Gótica barrializada: seguir siendo bárbara
Leer pdfEl término “gótico” viene de “godos”, y los godos fueron considerados bárbaros por el Imperio romano. Los bárbaros eran los otros, los que no hablaban como los civilizados, los que no eran domesticables, los que no podían ser comprendidos ni asimilados sin violencia. Llamar a alguien godo era decirle salvaje, inculto, invasor. Lo gótico siempre ha sido una forma de resistencia desde la oscuridad. Un salvaje puede convertirse en un “buen salvaje” si se integra, un bárbaro siempre será una amenaza.
Siglos después el arte gótico retomó ese insulto y lo convirtió en estética: el triunfo de la luz. En los años setenta y ochenta, tras la explosión del punk, varias bandas británicas como Bauhaus, Siouxsie and the Banshees y Southern Death Cult comenzaron a desarrollar un sonido oscuro, melancólico y teatral que la prensa musical bautizó como gothic rock o simplemente goth, retomando el nombre para describir tanto la estética como la atmósfera de ese nuevo movimiento.
Dice Kateb Yacine que hay palabras que cargan siglos de desprecio y que, si una se las apropia, se convierten en armas. “Gótico” es una de ellas: de insulto romano contra los godos —los bárbaros— pasó a nombrar una arquitectura medieval y más tarde a bautizar un movimiento musical y artístico que jugaba con la oscuridad. Pero mientras en Europa ese gótico se presentaba como sofisticación, en mi experiencia mexicana y barrializada también funcionó como un proceso de blanqueamiento y desbarrialización. Por eso mi historia con el gótico empieza y termina entre la máscara blanca que me exigía la escena y la raíz bárbara que hoy reivindico para seguir siendo, a propósito, una gótica barrializada y barbárica.
Crecí en casas que nos prestaban, con Los Temerarios sonando desde antes del amanecer. Mi mamá tenía una cantina de barrio con rockola, alfombra roja en las paredes, luces neón y una barra donde ella reinaba entre albañiles, tianguistas y taqueros. Sus amigas eran trabajadoras sexuales, chicas trans y travestis. Viví en veinte casas distintas de colonias marginales y barrios populares. La atmósfera de mi niñez y los primeros años de mi adolescencia era luminosa: olor a Fabuloso morado, perros ladrando, cumbias colombianas o laguneras saliendo de las ventanas abiertas. También había arte: la Virgen de Guadalupe, mujeres chichonas con sombrero ranchero, Francisco Villa, Emiliano Zapata con los ojos entintados de rabia, Nezahualcóyotl con su penacho bien emplumado, todos compartiendo barda como si fueran familia. Ésa era mi postal.
La música que escuchaba no era una decisión estética, era lo que había. Y lo que había era regional mexicano. Grupo Mojado, Grupo Bryndis y El Coyote y su Banda Tierra Santa, porque una prima y un primo organizaban bailes, charreadas y tardeadas a los que me llevaba Alejandra, una de las tantas mujeres que me cuidaban porque mi mamá trabajaba de noche, y que me trataba como hija sin haberme parido.
Luego mi mamá quiso invertir en mi futuro y lo hizo a lo grande: me metió a un colegio. Ahí descubrí la primera otredad: la naquitud y la barrialidad. Las otras niñas tenían nanas uniformadas, casas con jardín y pasto, lunch con etiquetas gringas. Yo llegaba con el uniforme mal lavado, los zapatos sucios y los útiles escolares reciclados. Me decían gata, me decían naca, me decían pobretona.
En las noches uniformes de la ciudad, la ropa se vuelve coraza, Ciudad de México, 2024. Todas las fotografías son de Filemón Alonso-Miranda. © Del autor.
En la secundaria, me metieron a una pública. Vivíamos en una vecindad de La Purísima con baño compartido, donde los vecinos eran trabajadoras sexuales, vendedores del tianguis, danzantes, exconvictos y rateros. Ahí conocí a Sandra Leticia, la Sandy, con quien tejí una de las amistades más importantes de mi adolescencia. Su familia era eso que la gente clasemediera llama “barriobajera”. Para mí, la suya era una familia unida, ruidosa, trabajadora, devota y cariñosa. Vendían ropa de paca en el tianguis, danzaban para el Señor de las Tres Caídas, pintaban murales religiosos, iban al balneario los domingos. Me abrazaron sin condiciones. Íbamos juntas a los tapancos de la feria, a los bailes de Cuisillos y Pequeños Musical; nos pintábamos las pestañas con rímel morado de la manzanita y labial mágico. Arracadas enormes, copete estilizado con Aquanet, delineador gris y ropa de paca: éramos las reinas del barrio y de los bailes.
