistió la madre de la autora. [N. de la T.] 

  10. Julissa Arce, “It’s Long Past Time We Recognized All the Latinos Killed at the Hands of Police”, Time, 21 de julio de 2020. Disponible aquí

  11. Stephanie Woodward, “The Police Killings No One Is Talking About”, In These Times, 17 de octubre de 2016. Disponible aquí

  12. C. Sharpe, op cit., p. 21. Sharpe también relaciona wake [palabra con múltiples sentidos: estela de una embarcación, despertar, velar] con el sentido de “la línea de mira de (un objeto observado); y (algo) en la línea de retroceso de (un arma)”. 

  13. Poupeh Missaghi, trans(re)lating house one, Coffee House Press, Minneapolis, 2020, p. 87. 

  14. Joan Didion, The White Album, Simon and Schuster, Nueva York, 1979, p. 11. 

  15. Como escribió Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos: “Considero que el trabajo de una mujer apta para procrear no es importante y que un niño criado cada dos años es más lucrativo que la cosecha del mejor de los peones”. Thomas Jefferson a Joel Yancey, carta, 17 de enero de 1819, citado en Sublette, American Slave Coast, p. 415.