dossier Chile: Literatura JUL.2025

Paulina Flores

Aorístico

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9 de abril


Un final: Javier abrió la ventana y se quedó cerca, de pie, y dijo que había tomado una decisión. Se sobreentendía que hablaba de nosotros, porque la relación que teníamos era de lo que más conversábamos. Tema principal, favorito y casi el único en común. Lo que estaba haciendo yo sentada ahí en el balcón, antes de que él llegara, era fumar un tabaco y mi respuesta fue asentir con la cabeza, simplemente, porque de verdad comprendí que sería la última vez que terminaríamos. No como si todas las otras hubieran sido ensayos para un final definitivo, sino porque éste parecía el correcto. Nos quedamos en silencio y luego nada cambió: una tarde tranquila al aire libre se transformó en una noche tranquila. No nos despedimos, no llovió. Tampoco nos mudamos, seguimos conviviendo en el mismo piso como expareja. Creo que en parte se debe a que desde el principio nos gustamos así, irresolutos. ¿O es que acaso lo disfruté? Que la destrucción no tuviera que ser dramática brilló con la atracción de las cosas nuevas. La explicación que le daba a mis amigos —porque ellos me la pedían, porque eran ellos los que consideraban que no era un acuerdo recomendable de separación ya que, en términos cotidianos y domésticos, de espacio como medida física, la distancia no existía— fue el sistema inmobiliario de Madrid, su negocio fraudulento. Y que somos pobres. Dos chilenos en España sin red de apoyo familiar. Pero por muy ideológicas que fueran mis razones, tontamente profundas en el sentido de que daba a entender que necesito una revolución que acabe con el capitalismo para dejar de sufrir por amor, no convencí a ninguno. “Es que en este país la gente apenas sale a marchar…”, insistía. Mis amigos se encogían de hombros y me observaban, por suerte, con más cariño que preocupación. Pero es cierto, queda feo relacionar contingencia socioeconómica con vida personal. Quizás por eso empecé un diario de vida. Y definitivamente fue la razón de que me alejara de mis amigos. Sé que Javier no me dijo toda la verdad sobre su decisión. Cederme la cama doble para trasladar sus cosas al cuarto pequeño que usábamos como estudio confirmaba una especie de remordimiento. No sé qué pensó él y nunca lo supe; en cuanto a eso, el final fue definitivo.

Juana Gómez, Colaboración simbiótica, 2020. Todas las imágenes son cortesía de Galería NAC.

​ ¿Es esto un diario de vida? ¿Seré capaz de exprimir mis emociones o usar verbos en presente? Escribo desde el pasado, como haría con cualquier historia. Si es un diario de vida, lo es sobre todo porque encontré un sitio para estar a solas. No me refiero a esa idea del lenguaje como un territorio donde acampar, sino a que, literalmente, el tiempo se transformó en un lugar. Poco después de que Javier terminara conmigo y no ocurriera nada, la comunidad de vecinos acordó, junto con el ayuntamiento, que ya era hora de refaccionar la fachada interior del edificio donde vivíamos. Claro, pensé, el mundo no se va a quedar de brazos cruzados viendo cómo él y yo nos hacemos los tontos en una versión romántica de suspensividad; el mundo va a escupirme la destrucción de mi hogar en la cara para que así, al menos, tenga una expresión plástica. Es el tipo de cosas que el mundo hace en situaciones como ésta, busca tu mirada. Te observa directo a los ojos y te reta a jugar el que pestañea primero pierde. El mundo es el Mundo y tú, una simple diseñadora gráfica, así que te quema los ojos. El asunto fue que pusieron andamios de metal, tapiaron con mallas hasta el séptimo piso y taladraron mañana y tarde. El balcón donde yo fumaba, y escenografía del fin de la relación más importante de mi vida, se llenó todo de un polvo blanco. Con todo me refiero a las pertenencias de los dos: un hibisco, un cactus y otras plantas verdes, sillas, muchas cajas inútiles de distintos materiales y basura tecnológica que nos negábamos a reciclar desde hacía años (el ánimo, evidentemente, no estaba para seguir la recomendación de vaciar los balcones y quedó todo arrumbado). La primera vez que lo vi fue escalofriante; al salir quedaba registro de mis huellas blancas y a las horas ya habían desaparecido misteriosamente. Sí, lunar. Sí, etérea, de ciencia ficción. El planeta, en algún punto cronológico de su basta historia, se había convertido en esa zona desértica y enigmática de mi departamento. Una tierra amenazadora porque evidentemente en el balcón se desdibujaban las leyes de la física para desprenderse con violencia del tiempo presente. El presente que avanza sin compasión ocurría dentro del piso donde convivía con mi ex; lo que aún no descubría era si La Zona (así llamé al balcón) correspondía a una temporalidad pasada o futura. ¿Desafiaba la realidad desde la profecía postapocalíptica o desde un espacio primitivo interestelar? El pasado y el futuro pueden parecerse bastante: en cualquiera de los dos, yo estoy muerta.

