Patos ad infinitum
Trabajar como bibliotecaria de una escuela presenta muchos desafíos interesantes. Al que me estoy enfrentando hoy es qué hacer con todos los patos.
Los patos, si quieren precisión taxonómica, en realidad son grullas de papel. Pero las niñas que han estado todo el día recluidas en un rincón de la biblioteca, manufacturándolas industriosamente, las llaman patos. Para ser más exacta: pato, pato junior, pato junior junior, teniente oficial pato y el pobre Beto de pico maltrecho. Patos ad infinitum. Tienen distintos tamaños, desde el de una migaja hasta el de la tina de baño de Hulk Hogan.
Para apartarlas de mi escritorio, de por sí desastroso, decido colgarlas de la tubería de agua del techo. Anoto “hilo” en mi lista de cosas que debo traer de mi casa —junto con un cubo de cartón tipo mena de oro de Minecraft y unos cuantos libros de Magic Eye— porque ya no tengo margen en mi presupuesto, que disminuye rápidamente.
Cuando comencé a trabajar como bibliotecaria de la escuela, a inicios del año escolar, sabía que habría una curva de aprendizaje pronunciada, pero no tenía idea de lo boba que sería la mayoría de los problemas.
Tuve suerte de obtener este trabajo, considerando que no tengo una formación oficial en esta profesión. Antes de trabajar aquí, fui especialista en libros infantiles por más de quince años, vendía rompecabezas de Peter Rabbit para baby showers y copias de Colmillo Blanco a los precoces hijos literatos de abogados del centro de la ciudad. En muchos sentidos, era un trabajo de ensueño. Amaba a los niños y la literatura infantil. Pero el mercado se interpuso inevitablemente.
Siempre quise trabajar en una biblioteca escolar, sin embargo, cada vez es más frecuente que pidan tener un posgrado, y yo no estaba dispuesta a endeudarme con un préstamo e ir a la escuela tres años para conseguir un trabajo que pague menos de lo que gana un trabajador promedio de supermercado. Ya tengo un diploma inútil (de una maestría en poesía) y no me alcanzaba para pagar otra. Cuando se abrió este puesto de bibliotecaria, mis expectativas eran bajas, pero para mi sorpresa me contrataron tras una entrevista de diez minutos. Tuve una capacitación de cuatro horas con la bibliotecaria anterior, que consistió, principalmente, en aprender a usar el programa de la computadora de la biblioteca. Comencé a trabajar al día siguiente y he estado intentando acoplarme desde entonces. Quizá mi vida habría sido más sencilla si hubiera pagado miles de dólares para estudiar el manejo de catálogos desde un enfoque pedagógico. No obstante, la prueba de fuego siempre ha sido mi método favorito de aprendizaje y no hay mejor maestro que un salón con onceañeros recalcitrantes que no quieren leer.
Jacob Lawrence, The Schomburg Library, ca. 1986-1987. © A través de la SOMAAP, México, 2025.
La educación media —o como le llaman en otros países, la secundaria— es un entorno de gran riqueza antropológica. La escuela en la que trabajo tiene una matrícula de más de quinientos estudiantes, todos de entre once y doce años, confinados juntos en el purgatorio preadolescente —ése extraño espacio liminar entre la primaria y la preparatoria—. A menudo me siento como David Attenborough, testigo de un evento natural impresionante como la migración de la mariposa monarca o de los ñus que cruzan la sabana. Por momentos, el comportamiento de los niños puede ser cruel: cuando van dando sus primeros pasos hacia la adultez ponen los límites a prueba y tantean las jerarquías de bajo riesgo. Estaba un poco nerviosa por comenzar, me preocupaba que los niños detectaran mi obvia falta de formación y me comieran viva, como un montón de cangrejos invadiendo el cadáver de una ballena. Sin embargo, sentí alivio al llegar a la escuela y descubrir que, en general, los niños tratan al personal adulto como si fuéramos muebles vagamente sintientes.
