El animal que somos

Una panorámica personal

Animales / crítica / Mayo de 2020

Isabel Zapata

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En el libro XI de la Historia general de las cosas de Nueva España fray Bernardino de Sahagún describió a las criaturas que poblaban entonces nuestra vasta geografía.

Los europeos que inventaron América no conocían el lustroso rojo de las plumas de la guacamaya, la lengua áspera del toznene ni al xoloitzcuintle, que al lado de sus mastines y sus galgos parecía como de otra galaxia. El comportamiento de las bestiecillas locales llamó la atención del misionero, que escribió sobre la naturaleza agradecida del cóyotl y admiró la manera en que el tlacuatzin cargaba a sus crías en el cuerpo. Su interés, por supuesto, no es excepcional; los animales han estado en el centro de nuestras historias y reflexiones desde que tenemos memoria, y seguramente desde antes. Son nuestro espejo: comemos como cerdos, hacemos el oso, cogemos como conejos, nos quedamos como perro de las dos tortas, dormimos como lirones, se nos hace el corazón de pollo, hablamos como pericos, cacareamos el huevo, nos hacemos patos, andamos como león enjaulado, viboreamos al prójimo, estamos más locos que una cabra, nos ponemos truchas, somos pobres como ratón de iglesia, nos sentimos como pez en el agua, andamos a caballo entre una cosa y otra. No es entonces extraño que los animales estén presentes en la literatura, un oficio que trata justamente de indagar en los recovecos de nuestra humanidad. Preguntarnos qué es un animal tiene que ver con la manera en que entendemos lo que significa ser nosotros y no ellos, profundizar en lo que nos hace humanos (una cuestión que —como los hallazgos científicos recientes dejan cada vez más claro— estamos lejos de resolver). Sin embargo, los libros en donde los animales aparecen en papeles protagónicos no suelen tomarse muy en serio, pues a menudo caen en lugares comunes y terminan siendo un pretexto para hablar de algo que nada tiene que ver con ellos. El bestiario se vuelve humano, demasiado humano. Con excepciones notables, por supuesto, en las que los autores dotan a los animales de personalidades propias y logran tejer una trama que los considera en todo el sentido de la palabra, al ponerlos al centro del escenario, hablar de sus vidas privadas y de lo que ocurre al margen de nuestra mirada. Son precisamente algunos libros de este tipo los que han acompañado de cerca mi camino como lectora, como persona humana y como habitante de este terrible hermoso planeta al que llamamos hogar.

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En “Informe para una academia”, de Franz Kafka, Pedro el Rojo se dirige a un grupo de señores que le ha pedido hacer un relato de cómo era su vida como simio antes de convertirse en un europeo promedio. Desde su captura en África, el animal ha pasado por cinco años de adiestramiento, muchos de ellos en una jaula en la que aprendió, poco a poco, a saludar de mano y a beber aguardiente hasta “evolucionar” y convertirse en humano. Pedro habla de su transformación con una ironía que desarma al lector. De su vida salvaje no recuerda nada: “Yo no podría hacer lo que hice si me hubiera aferrado obstinadamente a mi pasado”. ¿A qué ha tenido que renunciar en este supuesto salto evolutivo? Acaso lo verdaderamente importante de este relato no está en lo que la memoria conserva, sino en lo que ha tenido que olvidar. Las fronteras entre personas humanas y personas no humanas, de por sí tenues en la época de Kafka, han colapsado en los últimos años. Tras décadas de estudio, el destacado primatólogo holandés Frans de Waal ha concluido que el andamiaje moral de los seres humanos no difiere demasiado de ciertos mecanismos de cooperación y tendencias afectivas presentes en algunos animales. El cuestionamiento de la concepción antropocéntrica que hace Kafka desde la literatura —en cuyos relatos los animales tienen una voz propia, no ejercida por el ser humano— va en ese mismo tenor. Estoy segura de que le hubiera gustado conocer la historia que Andrea Wulf cuenta en La invención de la naturaleza, sobre un mono que Humboldt conoció en Venezuela y que era capaz de identificar en los libros de zoología a los insectos que le gustaba comer.

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Julian Barnes narra, en El loro de Flaubert, los cuatro encuentros cercanos, de los que existe registro, entre Flaubert y los loros: el primero cuando era niño y conoció al perico de Pierre Barbey, un capitán de barco retirado que solía visitar a su padres; el segundo durante un viaje a Italia en el que se topó con un hombre cuyo pájaro enfermo lo acompañaba a cenar cada noche en un hostal; en 1851 cuando, de regreso de Venecia, escuchó a uno que imitaba maravillosamente a los gondoleros, y un par de años más tarde, en Trouville, cuando un loro que gritaba “As-tu déjeuné, Jako?” lo desesperó con sus silbidos irritantes.