Este diario de vida pretendía seguir los ejes temáticos del canónico escritor checo: relación conflictiva con el padre, contienda con la culpa y los sentimientos por un hombre con el que no logré casarme.


​ “Caótica, arenosa e incierta, ¡qué a gusto se está aquí sentada en La Zona!”, me dije una tarde. Ideal como telón de fondo para mis sesiones de autoterapia. ¿Se entiende si explico que antes de escribir un diario de vida se me ocurrió utilizar el mismo cuaderno en limpio para analizar yo solita mis patrones inconscientes, conducta y sueños? Por supuesto, previo a esos dos paliativos, quise hacer terapia con un profesional. Lamentablemente, salía muy caro: 65 euros semanales (hora al psicólogo público me dieron para dentro de casi un año). Aunque ahora suene lúcida, lo cierto es que durante los primeros meses tras la ruptura me sumí en la desesperación. Bajé quince kilos y cambié el timbre de la voz. En la espalda me brotó un eccema difícil de rasguñar. Y una mañana desperté con una ampolla en el muslo que fue transformándose en un cráter de pus cada vez más profundo. La posibilidad de que la herida se expandiera por mi cuerpo me ilusionó durante semanas. Parasuicidio. Sabía de la existencia del concepto, pero nunca creí que me pasaría a mí. Tanto mi apasionamiento como mi curiosidad eran impulsados, generalmente, por el optimismo, así que además de las ideas suicidas en sí, también me dio pena tenerlas al pie de la letra, sin hipérbole o metáfora de por medio. ¿Cómo cortarse las venas sin morir?, gugleé. Llegué a la conclusión de que sólo podría hacer de la muerte un gesto con ese método. Cuando pierdes sangre sientes sed y la sed me gusta mucho. El problema fue cómo comunicar cortésmente el dolor. ¿Quién va a limpiar la sangre? Y que no me gustaba que Javier pensara que estaba tratando de llamar su atención. Imaginé mi muerte de la misma forma en que soñaba con ganar la lotería a los veinte años: durante el trayecto de un bus era capaz de distribuir cada peso en una compra específica con gusto y absoluta seriedad, pero jamás hice ningún esfuerzo por comprar el boleto de la suerte.

​ Suicidio consumado. Al aplicarse a una persona, el adjetivo se refiere al grado de excelencia que ha alcanzado en su oficio o especialidad. Por ejemplo, “un bailarín consumado”. En el caso de las autolesiones funciona como con el matrimonio, es un acto destinado a ser letal y también es común llevarlo a su totalidad en la cama. Durante la peor crisis nerviosa no hice ningún chiste al respecto, calculé que si un bailarín salta mucho para alcanzar la perfección, yo debía protegerme en la inmovilidad, aunque fuera quedándome tirada en medio de la sala con las piernas apoyadas en la pared para que quedara raro caminar hacia otro lugar que no fuera el techo. Invalidé artificialmente mi cuerpo con cerveza y dia­zepam mientras lloraba escuchando un pódcast científico sobre la historia de los cazadores recolectores.

Hilvanar, 2020.

​ Ésa fue la forma barata de metabolizar el dolor (cuarenta pastillas por 65 centavos de euro, cada cerveza a 85), pero no quise que el plan funcionara porque los ansiolíticos a la larga te hacen adicta y tampoco me atraía la perspectiva de ser alcohólica. Pasé tres meses más así, inanimada. El dolor siguió sin parecerme algo vulgar, pero pensé: bueno, ¿y si te haces terapia tú misma? Date una hora a la semana en La Zona para prestar atención a tus circunstancias, ordena la amalgama que tienes en la cabeza y anota los puntos principales en esa libreta que te regaló tu hermana. Para mayor esclarecimiento y rigurosidad, acompañaría mi análisis con lectura de ensayos escritos por especialistas en psicoanálisis, sexología, budismo tibetano y mindfulness. Entré a la biblioteca de Vallecas con una lista inicial de siete libros, pero me quedé pegada en la sección de Biografías, Cartas y Diarios de Vida. Entonces fue que volví a cambiar de opinión.