Me tomó sólo un mes decidir que éste es el mejor trabajo que he tenido. Lo mejor es la compañía. Díganme inmadura si quieren, pero me gusta pasar tiempo con los niños. Son brillantes y graciosos, y cada día está repleto de anécdotas bizarras y de hilarantes chismes en el patio. Ben invita a Sierra al cine y sufre un ataque de pánico; a Jaxon se le cae el diente a media clase e intenta apostarlo en una partida de póquer en el recreo. A inicios del verano, los niños se van de campamento, unos encuentran un gatito extraviado y lo mantienen en secreto en su cabaña durante una semana entera antes de llevárselo a casa y adoptarlo. Después de haber dejado la escuela hace tantos años, se siente una extraña nostalgia por estar de vuelta en el mundo del arte con palitos de paleta y crisis en los concursos de talento. Con frecuencia me siento como un fantasma que regresa al aire húmedo y con aroma a lápiz de la infancia.
Muy pronto se vuelve evidente que muchos de los niños no tienen idea de cómo funciona una biblioteca. No saben las palabras para referirse a los préstamos o a las devoluciones, qué es un glosario o cómo están acomodados los libros en las repisas. Comienzo a enseñarles el Sistema de Clasificación Decimal Dewey y tengo que volver atrás cuando veo que la mayoría no entiende la diferencia entre ficción y no ficción. Hacemos una búsqueda del tesoro, que dejó por escrito la bibliotecaria anterior, al inicio del año, pero incluso las preguntas fáciles son demasiado difíciles. Sólo hay un niño, en una escuela de quinientos, que sabe quién es el autor de Belleza Negra. Borro la pregunta de la actividad y la sustituyo por una pregunta sobre el Capitán Calzoncillos. Por recomendación de otros bibliotecarios locales, me dispongo a deshacerme por completo del sistema Dewey y me embarco en un proceso de un año de generificación de la biblioteca —acomodar todos los libros de misterio juntos, con emojis de lupas rojas en el lomo y con naves espaciales alienígenas para los de ciencia ficción.
Hay un montón de desafíos. Mi presupuesto no está ni cerca de ser lo suficientemente grande para mis ambiciones de catalogación, entonces, me paso horas en tiendas de segunda mano rasgando los estantes en busca de versiones de novelas populares en descuento. Recordar los nombres de los quinientos niños es casi imposible. El manga se desvanece de los libreros para nunca volver. Los niños pierden libros y mienten sobre ello con la confianza imperturbable de futuros políticos en el rostro. No pasa un solo recreo en el que no tenga que regañar a estudiantes por arrojar libros, meter paletas de contrabando o usar la computadora de la escuela para buscar memes prohibidos, que me son tan incomprensibles como la piedra de Rosetta.
Jacob Lawrence, The Library, 1978. © A través de la SOMAAP, México, 2025.
Antes de comenzar este trabajo, no tenía idea de cómo manejar un grupo de niños de once años, meses después lo sigo averiguando sobre la marcha. La bibliotecaria anterior era un poco más estricta; su biblioteca era un lugar silencioso y el ajedrez era el único juego permitido. Mis métodos son un poco más laxos. Ya no se espera que las bibliotecas sean catedrales circunspectas de conocimientos arcanos y no me molesta un poco de parloteo, si eso hace que los niños entren. Pero constantemente me veo en la necesidad de reescribir mis propias reglas a causa del doloroso proceso de prueba y error. Les permito a los estudiantes jugar Gatitos explosivos, sólo para tener que retractarme una semana después, cuando el ruido se vuelve demasiado intenso. Aprendo por la mala que algunas normas están ahí por una razón.
La parte más difícil de mi trabajo es lograr que los niños lean. Muchas cosas han cambiado en los veinticinco años que transcurrieron desde que yo tenía once. Una de las razones por las que sentía un entusiasmo especial por trabajar con estudiantes de esa edad es que se han escrito muchas obras de literatura realmente buenas para este rango específico, en el que están cruzando el umbral entre la inocencia y la experiencia. Cuando acepté el puesto, soñaba con acercarlos a mis favoritos de la infancia, como Tamora Pierce y Terry Pratchett. Lo primero que hice fue comprar ejemplares de La brújula dorada y los otros libros de la trilogía de Philip Pullman y unos cuantos clásicos faltantes, como Ana de las Tejas Verdes. Éstos han permanecido en su sitio acumulando polvo todo el año, sin ser leídos, mientras que la adaptación gráfica de Sobreviví la gran inundación de melaza, 1919 no deja de salir volando por la puerta.
