Lo que cabe en un paréntesis

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Piedad Bonnett

Hiro Onoda fue un oficial del Ejército Imperial japonés asignado a Filipinas durante la guerra, que después de la toma de la isla por los norteamericanos se refugió en las montañas con tres de sus soldados. Onoda nunca quiso creer en los volantes que lanzaron desde el aire y que decían: “La guerra terminó el 15 de agosto de 1945. ¡Bajen de las montañas!” No sólo pensó que era una artimaña para atraparlos —Japón, según él, nunca se rendiría ante Estados Unidos— sino que, fiel al mandato de sus superiores que le habían ordenado no claudicar, persistió pertrechado en los bosques durante casi treinta años, sobreviviendo como podía, hasta que un mayor apellidado Taniguchi lo ubicó, lo convenció de que ya no había guerra y lo llevó de vuelta a Lobang. Durante estos meses de pandemia he tenido una fantasía de terror: que, como Hiro Onoda, una vez nos anuncien que la vida ha vuelto a ser lo que era antes, nos neguemos a pensar que el coronavirus desapareció de la faz de la tierra, y nos quedemos confinados eternamente, no sólo por miedo, sino por haber asumido ciegamente el mandato imperioso de las autoridades, que han aprovechado para legislar minuciosamente sobre cada uno de nuestros movimientos, valiéndose no sólo de la persuasión sino de la amenaza.

La muerte está en otra parte

El 18 de marzo la alcaldesa de Bogotá, con ánimo previsor que ha hecho que hasta ahora el contagio avance lento, anunció un simulacro de confinamiento de cinco días. Soy una persona que gusta de la soledad y el silencio de mi casa, y sin embargo, la perspectiva me horrorizó. Después entendí que lo que no podía soportar era la prohibición. Como muchos, hui de la ciudad y me refugié en la finca familiar, donde tenía garantizado aire libre y naturaleza. En una maleta mínima metimos un vestido de baño, unas sandalias, ropa cómoda y libros. Yo llevé también un abultado cuaderno de notas que siempre me acompaña e implementos para dibujar. A punto de terminar el simulacro, el gobierno anunció que la cuarentena ficticia se volvía real y duraría quince días más. Ante la desesperación de los que habían desacatado la orden de no salir de la ciudad, abrieron una ventana de unas pocas horas para regresar. Mi marido y yo, sin embargo, decidimos quedarnos en el campo. Quince días de vacaciones inesperadas no nos caerían mal, máxime que el municipio estaba —y sigue estando— libre del virus. Los quince días iban a convertirse en cinco semanas.

Ayer, hoy y mañana

Una vida se estructura alrededor de recuerdos. Si no hay hechos diferenciados, experiencias de una cierta intensidad, nuestra memoria se debilita. En 1962 Michel Siffre, un científico y explorador francés experto en espeleología, pasó dos meses encerrado en una cueva, sin reloj y sin ver el sol. Dormía y comía cuando su cuerpo lo necesitaba. Como no le sucedía nada, su memoria sufrió un deterioro tal, que llegó un momento en que no recordaba ni siquiera lo que había comido el día anterior. El tiempo se había convertido para el en un bloque brumoso, sin señales ni fisuras. Es una experiencia extrema, lo sé, pero no tan distante de la que estamos viviendo: en esta cuarentena infinita, en confinamiento casi total, es difícil discriminar recuerdos. Lo que en mi cabeza se impone, pues, cuando pienso en esas cinco semanas en el campo, es la presencia exultante de la naturaleza. Lo que en otras estadías había sido para mí mero paisaje, un hermoso telón de fondo, fue haciéndose cada día más revelador, como si mis ojos fueran ahora lupas que me permitieran amplificar plantas, flores, hongos, atardeceres. Algo —tal vez la intuición de un futuro de encierro prolongado— me hacía regodearme en la belleza de cada cosa, como si quisiera fijarla en la memoria. Sin proponérmelo, y ya que el mundo parecía haberse detenido en un presente eterno, mi mirada se había vuelto contemplativa. El fotógrafo James Cifford declaró: “Le tomo fotografías a lo que no puedo poseer”. Y eso mismo comencé a hacer yo: a llevar un inventario fotográfico de las maravillas de la naturaleza. Un inventario inútil, seguramente, porque lo que esas fotografías pretendían comunicar era una vivencia intransferible. Es impactante recordar que esa misma naturaleza derrochadora de formas y colores, que parece responder a un orden sabio, también engendró el coronavirus. Como no había llevado computador, empecé a escribir en un enorme cuaderno que conseguí, no sin dificultad. En Bogotá había dejado una novela muy adelantada, pero no me pareció buena idea continuar con ella. Hoy por hoy, después de años de usar el computador, la escritura a mano —algo que hice durante años cuando me iniciaba como poeta— sólo logra producir textos provisionales, primeras versiones que luego deberán enmendarse digitalmente. En cambio, sucumbí a la tentación de escribir un texto autobiográfico. Fui una niña y una adolescente enfermiza, y de mis males de aquellos años me quedaron secuelas para siempre. Ahora, asediada por las noticias de las muertes en torrente por coronavirus, empecé a rememorar mi experiencia con la enfermedad. La tinta empezó a correr sola, de manera natural, como si hubiera estado esperando este momento toda la vida. Me instalé en el pasado para sobrellevar un presente sin modulaciones, y con la convicción de que escribir es ya un acto de fe en el futuro. Sin embargo, mientras escribía empecé a echar de menos, de manera casi angustiosa, mi biblioteca.