Y luego, como pasa en el barrio, todo se acelera. Sandy se casó. Yo reprobé un año por andar de baile en baile. Mi mamá, que no quería que el barrio me tragara, me regresó al colegio. Ahí, otra vez, el desprecio. Había un programa de becas para habilidades especiales. Mi habilidad especial era la pelea, el fronteo, que acá se le decía “debatir”. Me gané una.
Desde muy pequeña me atrajo el horror. Me fascinaba disfrazarme, en Día de Muertos, en Halloween. Pero mi mamá era cristiana. Cristiana, pero amiga de putas, de trans y de borrachos. La cantinera que te hacía “báscula” si no pagabas la cuenta y luego te decía “que dios te bendiga”. Era contradictoria y hermosa. El aborto no era tema tabú, pero el Halloween estaba prohibido porque ofendía a Dios. “Eso es del diablo”, decía. Y aquí entra mi papá, que no estaba para pagar la renta, pero sí para llevarme al tianguis de los Muertitos, disfrazarme de momia de Batman, echarme sangre falsa hecha con salsa y regalarme una infancia que no entendía de reglas.
Mi papá creía en brujas. Él venía del barrio y aunque su familia había “salido adelante” hasta llegar a clase media alta, conservaba esas creencias híbridas entre lo católico, lo mágico y lo primitivo. Como yo nací con una enfermedad genética, él pensaba que me habían hecho “un trabajo”. Entonces me llevó con todas las brujas famosas de México. Me pasaron huevos por el cuerpo, me azotaron con ramas de pirul mientras rezaban La Magnífica, y otras —las más oscuras— me hicieron limpias rezando el Padre Nuestro al revés. Fui a Catemaco, a El Nigromante de Zacatecas, al monte y a los mercados. Esos fueron mis primeros viajes. Así empezó mi educación oscura.
Por eso propongo llamar nacoficación a este proceso mediante el cual se marca, rebaja o ridiculiza a un sujeto o expresión artística por no cumplir los estándares de blanqueamiento estético y de clase. No importa cuánto dolor, oscuridad o calidad contenga una obra: si suena o se ve muy barrio, será empujada a los márgenes. Y a los que consumimos esas obras también se nos excluye. Por eso muchos, como yo, aprendimos a callarnos.
En el colegio me fui de amiga con la Zayda, nerd brillante de clase media alta, simpática, de esas personas que no necesitan demostrar nada para destacar. En una feria del libro lo escuchamos: Tristania. Y yo dije: “Yo sí te cambio a Los Temerarios por esto”. El chavo gótico del puesto nos vendió también Nightwish, Lacrimosa, After Forever y una revista llamada Gótica. Me clavé. Dije: yo siempre he sido esto, sólo me faltaba el soundtrack. Para conservar mi beca, empecé a leer. A leer señoros blancos occidentales. Y entre lecturas, sin darme cuenta, se me fue metiendo otra estética y otro paradigma. Una oscuridad blanca, europea, triste. Una noche que no bailaba, que no tenía cumbia.
Ahí, sin saberlo, empezó el gótico. Una oscuridad distinta. Me empecé a vestir de negro, a performancear una estética europea. Me alejé de todo lo que me había formado. Como dice Frantz Fanon en Piel negra, máscaras blancas: “En las personas de color hay una zona de no-ser”. Yo negué mi origen barrial para poder encajar.
El gótico fue una paradoja porque, por un lado, reafirmó mi oscuridad personal, pero también me blanqueó. Durante tres años compré música en la piratería. Pero muchas veces lo que había en los puestos no era gótico, sino rock nacional y metal en español. Y ahí descubrí a Tex Tex, El Haragán, Barrio Pobre, Banda Bostik. Y me identifiqué. Era música que venía de algo que sí conocía: la calle, el tianguis, la precariedad y la violencia, pero también la oscuridad precisa. En esa época ser gótica no era como ahora. Si decías que te gustaba Anabantha, que leías a Mario Cruz o, peor aún, que escuchabas “rock urbano”, de inmediato te nacoficaban. Te etiquetaban como naca y poser, la peor combinación. Alto insulto para una chica hipersensible, melancólica y de libro de Cioran bajo el brazo. Era mejor callarte. Porque si no estabas lo suficientemente blanqueada, te lo cobraban con el insulto y la exclusión.
Botas altas de plataforma, collares de estoperoles, maquillaje oscuro y labios pintados de negro, Ciudad de México, 2024.