​ Que el plan original no era muy ortodoxo, eso saltaba a la vista. Además, hacerse autoterapia para trabajar la herida original de la psiquis sonaba muy pomposo. “Escribir un diario de vida”, todo este mundo con el corazón roto (ya sea por un amor o el fascismo tecnológico) lo aceptaría. Y por cierto que no estaba segura hasta qué punto me atrevería a analizar mis conductas cuestionables de forma metódica y distante o, por si no ha quedado lo suficientemente claro, lo mucho que estaba sobreestimando mi inteligencia. En cambio, registrar mis dispersas observaciones y hablar conmigo desde mi interior y en secreto sí que podía hacerlo. Algo bueno de escribir un diario de vida es que nadie te exige ser la mejor escritora de diarios de vida de tu generación. Y, según entendí, el género requiere una escritura impremeditada, sin voluntad de estilo, ya que la imperfección hace que parezcas sincera. Iba a ser fácil, porque nunca había escrito uno. Tras consultar varias contratapas, ganó el diario de Franz Kafka. Me fascinó aquello de “rendición de cuentas de una intensidad casi insoportable”. Y me convencí de tomar como modelo su volumen de ochocientas páginas tras abrir y leer al azar:

Domingo, 19 de junio de 1919. Dormido, despertado, dormido, despertado, qué asco de vida.

​ Franz era parecido a mí: también odiaba los domingos.

​ Kafka tiene nombre de personaje de un cuento de Kafka: significativo, autorizado, inolvidable. Yo me llamo Natalia Gutiérrez. Aparte de anodino, aquí escrito resulta infantil; dos palabras que de tan repetidas en la lista de clase confunden a un profesor mal pagado, a cualquier profesor, aunque por esa misma confusión, quizás, proclive a ser pesadillesco. Un nombre que es la copia de la copia, clon reproducido al infinito, tan ordinario como abierto a una insospechada y cotidiana irrealidad. Nati, este diario de vida pretendía seguir los ejes temáticos del canónico escritor checo: relación conflictiva con el padre, contienda con la culpa y los sentimientos por un hombre con el que no logré casarme. Buscaba rememorar mi relación con Javier para hacer inteligible qué había fallado, que faltó, pero entonces comenzó otra historia.

Constructal 4 [díptico, lado izquierdo], 2020.

8 de abril


Hoy conocí a alguien.

​ Estaba fumando el primer tabaco de la mañana en La Zona. Meditando qué pondría en mi diario de vida (no puedo transcribir todo lo que se me pasa por la cabeza porque al rato se me cansa la mano y me trae el recuerdo, malo, de horas y horas de clases dictadas en el colegio). Pensé en el ciruelo que cortó mi papá para librarse de limpiar los frutos y me resultó muy difícil comprender que alguien hiciera algo como eso: cortar un árbol. ¿Acaso mi papá quería mandarle un mensaje al Mundo?, ¿porque también lo había retado a jugar el que pestañea pierde? Por supuesto, entonces era otra época: un hombre cortaba un árbol y los propios bomberos de la población le prestaban las herramientas. Nadie pensaba en bosques incendiados o deforestación… Lo segundo que reflexioné fue que estoy cansada de pensar en precios. Repetí: estoy muy sola y llevo demasiados días caliente (no obstante, ¿cuánto es poco o demasiado para estar caliente?). Me masturbo pensando en Javier antes de que vuelva de la oficina. La fantasía es que entra en la pieza y me exige que me vaya de la casa y luego terminamos culiando. He tenido dos sueños al respecto, ambos igual de confusos y, por eso mismo, tan realistas. Me pregunté si quizás apenas salgo del departamento para evitar conocer a alguien de quien enamorarme. Me pregunté si vivo con él para no enamorarme de alguien más. Ni sexo ni horizonte de emancipación, sólo una malla de plástico a la vista. Javier finge muy bien que soy invisible, casi mejor que yo. ¿Vale la pena escribir en mi diario que mi padre cortó un árbol de ciruelo? Entonces aparecieron dos chicos de la construcción caminando por el andamio frente a La Zona. Me saludaron, los saludé. Con el albañil mayor ya nos conocíamos e insistió en su recomendación de que fumar hace mal para la salud. El más joven respondió en mi nombre: “siempre se pierde algo” o algo que sonaba igual de sencillo y estricto, algo que diría un monje taoísta después de reír de buena gana, aunque él parecía más bien huraño y luego me pidió fuego. El albañil mayor puso música y comenzó a trabajar, el joven prendió un cigarro y se puso a conversar conmigo. Mencionó algo sobre unos ovnis, pero no me impresionó porque me he dado cuenta de que la ufología es tema recurrente entre personas de lo más normal. Después dijo otras cosas a las que presté poca atención; mi cabeza sólo repetía: “vaya, hoy mandaron a la división de Calvin Klein”. Era muy joven y terroríficamente atractivo. Y también era consciente de que yo iba hecha un desastre: ropa peluda y un gorro de lana ridículo e innecesario si no fuera tan friolenta, tres aspectos íntimos que me avergonzaban todavía más que saber que coqueteaba sonrojadísima. Abrí el ventanal y salí de La Zona para volver al presente. Tenía que seguir teletrabajando. Entre medio, y como nunca para un martes, me bañé, me sequé el pelo y lo alicé. Después de elegir un buzo más cool, me llevé el computador al sofá y espié al joven albañil.

