¿Por qué nuestra comida siempre es la mejor del mundo?
Leer pdfA mediados de septiembre de 2025, Ibai Llanos, uno de los más conocidos y exitosos creadores de contenido de redes sociales en habla hispana, pedía explicaciones a través de un video acerca de la “locura” que había supuesto la victoria de Perú en el llamado “Mundial de los Desayunos”, que él mismo había organizado por medio de su canal de Instagram un mes antes. En un video publicado el 15 de agosto de 2025, Ibai explicaba que, para zanjar el debate acerca de cuál es la mejor gastronomía, había creado el “Mundial de los Desayunos”. El video, mientras escribo estas líneas, acumula casi 14 millones de visualizaciones, sólo en la plataforma de Meta. Por su parte, el video en que el influencer español anunció la final entre Venezuela y Perú fue visto poco más de 73 millones de veces, mientras que el que confirmó el triunfo de Perú sobre Venezuela rozó las dieciocho millones de visualizaciones.
Entre el 15 de agosto y el 13 de septiembre, millones y millones de usuarios de Instagram, YouTube y TikTok votaron a través del canal de Ibai, ya sea apoyando el platillo de su propio país o el de algún otro por el que sentían predilección o, simplemente, simpatía. Ese video final, visto algo más de dieciocho millones de veces, en el que Ibai se mostraba sorprendido por la pasión con que los peruanos vivieron el mundial gastronómico que creó, recopila una serie de reacciones llamativas ocurridas en el país del ceviche, el famoso chef Gastón Acurio y las más de cuatro mil variedades de papas: letreros espectaculares en las autopistas llamaban a votar por el pan con chicharrón —una torta de cerdo frito en su propia grasa junto con una salsa de cebolla morada, limón y chile, y rodajas de camote frito—, los noticieros televisivos daban seguimiento en vivo al conteo de votos en las distintas etapas —octavos de final, cuartos, semifinal y gran final— y, por último, la expresidenta Dina Boluarte interrumpió un discurso durante la inauguración de un terminal portuario para celebrar la victoria del representante peruano, como si de una competencia olímpica se tratara.
El nacionalismo o identitarismo gastronómico parecería fuera de control en Perú, pero, de hecho, como ya había dicho Anthony Bourdain, uno de los autores contemporáneos más agudos y brillantes cuando de cultura y cocina se trata, “la comida es todo lo que somos”. En una entrevista de 2010, publicada ocho años antes de su muerte y citada múltiples veces, Bourdain complementa su afirmación diciendo: “Es una extensión de nuestros sentimientos nacionalistas, nuestros sentimientos étnicos, tu historia personal, tu provincia, tu región, tu tribu, tu abuela. Es inseparable de todo eso”.
Ir a Palermo para mí, y luego para mi hermana menor, era una fiesta y una aventura. Porque esa Lima deteriorada y algo derruida del barrio de Balconcillo, en La Victoria, nos ofrecía una ventana a una capital menos próspera y más sufrida donde mi padre había pasado su infancia y juventud, pero también nos brindaba sabores que no encontrábamos habitualmente en nuestra Lima más moderna y acomodada.
Mujer indígena cocinando pescado, ca. 1850.
Cuando escucho a algún compatriota —sí, soy peruano— defender con los ojos llenos de orgullo y excitación que su comida es la mejor del mundo y no hay discusión que valga (proclama a la que se adhieren más amigos y conocidos de los que me gustaría admitir) o cuando aquí en México, donde vivo desde hace siete años y cuya gastronomía siento que descubro día a día, escucho o leo afirmaciones igual de taxativas e inequívocas sobre la cocina tradicional mexicana, reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco (como bien se encargan de recordarme de tanto en tanto), me pongo, primero, en guardia, algo a la defensiva, y luego recuerdo esas palabras de Bourdain.
A diferencia de otras expresiones culturales, la cocina, la comida, posee dos características que la hacen ineludible y que la ligan a nuestro fuero más íntimo. Por un lado, más o menos, mejor o peor, y exceptuando situaciones extremas de diversa índole, todos comemos. Y, por ende, todos tenemos un pequeño crítico gastronómico dentro que, a su manera, se siente capacitado para dilucidar qué platillo es más sabroso y cuál receta o ejecución de dicho platillo supera a otras en calidad. Por otro lado, todos comemos desde siempre, al menos desde que tenemos recuerdos, y esos recuerdos culinarios están íntimamente ligados al hogar y a las personas —por lo general, nuestra madre, nuestra abuela— que nos cuidaban, nos protegían y nos alimentaban en esos primeros años.