Una vez mencioné que me gustaba El Haragán. Me dijeron que era música de nacos. Que, si me gustaba la literatura “local” y las bandas nacionales, era una ñera. Vestida con terciopelo, pero ñera. Dejé de hablar de los bailes. Dejé de decir que mi ropa gótica era ropa de encaje comprada en la paca y arreglada por la costurera del barrio. Me volví la chica gótica que leía lo correcto, escuchaba lo correcto, decía lo correcto. Empecé a leer todo el canon: Drácula, Frankenstein, Poe, Goethe, hasta que llegué a Nietzsche y luego a Heidegger, Kierkegaard y Schopenhauer.
Nietzsche dice, palabras más, palabras menos, que hay gente elevada y gente del vulgo. Y todo en mi entorno gótico reforzaba esa idea. Como decía Parálisis Permanente: “Leo libros que no entiendo más que yo”. Y si tú los entendías, entonces pertenecías. Y si no, eras parte de lo que Nietzsche despreciaba: las masas ignorantes, pobres, ruidosas, feas. ¿Y cómo se veían esas masas? Como yo.
Me escondí. Escondí mi música, mi historia, mi calle, mi habla. Empecé a hablar más lento, más fino, de usted, para parecer más refinada. A corregirme a mí misma. Quería parecer más gótica, que en esa época significaba más blanca, más delgada, más europea. Fanon dice que el colonizado no sólo se pone la máscara del amo: desea ser el amo. Y yo deseaba parecer lo más europea posible, no quería que me dijeran polvorón chopeado en cocacola o, peor aún, cucaracha de panadería, como les decían a los góticos que no lograban blanquearse lo suficiente. Decían que el maquillaje gótico era para parecer muerto, pero en realidad era para parecer europeo. Porque la muerte blanca sí era estética. La muerte marrón era grotesca.
Grada Kilomba dice que la belleza, como el conocimiento, está atravesada por la colonialidad del ser y del saber. Y eso se notaba en qué autores se podían leer, qué música era válida y qué estéticas eran cools. Yo lo vi. Yo estuve ahí. Nadie me lo contó. Vi cómo trataban a los punks del Cerrito de la Cruz, a los metaleros de la Martínez Domínguez, a los góticos de Palomino Dena. A mi propio esposo que, por más música oscura que escuchara, nunca fue lo suficientemente gótico porque no estaba lo suficientemente desbarrializado, porque se le asomaba el barril entre las escarolas de encaje. Siempre fue más naco que dark y, en esa escena, eso era una sentencia. El gótico fue mi casa estética. Pero también fue la máscara que usé para desbarrializarme.
Dice Bourdieu: “el gusto clasifica al que clasifica”. Empecé a usar el gótico como distinción simbólica y, por supuesto, de clase. No era sólo estética: era un modo de ocultar mi origen. La escena gótica me ofrecía un pase temporal a la blancura, a la sofisticación. Me desbarrialicé simbólicamente. Renegué del regional, del barrio, de la cumbia. Aprendí a callar. A insistir en que la única forma válida de conocimiento era la alta mamonería intelectual. A vestirme como las francesas tristes. A escuchar sólo música europea o gringa. La pregunta ahora es si alguna vez fui gótica o sólo estaba intentando pasar por no barrial, no silvestre, no bárbara.
Eventualmente ese mundo también me escupió. Porque, aunque usara el uniforme, se notaba el origen. Y porque lo gótico no era contracultural, era una cultura alternativa profundamente clasista, racista, misógina. Kilomba de nuevo: “¿quién puede hablar?, ¿desde dónde se produce el conocimiento?”. Las bandas del barrio no cabían en muchos espacios de la escena alternativa. Liran’ Roll, Tex Tex, Anabantha, Transmetal eran ninguneadas por sonar a ñero, a español, a naco, a barrio. Aunque tuvieran estructura lírica compleja, eran expulsadas. Porque ser gótico no era sólo vestirse de negro, era parecer europeo.
La colonia Guerrero late con un pulso gótico, Ciudad de México, 2024.