​ Se examinó las uñas en tres ocasiones, diría que con interés más filosófico que anatómico. Había animales tatuados en sus antebrazos. Él no se dio cuenta, pero mientras sus manos tomaban medidas, los ojos de un zorro y un perro salchicha en dos patas me devolvieron la mirada. Salí cuando se quedó solo. Bebía una cocacola y preguntó si podía dejar la lata dentro de La Zona. Asentí. Él subió al andamio del piso de arriba y desde ahí prometió que volvería por ella. Pasé el resto de la tarde vigilando la lata. Olvidé escribir en mi diario por esperar a que cumpliera su promesa. No regresó. Cerca de las cinco, cuando ya no se oían ruidos de la reforma, fui a La Zona. Contemplé la lata con dudas, preguntándome si el joven albañil habría dejado debajo un papelito con un mensaje. Pensando si sería cierto lo que contaba la gente sobre La Zona: eso de que concedía los deseos más recónditos de quienes lograban entrar, aunque nadie regresara jamás. Fui acercándome lento, me agaché, ladeé la cabeza, levanté la lata con cuidado y atisbé bajo su cúpula cóncava. No había más que polvo blanco.

​ “¿Buscas él número de mi móvil?”, me asustó su voz desde el andamio.

​ Lo mire hacia arriba con la expresión desconfiada y furibunda de una cazadora recolectora agazapada junto al surco de un río de cocacola, seco por siglos. “Andy Warhol dijo que una cocacola es una cocacola y que todo el dinero del mundo no sirve de nada si quieres que la tuya sea mejor que la que se está bebiendo el mendigo de la esquina. Todas las cocacolas son iguales y todas las cocacolas son buenas”, no se lo dije así de bien memorizado. Lo solté pésimo y, sin embargo, incluso repitiendo la cita correctamente, palabra a palabra, en inglés, hubiera sonado idiota. ​ —¿Qué coño significa eso? —respondió él, a la defensiva. ​ —No sé, en realidad nunca me gustó el sabor de la cocacola. Fueron balas en la Nicaragua sandinista. ​ —¿Eres artista o qué? ​ —Mendiga… —respondí haciéndome la graciosa—. Trabajo en una agencia de publicidad.

, Constructal 4 [díptico, lado derecho], 2020.

​ No sonrió, pero dio un paso hacia el interior de La Zona. Miró atrás y adelante, pasó el índice sobre la maceta del hibisco agónico y analizó su dedo. “Tiza blanca”, dijo. Entonces vi aparecer sus huellas blancas en las baldosas y también vi cómo cruzaban por la ventana abierta hacia el departamento. Eso sí que me impresionó. Fue perturbador. No tanto porque un hombre desconocido entrara a mi casa sin permiso; fue más bien como ver una anomalía en el espacio-tiempo o a un viajero estelar taoísta, de la división Calvin Klein. Lo seguí.