Así, cuando hablamos de cocina, cuando hablamos de los platos que asociamos con nuestra identidad nacional o cultural, como bien dice Bourdain, estamos hablando de nuestra abuela, de nuestra tribu, de nuestra familia. Y a nadie le gusta que venga alguien “de fuera” a decirle que su familia no es tan buena como la suya. Esas características hacen que los recuerdos, ya sea sensoriales, sociales o emotivos, asociados a la comida, se encuentren sellados a fuego en nuestra mente. Yo, por ejemplo, tengo un recuerdo inquebrantable relacionado con el pan con chicharrón.
En la Lima de los años ochenta y noventa en la que crecí, el pan con chicharrón era un plato popular pero no gozaba de la ubicuidad que tiene ahora. Hoy, uno puede llegar al Perú y marcharse del Perú con un pan con chicharrón en la barriga o la mochila. Existen, según mi última visita, por lo menos dos locales en el recientemente inaugurado Nuevo Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, donde se puede comprar este ahora internacionalmente conocido manjar peruano.
Pero en mi infancia el pan con chicharrón estaba reservado para los desayunos familiares de domingo o las ocasiones especiales. No era habitual encontrarlo ofertado a diario ni por todas partes. Excepto en un lugar al que mi padre me llevaba de tanto en tanto. Palermo, una modesta y pequeña cafetería, se encontraba —y, de hecho, todavía se encuentra— en La Victoria, un barrio más popular y menos suburbano que la Lima en la que yo crecí, pero a donde mi padre me llevaba, a veces solo, otras veces con mi madre y hermana, cada vez que él sentía nostalgia de la Lima más populosa en la que creció. Y, sobre todo, cada vez que se le antojaba un pan con chicharrón o una butifarra, otro sándwich —“sánguche” diría un peruano— típico limeño a base de jamón cocido —jamón del país en peruano— que no tiene nada que ver con el embutido catalán.
Ir a Palermo para mí, y luego para mi hermana menor, era una fiesta y una aventura. Porque esa Lima deteriorada y algo derruida del barrio de Balconcillo, en La Victoria, nos ofrecía una ventana a una capital menos próspera y más sufrida donde mi padre había pasado su infancia y juventud, pero también nos brindaba sabores que no encontrábamos habitualmente en nuestra Lima más moderna y acomodada.
Tienda de dulces, ca. 1850.
Entre esos sabores, pocos se comparan a los sánguches de chicharrón y la butifarra del Palermo. Pese a que llevo unos veinte años escribiendo de cocina y a que he tenido la fortuna de recorrer buena parte del planeta degustando los platillos y las preparaciones más variados, todavía me sorprende el poder evocador de esos recuerdos infantiles.
Mientras escribo las palabras pan-con-chicharrón y butifarra-del-Palermo mis glándulas salivales empiezan a secretar y mis neuronas se aceleran para conjurar el recuerdo del sabor de esos dos manjares, pero a la vez buscan y rebuscan, y encuentran, con no demasiada dificultad, el rostro del fundador y dueño del café, Orestes Guibu, de ascendencia japonesa, que saludaba con mucha familiaridad a mi padre. Y también la cara de uno de sus empleados, responsable de cortar el cerdo y armar los sánguches, quien gritaba de tanto en tanto “máaaaaaaaaaas paaaaaaaaan” cuando se agotaba su materia prima.
Mi memoria trae también los aromas a café, jamón y cebolla que flotaban en el ambiente, el ruido de comensales satisfechos arrugando pequeñas servilletas de papel luego de devorar uno o dos sánguches, el color blanco del Nissan de mi padre y las risas de mi hermana y mi madre.
Seguramente buena parte de los peruanos tiene recuerdos similares atados a un pan con chicharrón y a varios de los platos que constituyen nuestra identidad cultural gastronómica. De la misma forma en que los mexicanos, dependiendo de la región en que hayan crecido, tienen la memoria cosida a un taco de cochinita pibil, un mole negro, una orden de pastor, unas carnitas michoacanas, una ración de barbacoa en domingo o un buen plato de machaca con huevo y tortillas de harina.
¿Quién puede decirles a esos peruanos o a esos mexicanos que esas delicias hiladas a su experiencia de vida, que les hablan de los momentos en que fueron felices o se sintieron cobijados, que les hablan de su familia, sus amigos, su barrio, su ciudad, su tribu, no son las mejores del mundo?
Ni siquiera una horda gigantesca de usuarios de internet votando en las redes sociales de uno de los más influyentes y talentosos creadores de contenido del mundo en habla hispana. Ni siquiera la Guía Michelin o The World’s 50 Best Restaurants. La mejor comida del mundo es y será siempre la que sentimos como nuestra.
Imagen de portada: Dibujos atribuidos a Francisco Fierro, Picantería, ca. 1850. Todas las imágenes provienen de la Yale University Art Gallery, dominio público.