La memoria del agua

Conciencia / panóptico / Febrero de 2021

Julia Piastro García

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Los pájaros prietos en el carrizal ya están aburridos de tanto cantar, los patos en l’agua de tanto nadar. El quebrantahuesos viene desde lejos a tomar sustancia de los huesos viejos…
Versada tradicional jarocha


Lucero rema despacio. Pants, echarpe árabe a modo de cubrebocas, mochila llena de plantas, look ecléctico como una afirmación urbano-rural. De vez en cuando me pide quitar los lirios que se enganchan al extremo del cayuco: “parecen unas plantitas ahí nomás, pero remar se vuelve mucho más pesado”. Un grupo de niños chapotea en el agua cubierta de musgo; a lo lejos una muchacha saluda a mi Virgilia chinampera. Nos deslizamos entre los terrenos: unos cuantos están rebosantes de cultivos; la mayor parte se encuentran yermos, habitados por familias que ya no se dedican al campo. “Puedes ver de todo por aquí”, comenta mi amiga, “la gente sube a los cayucos sus bicicletas, sus animales….” Es difícil no caer en la tentación de la nostalgia, vieja como la ciudad misma. El sonido del agua empujada por el remo, el cuerpo mecido por el cayuco, las garzas interrogando al lago con sus cuellos de origami… Todo induce a la romantización de un espacio que sigue siendo, a pesar de su evidente deterioro, uno de los principales pulmones de la ciudad y hogar de muchas especies endémicas. En un pasado no tan lejano, los campesinos traían a sus casas carretillas con kilos de ajolotes para preparar tamales, y frente al mercado vendían vasos de acociles —unos camaroncitos rojos preparados con chile y limón—. “Y pensar que esto se va a acabar”, suspira Lucero. “¿Cómo?” “Sí, es lo que dicen los investigadores. Que en diez años se va a secar toda el agua. A mí me cuesta creerlo. Aunque mira, si clavo el remo, no llega muy profundo. Ni siquiera se hunde por completo”. Miro el paisaje con detenimiento, como si quisiera aprendérmelo de memoria. Nos dirigimos a la chinampa de Claudia Medina, una de las pocas mujeres campesinas de Xochimilco. Claudia es fundadora del proyecto Lum K’inal, una asociación civil de productos orgánicos que también coordina una red de economía solidaria. Escuché hablar de ella por Lucero, quien trabaja todos los viernes como voluntaria en su terreno. Poco tiempo después la contacté para pedirle una entrevista virtual. “Lo más difícil ha sido lidiar con el machismo”, me cuenta a través de la pantalla, mientras amamanta a su hijo y bebe a sorbos una taza de café. Joven, risueña, Claudia parece la candidez en persona, pero algo en su forma de hablar delata una gran experiencia acumulada. Intuyo que la fortaleza necesaria para levantar un proyecto como Lum K’inal sólo puede partir de una inmensa ternura hacia el mundo —cosa nada fácil de sentir en estas épocas—.

Chinampa del proyecto Lum K’inal, 2020. Cortesía de la autora

Cuando entró a la carrera de biología en la facultad de Ciencias de la UNAM, Claudia no tenía en sus planes volverse agricultora. Sin embargo, observaba con inquietud la poca utilidad de los títulos universitarios para conseguir trabajo a últimas fechas. De forma paralela a la vida estudiantil decidió incorporarse a un proyecto de arte popular dirigido por un profesor de la UAM Xochimilco; durante ocho años estuvo visitando el caracol de la Garrucha, en Chiapas, donde, además de politizarse y conocer algunos proyectos de agroecología, tuvo una especie de revelación: sin tierra en realidad no tenía nada, ni dónde caerse muerta. Terminando la carrera empezó a trabajar en una universidad privada; con lo que ahorró se hizo de una chinampa y se asoció con dos amigas para dar talleres en el terreno. Me cuenta:

Hubo muchos obstáculos por ser mujer. Y por ser joven. Hay mujeres allá adentro en la actualidad, pero no están al frente de proyectos productivos. Son las que llevan el almuerzo, las que se quedan sentadas en el mercado con las carretillas —que también es un mundo de complicaciones—. Pero pues imagínate, nosotras éramos un símbolo no de admiración sino de curiosidad. Y nos tocaba de todo…

Desde chismes y robos hasta problemas con los productores; Claudia tuvo que resistir las tensiones de un ambiente sumamente tradicional: “Si yo tuviera la cantidad de sexo que me atribuyen los chismes, sería la mujer más satisfecha del mundo”, bromea. Sin embargo, con el tiempo se ha ido ganando el respeto de los chinamperos. “Formo parte de un colectivo que se llama Raíces de Agua”, dice. “La mayoría de los compañeros tiene más de sesenta años. Fue muy lindo porque me acogieron, me permitieron vincularme con ellos, se dieron cuenta de que podíamos conjugar nuestro conocimiento”.

