Melancolía y arrebato en la figura vampírica: “La dama de la casa del amor” de Angela Carter
Leer pdfLa estética gótica busca provocar en las audiencias la experiencia del miedo, como efecto y afecto. Según el ejemplo en turno, sus estremecimientos pueden concretarse en el terror, como aprehensión ante la amenaza o lo potencialmente destructivo; en el horror, como consumación física de lo pesadillesco; o en el gore, como representación gráfica de lo excesivo o la repulsión. La intensidad de la experiencia es sopesada, por supuesto, según los términos de referencia de la cultura y la época en cuestión; y las oscilaciones de la crítica, con respecto a lo que se considera transgresor o extremadamente violento, son parte de un ir y venir de las mareas que arrastra hacia la orilla objetos de estudio muy diversos.
En el caso específico de la literatura gótica, dado que comparte terreno común con la narrativa fantástica y los cuentos y las leyendas del folklore de distintas tradiciones, facilita la aparición de personajes como vampiros, hombres lobo, súcubos o la presencia de fenómenos como el poltergeist, la magia, la brujería, las prácticas ocultistas, el espiritualismo, los exorcismos, la telequinesis, etcétera. En otras ocasiones, la estética del terror prefiere renunciar a la presencia tangible de esos personajes o fenómenos para adentrarse en la exploración del lado oscuro de la naturaleza humana a partir de elementos psicológicos o psicoanalíticos.
De lo anterior se desprende que, con o sin personajes de orden extraordinario, esta escritura siempre se sumerge en los abismos abiertos por la imaginación y recrea la locura, el miedo o cualquier otro estado límite. Su cometido es lidiar con material del inconsciente y traerlo a la superficie del texto. De ahí que, además de comulgar con el concepto de lo sublime, en los términos en que fue estudiado por el filósofo Edmund Burke en el siglo XVIII —el sacudimiento ante lo inabarcable—, también incorpore la dinámica de lo siniestro a la manera de Sigmund Freud —el retorno de lo familiar que ha sido convenientemente suprimido— y la noción de lo abyecto —lo repulsivo o excesivo que tiene que ser eliminado—, como la articuló Julia Kristeva.
Aunque la experiencia del miedo y sus variadas representaciones han formado parte de la historia literaria durante siglos, fue en el siglo XVIII y en la tradición anglófona cuando adquirieron sus credenciales literarias1 con la publicación, en 1764, de la novela El castillo de Otranto, un relato gótico, del escritor inglés Horace Walpole. Exitosa y excéntrica, esta obra estableció una serie de convenciones que fueron adoptadas por los escritores vinculados con el gótico de los siglos XVIII y XIX, entre las que destaca el énfasis en la descripción de espacios o arquitecturas de encierro, con el castillo medieval decadente como escenario privilegiado, y el tema de la influencia del pasado en el presente como una fuerza inexorable. En muchas novelas del gótico temprano, como El monje (1796) de Matthew Lewis o Frankenstein (1818)de Mary Shelley, el pasado es una sombra que retorna para ejercer su influjo perturbador sobre los espacios y los personajes que habitan el presente y volver opaco el ejercicio del libre albedrío. Esta lógica del retorno de aquello que se asumía como clausurado favorece la presencia de los revenants o personajes revinientes en la literatura de horror y, entre ellos, la figura del vampiro como metáfora poderosa de los deseos humanos de inmortalidad y como corrosiva imagen de lo caduco y predador entre los vivos.
Amaya Giner, Paz, al fin III, 2024. © De la artista.
Existe cierta ambigüedad en cuanto al origen etimológico de la palabra, pero la mayoría de las definiciones coinciden con la utilizada por Vicente Quirarte en Sintaxis del vampiro: el vocablo vampiro procede de la voz serbia wampira (wam= sangre, pir= monstruo) y designa al muerto que, de acuerdo con leyendas de la Europa central, regresa a alimentarse de la sangre —y, según ciertas variantes, de la carne— de los seres que, en vida, estuvieron más próximos a él.2 Con diversas máscaras, el principio vampírico aparece en distintas culturas desde épocas tan remotas como las leyendas asirias, varios siglos antes de nuestra era. Según el Diccionario ilustrado de los monstruos, “los temas fundamentales que estructuran el mito del vampiro son el miedo a los muertos que regresan y la creencia en el poder vital de la sangre”.3 Las dos descripciones citadas permiten ver que el mito está ligado, desde sus orígenes, a elementos canibalísticos y a prácticas relacionadas con el incesto.