Por el tiempo que pasé trabajando en librerías, sabía que la ubicuidad de la tecnología digital ha disminuido los periodos de atención de los niños, pero me impactó la gravedad del problema. Incluso a los niños más literatos, que aman leer y felizmente se devoran entera una serie de novela gráfica en menos de una semana, les cuesta mucho trabajo terminar un libro de capítulos cortos. Cumplí once al mismo tiempo que Harry Potter, una saga que fue clave y marcó el comienzo de una edad de oro para la literatura infantil, revitalizando todo un género. En contraste, en 2025, uno de los mercados que está teniendo una caída más rápida es el de las novelas para niños de educación media. Hoy en día, los chiquillos sólo quieren manga. Mi filosofía es que todo lo que haga que los niños lean es algo en lo que vale la pena invertir, así que gasto mucho de mi presupuesto en la búsqueda de series populares de cómics y en la compra de adaptaciones en manga de Sherlock Holmes, pero esto es una pesadilla para mi asignación de recursos, pues cada serie de cómic tiene cientos de volúmenes, más de los que puedo pagar. Para transicionar a los niños hacia libros más avanzados, ideo un bingo muy elaborado, con premios e incentivos; sin embargo, hay días en los que no puedo evitar sentir que la lectura se está encaminando, poco a poco, hacia la misma dirección en que se encuentran el repique de campanas o el canto de madrigales.
Jacob Lawrence, The Library, 1960. © A través de la SOMAAP, México, 2025.
Aun así, hay momentos que me dan esperanza. Una niña viene y me pregunta por un ejemplar de Crimen y castigo, un libro que a la mayoría de los adultos les intimida demasiado como para siquiera hacer el intento de leerlo. Otro niño me pregunta por un ejemplar de Eso de Stephen King, del que encuentro varias copias en una tienda de segunda mano. De pronto, los niños que han estado escondidos en el rincón de la biblioteca durante todas las sesiones, golpeándose entre ellos con revistas de cacería y pesca enrolladas, se están peleando por ver quién se lleva prestado un libro de setecientas páginas. Es cierto que probablemente Stephen King no sea apropiado para lectores de once años, pero hoy en día ellos tienen acceso irrestricto a contenido mucho más perturbador en línea y, en comparación, los payasos asesinos parecen encantadores. Simplemente me hace feliz verlos emocionarse con un libro, aunque sea por una vez.
Este desinterés generacional no es culpa de los niños. Crecieron en la época de oro de los videojuegos y están acostumbrados a la satisfacción inmediata de los algoritmos digitales, diseñados para elevar al máximo la dopamina. Una y otra vez, la investigación demuestra que la mejor manera de hacer que a los chiquillos les guste la lectura es leerles en voz alta con regularidad desde una edad temprana. Pero a muchos nunca les han leído más allá de unos cuantos anodinos libros de imágenes. Los profesores se esfuerzan mucho por remediar esto. Una de las nuevas profesoras empieza su clase leyendo el primer capítulo de un libro diferente cada día. Muchos de los clásicos, como The Silver Sword [La espada de plata] o La maravillosa medicina de Jorge, caen en saco roto. Desesperada, le doy, sin inspeccionar el primer capítulo, un ejemplar de The Killing [El asesinato], de Robert Muchamore, sobre espías, para adolescentes y un éxito en ventas. A medida que comienza a leer en voz alta, la profesora y yo nos horrorizamos al descubrir que el libro está lleno de declaraciones extremadamente degradantes sobre la madre del personaje principal que tiene obesidad mórbida y su novio alcohólico y bueno para nada. Los niños estallan en carcajadas con risas histéricas, golpeando el piso y apretándose el estómago. Cuando termina el capítulo, el salón entero le ruega que lea otro y luego otro. Una semana después, un grupo de niñas que detestan la biblioteca se encuentran con una versión ilustrada de El gigante egoísta, de Oscar Wilde, que tiene muy malas imágenes y lloran de risa con las espantosas ilustraciones. Empiezan a venir a la hora del almuerzo para carcajearse de la abultada nariz roja del gigante y su desfavorable corte de pelo, y me ruegan que les encuentre más libros ilustrados que contengan gigantes horrendos. Con gusto, las complazco. Antes de que suene la campana para las vacaciones de verano, cuelgo al teniente oficial pato del techo sobre mi escritorio. Hay que celebrar las pequeñas victorias.
Imagen de portada: Jacob Lawrence, Students and Books, 1966. © A través de la SOMAAP, México, 2025.