*

“Ya llegamos”, me avisa Lucero. Amarramos el cayuco a un árbol y nos adentramos en un terreno abigarrado de hortalizas. Hay otros chicos trabajando ya. Al fondo, una pequeña construcción resguarda botes con toda clase de semillas y diversas herramientas: palas, guadañas, almocafres. Dejo mi mochila sobre una banca de madera. Hacemos un pequeño recorrido por el terreno y enseguida nos ponemos manos a la obra. Mientras barbechamos la tierra, Lucero me confía la importancia que le da a cada legumbre después de haber comprobado el tiempo y el esfuerzo que demanda el campo. También me habla sobre los distintos estados de ánimo que ha experimentado en la chinampa, especialmente cuando cae la noche y el lago se transforma en un inmenso espejo negro bordado de niebla. Bajo el cielo estrellado —imposible de observar en otros puntos de la ciudad— por momentos cree percibir a aquellos que habitaron ese mismo espacio hace mucho, mucho tiempo. Sus palabras tienen un dejo de sabiduría antigua, curioso en una muchacha que apenas pasa los veinte años, hace danza urbana y rapea en sus ratos libres. La identidad es un amasijo de préstamos y contradicciones: nos reconstruimos continuamente con la pedacería de lo que queda del mundo. La mayor parte de los jóvenes chinamperos son hijos de maestros: personas que buscan una alternativa frente a la actual precariedad económica y laboral, un regreso a formas de vida menos opresivas, donde es posible simplemente ser. Para los padres es difícil concebir que una persona con licenciatura quiera dedicarse a cultivar. Pero la ruptura en esta generación no sólo se percibe en el ámbito familiar: el interés por desarrollar un modo de trabajo amigable con el medio ambiente suele chocar con el uso de fertilizantes y pesticidas que ha incorporado y automatizado la mayor parte de los agricultores. En la chinampa, los compañeros me enseñan el apantle, un inmenso agujero en la tierra donde se filtra el agua que usan para regar. El agua se purifica gracias a las plantas que la cubren y a los microorganismos que alberga. Me quedo con el ojo cuadrado. “¿Y pueden tener ajolotes?” “Sí, por la temperatura, que ya es más fría”, responde un chico con tono experto. “No, cómo crees”, lo interrumpe Lucero, “al menos no todavía. Primero tendríamos que poner bonito el apantle, llenar las orillas de flores o algo así, para darles la bienvenida como se debe. Recibir un ajolote no es cualquier cosa”.

*

En algún lugar de nuestro congestionado inconsciente, los chilangos sabemos que nos estamos hundiendo en las aguas negras de nuestro supuesto desarrollo. Los lagos de la cuenca de México llegaron a cubrir más de 1 500 km². Antes de la Conquista, en Xochimilco corría entre las chinampas agua de manantial, que posteriormente fue entubada. Cada año la zona chinampera se hunde un poco más, rompiendo tuberías de drenaje cuyas aguas van a parar a los canales. Investigaciones académicas con títulos como “Las venas fecales de la cuenca de México: Una propuesta conceptual crítica para el análisis del metabolismo hídrico urbano” muestran cuán viciada está la relación entre la sociedad industrial y el líquido vital que usamos y desechamos maquinalmente. ¿Por qué aferrarse a este modo de vida como si fuera el único posible? ¿Qué extraña lógica nos lleva a aislarnos en una burbuja de esmog y plástico, escondiéndonos del Frankenstein posmoderno que nosotros mismos hemos creado? Escribía Salvador Novo en los años setenta:

La ciudad ha crecido y se ha desecado en fuerza de aprisionar los ríos, acequias y canales que antaño la surcaron. Sobre sus lápidas de asfalto, convertidas en calzadas y avenidas, ruedan autobuses y coches allí donde otrora (bonita palabra) remaron casas de agua, canoas y trajineras.

De regreso, las filas de autos se alargan hacia todas direcciones. En algún momento la carretera de San Gregorio dejó de ser un enorme sembradío de maíz y amaranto —con sus garrafas de nieve de coco al borde del camino y toda la cosa— para convertirse en un desfile de franquicias y puentes peatonales. El calor, como un gas invisible, nos ahoga poco a poco. Mis tripas rechinan al mismo tiempo que las del coche. “¿De dónde eres?”, me pregunta el taxista. “De aquí, de la ciudad”, respondo. Le cuento que vengo de pasar la mañana barbechando y desyerbando en Xochimilco. Le cuesta creerme, a pesar de que tengo el cuello y los hombros rojos por el sol. Miro por la ventana y me pregunto cuánto de lo que estamos recorriendo alguna vez fue agua.

Imagen de portada: Canales de Xochimilco. Fotografía de Serge Saint, 2014 CC