El primer texto literario de aliento romántico que trabaja con la figura del vampiro es “La novia de Corinto”, escrito en 1797 por Wolfgang von Goethe. El carácter transgresor de la obra reside en el predominio de los elementos paganos sobre los cristianos, así como su predilección por lo monstruoso y sobrenatural frente a lo racional. Es a partir del poema de Goethe que el sexo, la muerte y el diabolismo se tornan constitutivos del vampiro literario. Además, la referencia demuestra que el personaje fue femenino desde sus primeras manifestaciones, lo cual se corrobora en la tradición de lengua inglesa, donde las figuras de Geraldine, en el poema “Christabel” (1816) de Coleridge; o Carmilla, en el relato homónimo de Le Fanu (1872), son tan indispensables como Lord Ruthven en “The Vampyre” (1816 y 1819) de Polidori. Y, claro está, Lucy o the Bloofer Lady [la bella dama], en la paradigmática novela Dracula (1897) de Bram Stoker.
En la obra de la escritora inglesa Angela Carter (1940-1992), la figura de la mujer vampiro retoma muchas de las convenciones asociadas a los personajes mencionados en el párrafo anterior: el vampiro como una figura liminal entre la vida y la muerte (undead o no-muerto); la mujer vampiro como representación de una sexualidad transgresora y como encarnación de lo seductor o, incluso, mesmerizante; y la asociación fatal de esta criatura de la noche con lo predador, con el robo de la energía vital de otros seres vivos. A los rasgos anteriores Carter agrega, en su cuento “La dama de la casa del amor”, la actitud melancólica y la resistencia a desempeñar el papel de predadora, y el vínculo con la figura de la Bella Durmiente, tomada de los cuentos de hadas; además de la presencia de elementos paródicos, típicos de la narrativa posmoderna, que articulan un cambio en el paradigma vampírico de finales del siglo XX. De esta manera, Carter reformula la tradición de la mujer vampiro, aunque apuesta por un final ambiguo donde prevalece la paradoja entre liberación y fatalidad.
No todos los niños corren con la misma suerte, 2022.
“La dama de la casa del amor” forma parte de la colección de cuentos La cámara sangrienta, publicada en 1979. Todos los relatos incluidos en el libro son reescrituras góticas de cuentos de hadas tradicionales. Así, el legado de Perrault o el de los hermanos Grimm sufre un proceso de apropiación característico de la parodia posmoderna, es decir, una doble relación de tributo y distanciamiento crítico con las fuentes de partida, donde la tensión entre los opuestos no alcanza su resolución en una síntesis, sino que prevalece como parte de una estética de lo paradójico o una ironía de doble código.4
Aunque el cuento no presenta una división formal en partes, para los fines de la lectura aquí propuesta, dividiré la historia en tres secciones principales. La primera describe el mundo de la solitaria condesa Nosferatu, hija de Drácula, como descendiente condenada al encierro en su castillo transilvano, donde los ancestros, desde las pinturas que cuelgan de las paredes, le exigen el cumplimiento de un ritual inalterable: atraer a los viajeros ingenuos que se acercan a la mansión y alimentarse de su sangre. La repetición de esta dinámica ha hecho de ella una especie de sonámbula (primera conexión con la Bella Durmiente) que, de forma automática, satisface los requerimientos impuestos por la ley del padre. El vínculo con la figura de la Bella Durmiente se refuerza por la presencia de un cerco o muralla de setos, sembrados por la ahora ausente madre de la protagonista, al que se ha incorporado el crecimiento de rosas enormes con espinas particularmente filosas. Estas flores crecen en un peculiar jardín, también sembrado por la madre; ahí las rosas se alimentan de los restos de las víctimas, humanas o animales, de la pálida sonámbula.
El personaje expresa su rechazo al papel que ha heredado y anhela la condición humana o la posibilidad de despertar en otra realidad: “la condesa es indiferente a su propia y extraña autoridad. Vive como si estuviera soñando y, en su sueño, le gustaría ser humana; pero no sabe si eso es posible”.5 El único entretenimiento de la condesa es el tarot, aunque el despliegue de los arcanos sobre la mesa le arroja siempre las mismas cartas: “La Papesse, La Mort, La Tour Abolie; sabiduría, muerte, descomposición”.6 La interpretación de esta tirada puede variar a lo largo de la historia pero, entre otras cosas, lo repetitivo de la configuración refuerza la idea de la imposibilidad de escapar de lo ya escrito.