Lo que viví en el gótico no fue una excepción: era apenas una cara de la “nacoficación” que permea casi todas las escenas musicales alternativas en México. El rock y el metal también cargan con esa fantasía de elevación estética y simbólica que margina cualquier expresión que huela a barrio. Aunque se presuman rebeldes, muchos círculos del metal, del rock progresivo, del gótico e incluso del punk reproducen las mismas lógicas de exclusión clasista y racista de las élites culturales: ningunean bandas como Banda Bostik o Nostra Morte no porque les falte oscuridad o talento, sino porque son demasiado cercanas a lo que se considera naco. Lo mismo pasa con escritores de la “escena” que, aunque sean narradores potentes del horror cotidiano, son ignorados porque su estética literaria no complace los paladares refinados ni las métricas de validación del campo cultural. Por eso propongo llamar nacoficación a este proceso mediante el cual se marca, rebaja o ridiculiza a un sujeto o expresión artística por no cumplir los estándares de blanqueamiento estético y de clase. No importa cuánto dolor, oscuridad o calidad contenga una obra: si suena o se ve muy barrio, será empujada a los márgenes. Y a los que consumimos esas obras también se nos excluye. Por eso muchos, como yo, aprendimos a callarnos. A ocultar lo que escuchábamos, lo que leíamos, de dónde veníamos. Porque sabíamos que en estos espacios la pobreza no se perdona. Y mucho menos si se nota.
En un principio, este proceso de blanqueamiento, o de desilvestrización, como le llaman algunos autores a quitarme lo silvestre, a desbarrializarme, a blanquearme, yo lo sentí como una evolución. Es decir, yo estaba orgullosa de ser una chica intelectual. Nunca lo había problematizado porque era adolescente y lo que quería era encajar.
Aburrida de tanta pose, de tanta mamonería, llegué a juntarme con punks que vivían en una colonia que se llama Cerrito de la Cruz, que es una de las más pesadas. Eran como una mezcla entre cholos de barrio y punks que brindaban por la muerte de un policía con metaleros que vivían en colonias con alta marginación: Pilar Blanco, Rodolfo Landeros, Potreros del Oeste, Ojocaliente 1, 2, 3, y 4 —porque hay cuatro Ojos Calientes y todos marginales—, con personas que vivían en la calle Terán e iba a fiestas en lotes baldíos, donde así como sonaba Luzbel, sonaba Ángeles del Infierno y Mägo de Oz, y nadie decía que era música naca y que no escucharas eso. Y donde no había tanta discriminación y empecé a sentirme en casa era entre punks y metaleros con mochilas llenas de solventes.
No era la misma que cuando tenía trece años, pero los perros ladrando, el olor a Fabuloso morado, a marihuana prensada y a cuete quemado me hacían sentido. Ahí ya no tenía que esconder que mi mamá tenía una cantina, ni que había leído a Mario Cruz con el mismo fervor con el que había leído a Schopenhauer. En el gótico aprendí a leer a Nietzsche, pero en el barrio entendí a Parálisis Permanente. Leo libros que no entiendo más que yo, pero ya no para sentirme superior, sino para nombrar el mundo que me expulsó por no saber pronunciarlo en francés. Porque sí, me domesticaron. Fui la buena salvaje que podían sentar a la mesa, la naca lista que hablaba bajito y citaba bonito. Pero eso no evitó que en cada toquín de Anabantha, en cada letra de Banda Bostik, me regresara el barrio como un relámpago en la nuca.
Porque la nacoficación también es eso: una estrategia de exclusión estética, una forma de blanqueamiento simbólico que hace pasar por cultura “alta” todo lo que huela a Europa —aunque huela a humedad— y por naco todo lo que venga del baldío.
Lo verdaderamente transgresor no estaba en Londres. Estaba en Ojocaliente 4.
En el gótico encontré un disfraz elegante para mi monstruosidad, una coartada poética para no ser nombrada. Me alejé del barrio no porque me avergonzara de él, sino porque creí que, para decir algo en serio, había que hablar bonito, limpio, como en los libros que leía. Creí que la lengua del gótico —esa que arrastraba capas, latines y crucifijos— me iba a traducir. Pero no. Me silenció con estilo. Me convirtió en vampira sin tumba, en muerta con mucho bagaje intelectual.
La belleza sutil de unas uñas pintadas rasga la monotonía de los días grises, Ciudad de México, 2024.
Así anduve por años, chupando saberes blancos, citando a muertos europeos como si fueran míos. Hasta que una tragedia me devolvió a mi sangre. El feminicidio de mi prima no fue sólo una herida, fue el espejo en el que me vi: una muerta más que había olvidado de dónde venía. Empecé a leer a las mías, a las otras muertas, a las sobrevivientes. Hace poco leí a Bouteldja como quien encuentra la lápida con su nombre y la escupe. Entendí que ser del sur no es una desgracia, sino una epistemología. Que no es que seamos bárbaras, es que la barbarie es nuestra forma de sobrevivir a la civilización que nos quiere muertas o calladas.