​ Atravesó la sala con naturalidad, como si hasta supiera la clave del wifi, o la hubiera hackeado, y fue hacia la cocina. “¿Puedo pasar?”, dijo ya ahí, aunque su cara exhibió más ansiedad por el salto en la cronología lineal que por ofrecer disculpas. Busqué indicios en su ropa, ¿vendría del pasado o del futuro? Por respuesta, le acerqué un vaso y el jarrito. De donde fuera que viniera, lo único seguro era que no había agua. Se la bebió de un trago y fue al pasillo. Cualquier pasillo genera intriga, así que mi miedo y fascinación estuvieron muy contextualizados tras sus pisadas. Otra vez consideré que deambulaba llamativamente cómodo. Como pez en el agua, pensé. Como caballito de mar en el agua, me corrigió su espalda erguida. Pero también era probable que sólo me pareciera tan seguro y tranquilo porque él no respiraba con un ataque de pánico incrustado en el corazón, como me ocurría a mí al desplazarme por el departamento desde hacía seis meses. Lo dejé ir por donde quisiera porque necesitaba absorber un poco de esa libertad. Apreciarla a distancia por el pasillo fugaz del presente.

​ Fue directo a la mesita de noche de la habitación para tomar el diario de vida de Kafka, el volumen de ochocientas cincuenta páginas. No lo abrió al azar, acercó el libro a su cara, con las hojas en dirección hacia el triángulo sensitivo de nariz, boca, orejas y rasgó las páginas como si se tratara de un instrumento a cuerdas, un fajo de billetes. Varias veces y no tanto como un extraterrestre que no sabe que un libro se usa frente a los ojos y para leer, sino como un niño sinestésico que disfruta especialmente de su secreto. Creó aire.

​ Al verlo hacer eso sentí placer. Y un juicio del pasado voló por encima para mostrarme que algo ya me pertenecía en el futuro: este coqueteo del presente que se transformará en un recuerdo significativo. Tal como una vez a los diecinueve, concluí: “los límites de intimidad han sido cruzados de modo tan fulminante que, en comparación, un beso infiel resulta casi una anécdota”. Claro que ya no tenía diecinueve y estaba soltera hacía seis meses. Preguntó cómo me llamaba. Se lo dije y luego me pilló mirando furtivamente la hora en el celular. Quiso saber por qué. Respondí que mi ex llegaba en una hora. Ambos nos dimos cuenta de que se lo decía para ponerlo cachondo. Él puso un requerimiento: antes de hacer cualquier cosa, primero tenía que bañarse, había sido “un día duro”. No tomó la toalla que le extendí. Para secarse el cuerpo usó el secador de pelo.

​ Cuando salió de la ducha nos acostamos boca arriba en la cama doble y por un instante pensé que era sólo mía. ​ —¿Te comes las uñas? —preguntó. ​ —Sí —respondí y alcé mis manos contra el cielo para mostrarle. Él me imitó. ​ —Yo también —dijo con entusiasmo infantil—. Me gusta, es raro… mis uñas no tienen sabor.

​ Nos quedamos callados, quizás porque arrancarse las uñas era lo más parecido a comer palabras que saben a presente. Al poco rato empezamos a hacerlo. Dijo su nombre entre una cosa y otra: Gaspar.

11 de abril/ 03:21 am


Javier leyó mi diario de vida. No quería devolvérmelo. Gritamos. Mi cabeza repite que hice algo horrible y también que nos hice un favor. O sea que la paranoia no viene de creer que arruiné mi vida para siempre. El hecho es que encontré el cuerpo de un niño muerto en La Zona. Mi hermana dice que lo que tengo es una crisis de angustia y que debo ir a urgencias a pedir ayuda profesional, porque de noche son más peligrosas que de día. Dice que si no me levanto y voy por medio de mis dos pies, va a llamar ella por mí. Me parece un buen consejo y una buena advertencia. Temo que si sigo escribiendo en el balcón, el diario de vida se transforme en una nota de suicidio. Temo llegar a pensar que, en realidad, un diario de vida es una nota de suicidio muy larga. Ahora que sé cómo ocurre, me gustaría que el gesto suicida se perdiera como un saludo de mano cualquiera en el vagón del metro. Trivial no, pero decir lo mínimo. Hola, ¿cómo estás? Algo que he hecho otras veces.

Imagen de portada: Juana Gómez, Colaboración simbiótica, 2020.