Barnes cuenta también que, durante las tres semanas que le tomó escribir “Un corazón sencillo”, Flaubert tuvo un loro disecado sobre su mesa, un fantasma emplumado que le sirvió de inspiración para escribir la historia de Félicité y su entrañable Loulou. Si Félicité representa el carácter de Flaubert, dice Barnes, el loro contiene su voz. ¿Félicité + Loulou = Flaubert? Puede ser. Pero me gusta más pensar que Loulou tiene su personalidad propia, y una tan grandiosa que lo hizo meritorio de ser disecado por su amiga al morir para ponerlo en un pequeño altar y preguntarse si el Espíritu Santo no estaría mejor representado por un perico que por una paloma.

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No es fácil elegir solamente a un par de perros entre la vastísima cantidad que habita la literatura: Argos, que reconoció a Ulises cuando volvió a casa disfrazado de anciano harapiento; Cipión y Berganza, que filosofaron en los callejones de la Valladolid del siglo XVI; Buck, que pasó de ser un animal doméstico en el valle de Santa Clara a uno salvaje en las montañas blancas de Alaska; Flush, cómplice inseparable de Elizabeth Barret Browning o (hablando de Elizabeths) cada uno de los catorce perros de los que habla Elizabeth von Arnim en Todos los perros de mi vida.

Pero de esta lista, a la perra que más cariño le tengo es a Tulip, la pastor alemán que alegró quince años de la vida de J. R. Ackerley y que protagoniza su libro Mi perra Tulip, en cuyas páginas el editor no es más que un testigo de la fisiología y las manías de un animal con el que compartió un amor sin fisuras.

Otra amistad entre escritora y perro que recuerda a la de Ackerley y Tulip en toda su maravillosa complejidad ocurre en El amigo, en donde Sigrid Nunez cuenta la historia de una mujer que adopta a un gran danés arlequín cuyo dueño —su amigo y mentor— muere súbitamente.

Como Tulip (o Cipión o Flush o Buck), Apolo está al centro de la trama del libro: Nunez no tarda demasiadas páginas en dejar claro que su presencia es mucho más poderosa que la de cualquier ser humano y que resulta esencial en un proceso de duelo que la lleva a replantearse algunas preguntas importantes, no sólo sobre los mecanismos del cuidado, sino sobre su oficio de escritora y su vida toda: ¿Es el dolor lo mismo que el sufrimiento? ¿A qué se refería Simone Weil cuando dijo que, al momento de decidir entre dos caminos, conviene elegir el más difícil? ¿Para qué dedicarse a escribir otra novela en medio de tantas más (algo que, de no hacerse, nadie extrañaría)? A partir de esta especie de conversación (ya que el que una de las partes no hable con palabras no significa que no se comunique), el libro se vuelve una diatriba contra la escritura y un poco contra los escritores, a quienes la autora revela como seres egocéntricos y notablemente crueles al lado de la dulzura y sabiduría de su amigo de cuatro patas. Con sus noventa kilos, Apolo es una especie de maestro zen que imparte sus lecciones sin decir demasiado, un gigante mudo que invita a su nueva dueña (aunque sospecho que la protagonista preferiría la palabra amiga o compañera) a olvidar las exigencias de su ego y centrarse en el día a día. Cuando Nunez ganó el National Book Award el año pasado con El amigo, mucha gente creyó que el mérito estaba en el perro. No me sorprendería ni tampoco me parece algo criticable: la amistad entre perros y escritores es legendaria y sucede, por supuesto, también fuera del papel. Escribe Fabián Casas: “Me es difícil describir a Rita. Podría conformarme con decir que es mayormente de color negro y que tiene un collar blanco en el cuello. Pero describir a Rita me parece improductivo. Rita no está en el lenguaje, toda descripción suya fracasa si no la vemos en vivo.” Y es que los perros son imposibles de definir del mismo modo en que las personas lo somos. Viven en ambos mundos, dice la poeta Mary Oliver: no son completamente salvajes, como los coyotes o los búhos, ni están totalmente domesticados como nosotros. ¿Cómo no amarlos?, se pregunta Carlos Droguett en su novela Patas de perro, cuyo protagonista es un muchacho que ha nacido con unas “robustas y orgullosas, enhiestas y casi fieras” patas de perro: “El perro es un impreciso dios de los hombres […] es el animal más humano que existe y el más idealista y el que más ansía la libertad.”

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¿Qué se dicen los pájaros cuando cantan? ¿Tienen amigos las jirafas? ¿Prefieren las ratas la comida francesa? Las respuestas no están, por supuesto, en los libros. Pero en ellos abundan las preguntas que me interesa hacerme, justamente porque sé que no habré de llegar a ningún lado. Por eso yo también me siento representada, como Hebe Uhart, por el carácter del rústico (según la clasificación de Teofrasto), que por ninguna razón se detiene o se inquieta en la calle, pero en cambio se queda parado mirando cuando ve un buey o un asno.


Escucha el Bonus track de Isabel Zapata, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: Lucanus cervus. Fotografía de Udo Schmidt, 2015