Afuera, adentro

El coronavirus está afuera, buscando un adentro. Las autoridades, concentradas en prevenir el caos también están afuera, conminándonos a estar adentro. Y nosotros, adentro, midiendo los riesgos, entre el deseo de libertad y el miedo.

Desobediencia

El gobierno de Colombia, una vez declarada la cuarentena, prohibió todo tránsito por las carreteras municipales, salvo el transporte de carga; la alcaldesa del municipio donde estábamos, haciendo gala de ese autoritarismo al que invitan los estados de emergencia, ordenó bloquear los accesos al pueblo con enormes montículos de tierra y piedra, en un gesto bárbaro que obligaba a dar un rodeo y a desplazarse por una sola vía militarizada, única salida para Bogotá. Volver parecía imposible. De nuevo, la sensación de atrapamiento por decreto empezó a causarme un malestar que amenazaba con volverse ansiedad. Estaba encerrada en campo abierto. Frente a autoridades como Hiro Onoda, que obedecen ciegamente las órdenes superiores, no hay argumentación posible. Explicar a un policía o a un soldado que simplemente queríamos abandonar aquellos parajes para ir directamente a nuestra casa, puerta a puerta, no habría servido de nada. Había que inventar una historia, y ese es mi oficio. Se la contamos a los grupos de militares armados que nos iban deteniendo en la carretera. Digamos que el final fue feliz, si es que puede hablarse de felicidad durante una pandemia. Previsible: en un país violento una pandemia será tratada como una guerra.

Aquí

Nunca fue tan certera como en estos días la metáfora del tiempo como un río. A veces los días nos arrastran como una corriente incontrolable, otras nos ponen a girar en remolinos, y a menudo encallamos, como cuando nos absorbe, inmisericorde, la realidad doméstica.

Hambre

Voracidad es el mal del que sufro ahora. Consciente de que la vida me está dando tiempo —tal vez, incluso, para sobrevivir al coronavirus— estoy en ánimo devorador. Quiero que se acabe la pandemia. Quiero volver a abrazar a los que quiero. Pero ahora que han abierto puertas ya no me apetece salir. Ensayo a ordenar la biblioteca. Releo La enfermedad y sus metáforas. Vuelvo a Byung Chul Han y a Berardi. Trato de llegar a la poesía. Escribo y leo, leo y escribo. Me detengo a ver series cuando siempre he odiado ver series. Doy charlas por zoom. Y como y bebo como si se fuera a acabar el mundo. “La experiencia apocalíptica es lo contrario del aburrimiento”, escribe Amélie Nothomb, la autora que mejor ha descrito cómo la ansiedad fácilmente se transforma en hambre. A veces me parece que estoy viviendo en la caverna platónica. A veces temo que, como Hiro Onodo, no quiera (o no pueda) volver al mundo.

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Imagen de portada: En el interior de la caverna. Fotografía de Howard Ignatius, 2015. CC