La única compañera de la vampira es una mujer muda y de edad indefinida que funge como institutriz, ama de llaves, dama de compañía y madre sustituta de la protagonista. Esta acompañante asiste a la condesa en sus elementales tareas de subsistencia y es el vínculo entre la protagonista y el exterior del castillo: es ella quien se acerca a los viajeros que beben de la única fuente en el centro de la villa abandonada y les extiende la misteriosa invitación a cenar en la mansión oscura. También es ella quien abre la puerta del jardín donde la mujer vampiro atrapa pequeñas presas de caza en las noches desprovistas de visitantes humanos.
Sueño de una noche de disfraces, 2023.
El inicio de la segunda sección del relato rompe con la atmósfera de atemporalidad de las páginas anteriores. Esto se debe a la llegada a la fuente de un joven soldado británico quien, durante sus días de licencia, decide recorrer en bicicleta las montañas de Transilvania. El texto nos brinda indicadores temporales que permiten ubicar el episodio a principios del siglo XX y, de forma específica, en 1914, por un par de referencias oblicuas, pero inequívocas, al inminente inicio de la Primera Guerra Mundial. Las descripciones del soldado hacen énfasis en su actitud pragmática y en un escepticismo que raya en la ingenuidad, muy a la manera del Jonathan Harker de la novela de Bram Stoker. Este visitante será distinto de los anteriores, como lo anuncia una oración, constituida en un párrafo completo y seguida de un cambio en las cartas del tarot:
Un simple beso despertó a la Bella Durmiente del bosque. Los céreos dedos de la condesa, dedos de una imagen sagrada, sacan la carta de Les Amoureux. Nunca, nunca… La condesa no había sacado nunca un destino que hablara de amor. Tiembla, se estremece, sus grandes ojos se cierran tras unos párpados nerviosos, de venas finas. Esta vez, por primera vez, la preciosa adivina se ha echado una carta de amor y muerte.
El tarot juega un papel ambiguo en el cuento: por un lado, refuerza la idea de destino en el acto mismo de la predicción y, por otro, altera dicha noción de destino al presentar una variación. Y la variante mencionada es, en sí, un tipo de doble código irónico, ya que refiere a un arcano que vincula el amor y la muerte, es decir, restringe el abanico de posibilidades a sólo uno, donde ella sigue siendo, como al principio del relato, “a la vez, la muerte y la doncella”. El enigma se centra, entonces, en el tipo de muerte que tendrá lugar en la narración.
La trama de la seducción se echa a andar: la institutriz invita al joven a cenar en el castillo. El personaje masculino cruza, por voluntad propia, los umbrales que lo llevan hasta la más íntima alcoba de la mansión gótica. Durante el recorrido, el personaje cumple con las etapas de un viaje iniciático que, en este caso, incluye un primer bautismo o ablución en la fuente del pueblo; seguido, ya en el intricado interior del edificio, por el consumo de vino y un estofado: ambas sustancias de color oscuro, como un preludio de la sangre. Al término de esta cena solitaria, el visitante es llevado a una segunda cámara, donde toma café con la condesa. La extraña decrepitud del mobiliario no lo desanima, dada su tendencia a buscar explicaciones racionales para todo lo que observa. Aunque también podríamos deducir que, a estas alturas de la historia, ya se encuentra bajo el influjo del aroma de las rosas que impregna todo el castillo, los alimentos y bebidas y, ahora, la presencia de una inusual belleza femenina que combina elementos de vulnerabilidad —la aparente fragilidad de un cuerpo en extremo delgado, un rostro pálido y ojos que deben ser protegidos por lentes de un color verde muy oscuro— con una voz profunda, “que poseía la sonoridad susurrante del océano, una voz que parecía provenir de cualquier sitio menos de su blanca e inmóvil garganta”.
Zodiaco, 2022.