Kateb Yacine dijo: “hay que seguir siendo bárbaro”. Louisa Yousfi lo retoma en Seguir siendo bárbaro y concluye que no es salvajismo ni folclor, sino un programa de dos verbos: conservar un resto indócil que la civilización no pueda pulir y seguir siendo fiel al abajo incluso cuando caminas por arriba. Es tomar la lengua del enemigo como botín, romper sus códigos desde dentro e invertir el insulto en orgullo —sí, ¿y qué?—. Es escribir desde la herida sin pedir permiso, sostener el filo y no traicionar a los tuyos. Eso, exactamente, es seguir siendo bárbara.
Yo también decidí eso. Seguir siendo bárbara.
Porque nos domesticaron para aspirar a su belleza, a sus palabras, a sus premios. Pero nuestra alma no cabe en su lengua. Hay que dejar de maquillarse con sangre prestada. Y eso, para mí, fue volver al barrio, no como penitencia, sino como acto vampírico al revés: dejar de chupar para empezar a sangrar. Volverme humana otra vez. O algo parecido.
Entendí que el barrio no es la antesala de la civilización, sino su ruina fecunda. Que la marginalidad no es falla, es lenguaje. Que el colmillo que aquí se afila no es de horror, es de sabiduría. En el barrio aprendí lo que no me enseñó la filosofía: a leer el silencio, a oler el peligro, a nombrar sin adornos. Aquí entendí que la escritura no es adorno, es herida. Y que ser escritora de barrio no es una pose, es una desobediencia estética, una ofensa al canon.
Por eso ahora ya no quiero parecer gótica europea. No quiero parecer decente. Soy oscura, sí, pero como las calles de los barrios marginados. Mi estética es la de la sobreviviente que aprendió que ser monstruo era más seguro que ser víctima, pero que ahora quiere reírse con las otras monstruas. Ya no quiero ser vampira. Quiero ser una viva con colmillo. Quiero que mis colmillos muerdan para hacer preguntas, no para simular elegancia. Ya no quiero parecer muerta, quiero parecer peligrosa. Me transformé en vampira porque me parecía menos doloroso chupar sangre que aceptar que la mía no importaba.
Ser gótica barrializada también fue mi forma de seguir siendo bárbara.
Según Louisa Yousfi, el rapero Booba (Élie Yaffa) usa una estrategia precisa: convertirse en las fantasías exóticas y estigmatizantes de Occidente —delincuente, hipersexual, violento— para devolver el golpe. Toma la lengua del otro como botín, hiperinterpreta el estereotipo y lo sobreactúa hasta volverlo poder y amenaza; invierte el estigma y reconecta el hilo roto por la colonia. Eso hago aquí: me convierto en la fantasía que el clasismo tiene de la barrialización —pedera, naca, agresiva, violenta— y me cuelo en los espacios más elitistas del mundo literario para usar su micrófono, su tarima y sus reglas contra ellos porque quiero vengar mi desarraigo toda vestida de negro.
En México ser gótica es también ser una especie de bárbara. Aquí no nos decimos goths. Aquí decimos que somos darks. Y no es casualidad. Aquí lo gótico no quedó atrapado en el castillo europeo ni en los espejos victorianos. Aquí se mezcló con el culto a la Santa Muerte, con las veladoras del tianguis, con los murales de Nezahualcóyotl y la Virgen de Guadalupe. Aquí ser dark es también creer en maldiciones, en amarres, en los códigos de la calle, en las reglas no escritas del barrio. Es un gótico sincretizado, un gótico marrón. Un gótico que huele a pirul, que se viste con blusas negras del tianguis y que mezcla a Bauhaus con Jenni Rivera. Un gótico que se ríe del canon y le prende veladora a la Niña Blanca para que le proteja los sueños y les cierre el hocico a los enemigos.
Entonces no es tan ilógico que yo haya regresado al barrio no como una traición a mi lado gótico, sino como una afirmación radical de mi barbarie. Porque el gótico y lo bárbaro comparten raíz. Porque la oscuridad de la que vengo no es la de las catacumbas europeas, sino la del apagón en la colonia, la del callejón sin lámpara, la del miedo aprendido en las calles. Y, aun así, o precisamente por eso, sigo escribiendo. Desde el sur. Desde el margen. Desde lo bárbaro. Porque como dice Houria Bouteldja, la civilización nos quiere mansos, blancos, integrados. Y yo no quiero ser integrada. No quiero ser domesticada. Quiero seguir siendo bárbara. Quiero seguir siendo una gótica barrializada, una dark.
Imagen de portada: Te vistes de noche, te pintas de luna indiferente y bailas sola, Ciudad de México, 2024.