La falta de imaginación del personaje masculino “es la que [le] concede el heroísmo”: se convierte en un blindaje contra las excentricidades que lo rodean. Su pragmatismo y masculinidad tradicionales lo hacen creer que puede diagnosticar la inferida discapacidad visual de la condesa, quiere llevar a esta jovencita (asume su corta edad, su orfandad e inocencia) con médicos que la curarán de todas sus dolencias. Confiado en los avances tecnológicos de su época, se interna en el dormitorio de Nosferatu. En el momento en que ella intenta desvestirse (retirar los ropajes heredados de la madre), los lentes oscuros de la condesa se estrellan contra el piso y “el fragmento afilado [de un cristal] se clava en la yema del pulgar” de la mujer vampiro. Para detener el sangrado, el joven bebe de la herida y esto introduce un inesperado giro en la trama. El reverso del beso vampírico se convierte, en este cuento, en otro tipo de rito: el camino hacia la entropía del personaje femenino. En una inversión del motivo del huso de una rueca, tomado de la historia de la Bella Durmiente, la condesa despierta de su sonambulismo y, al adquirir la condición humana, muere. Lo que se cumple aquí es la tercera carta del Tarot, la que representa la descomposición: “El fin del exilio es el fin del ser”.
Los últimos párrafos del cuento nos ofrecen, sin embargo, una importante serie de desafíos interpretativos. A la luz de la mañana siguiente, el joven soldado descubre no sólo el cuerpo inerte de la condesa, sino que el catafalco sobre el que la mujer vampiro solía reposar se revela, de pronto, como un artefacto de utilería. Junto con un negligé negro ligeramente manchado de sangre y una rosa, estos tres objetos se convierten en una parodia de los clichés asociados tanto a las versiones más predecibles de la literatura de vampiros, donde la mujer vampiro es una reformulación de la femme fatale como a otros lugares comunes de la cultura occidental, por ejemplo, la representación de la pérdida de la virginidad en términos de un “desfloramiento”.
La tercera sección, que corresponde al cierre de la historia, desestabiliza, una vez más, el elemento de lo predecible recién descrito. El joven soldado regresa a su vida en el ejército y lleva consigo la rosa “que no parecía muerta”. La pone en agua y al volver a su dormitorio, al final del día, descubre que “rebosaba del atrayente aroma de una flor radiante, aterciopelada y monstruosa, cuyos pétalos habían recuperado su antigua pelusa, su antigua elasticidad y su corrupto, brillante y siniestro esplendor”. El aroma intenso de la flor y su condición monstruosa agregan un inquietante elemento de persistencia de lo vampírico al final de una historia que no permite la clausura del legado de Nosferatu.
La última oración del cuento, “Al día siguiente, su regimiento partió para Francia” es un escalofriante anuncio del otro tipo de sangre con que el soldado tendrá que lidiar: la brutalidad de la guerra en las trincheras. El hecho de que Carter incluya esa última cuña histórica y política en el cuento permite una lectura de la historia de la condesa como el melancólico y arrebatado fin de una manera de escribir lo vampírico, que dará paso a otros horrores y, en términos literarios, a otras configuraciones del personaje del vampiro femenino. Tal vez una forma de habitar la noche que, además de existir en la tensión de la paradoja o de los contrarios, permita, en la oscilación entre la figura de la doncella o la de la femme fatale, espacios para una multiplicidad de encarnaciones de lo irregular, variantes para las que todavía no tenemos un nombre. En este sentido, la ambigüedad del final de cuento produce un último estremecimiento: el miedo de lo incierto, que Carter consideraba parte de la función moral de la literatura gótica y que ella misma resumía como la obligación de “provocar incomodidad”.7
Escucha el Bonus track de Aurora Piñeiro, con Fernando Clavijo M.
Imagen de portada: Amaya Giner, Invocan, 2024. © De la artista.
Me refiero a su identificación como un subgénero novelístico, pues en las tradiciones alemana y francesa, autores como Goethe o el Marqués de Sade, entre otros artistas del XVIII, hicieron aportaciones fundamentales para la estética gótica. ↩
Vicente Quirarte, Sintaxis del vampiro. Una aproximación a su historia natural, Verdehalago, Ciudad de México, 1996, pp. 23-24. ↩
Massimo Izzi, Diccionario ilustrado de los monstruos, Marcel Lí Salat y Borja Folch (trads.), Editorial José J. de Olañeta, Barcelona, 1996, p. 494. ↩
Linda Hutcheon, A Poetics of Postmodernism, Routledge, Londres y Nueva York, 1988, p. 222; y Bran Nicol, The Cambridge Introduction to Postmodern Fiction, CUP, Cambridge y Nueva York, 2009, p. 16. ↩
Angela Carter, La cámara sangrienta, Jesús Gómez Gutiérrez (trad.), Sexto Piso, Ciudad de México, 2017. ↩
Ibid. ↩
A. Carter, “Notes on the Gothic Mode”, The Iowa Review, vol. 6, núm. 3-4, pp. 132-134. ↩