dossier Chile: Literatura JUL.2025

Rafael Gumucio

El sexo de los tímidos

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Como los dos eran tímidos, pensaban que no era necesario perder su tiempo en timideces. No se conocían, pero se gustaron a la orilla de esa fiesta en que Irene conocía a todo el mundo y Xavier no conocía a nadie. Se vieron a lo lejos y, sin introducción, ella le dijo “ven” y lo llevó de la mano al fondo del jardín donde tenía su taller. Recién entonces Xavier, que había llegado allí por el amigo de un amigo de un amigo (esas cosas que pasan en la playa), supo que ésa era la casa y aquél el jardín de la mujer menuda, trigueña, ligera y ajada que abría como una cueva de los tesoros el umbral de una cabaña que era también su taller.

​ Móviles, cuadros varios, herramientas cortantes, pantallas de lámparas sin lámpara detuvieron al visitante, que necesitó que ella lo guiara entre los materiales con que ilustraba libros para niños de todas edades.

​ —Irene —se presentó, perdiendo el aliento que le quedaba suspirando su nombre. Después de hacer a un lado todos los obstáculos que llevaban a la cama, que estaba en el centro de la pieza, completó el beso que había dejado medio congelado en el jardín, cuando el ruido de las olas les permitió no tener que hablar de lo que tampoco habrían sabido decirse de saber sus nombres, sus profesiones. ​ —Ven, ¿cómo te llamas? —preguntó Irene. ​ —Xavier. ​ —Qué serio. ​ —El nombre nomás. ​ —Ven, ven aquí —insistió ella, obedeciendo sus propias órdenes, y se sentó sobre la cama como una escolar a la que liberaran de las tareas para siempre.

​ Torpe de una torpeza que no conocía, la siguió Xavier Izquierdo, que fue de nuevo por los labios secos y los brazos escuálidos de la mujer y se arrastró hasta el fondo de la cama húmeda de brisa marina, casi desnuda de cojines y cobertores. Sábanas blancas y encima otra tela de algún complicado arabesco ligeramente pardo se enredaron con su propia ropa lo suficiente para que, sonriendo entre burlona y piadosa, ella se dedicara a desvestirlo como se desvisten los niños en los jardines infantiles cuando se les enseña a usar la pelela.

​ —Ese ojo es lindo —e Irene le cubrió con la mano izquierda el ojo derecho para admirar mejor la pupila que quedaba cuando, ya desnudos, se encontraron a la misma altura en el centro de la cama abierta y desnuda. ​ —¿Y el otro es feo entonces? ​ —Ese ojo es lindo, el otro no —rio Irene con un ronco gorjeo de pájaro al que acaban de despertar de un largo sueño— ¿qué más quieres, patudo? Con un ojo lindo basta y sobra. La mayoría de los hombres no tiene ni una pestaña linda. También los labios son lindos. Tienes labios de príncipe árabe —y los cubrió con su boca para sellar su felicitación. Xavier aprovechó para tomar su cintura y la acercó a la suya con más decisión de la que se sabía capaz hasta entonces.

​ “Nada de amor”, se repitió a sí mismo como una orden. Nada de juramento, de promesas, de explicaciones de amor. Una desconocida que seguiría desconociendo pasara lo que pasara. Ni novia ni esposa; sexo casual, casualidad de casualidades, azar azaroso. Un cuerpo desconocido, que no quiso conocer, pero que supo poseer de antemano, que olió y abrazó, que exprimió y adivinó sólo por esa noche que se alargó demasiado. Mucho vino también y gin tónic en una casa y otra, de las tres en que llevaba celebrando cumpleaños de desconocidos.

Paula Ábalos, Blu II, 2023. Cortesía de Galería NAC.

​ —Más besos, no seas flojo —exigió Irene— más, más, así, así. Con toda la lengua, ya pues, con todo… ¿Cómo te llamabas tú? —y se rio de la impertinencia de su pregunta—. Soy una loca suelta, mira cómo estoy y no sé ni cómo te llamas y estoy toda empelota dándote besos con lengua. ¿No es absurdo? Ya no tengo quince años. ​ —Tienes quince años —dijo Xavier, porque algo en las esquinas más remotas de la voz ronca de Irene tenía efectivamente quince años. ​ —No digas huevadas. Yo ya estoy muerta, ya no me interesa tener quince años. Invéntate algo divertido por lo menos, no la estupidez de que tengo quince años. Hace quince siglos que no tengo quince años.

​ Era la primera vez que a Xavier no le dolía que una mujer se riera, en la cama, de él desnudo. Sabía que no era verdad; sabía que era absurdo y hasta tonto tomarse el sexo como algo de vida o muerte, pero no podía evitar la sombra atávica de que estaba por penetrar a una mujer haciendo algo que podía ser un hijo, es decir, un destino, un futuro, algo que concernía a la tribu también, algo que había que tomar con una seriedad que no le otorgaba a nada más.

​ Pero no hay hijos en ella, pensó aliviado cuando la besó, pues había menopausia, nido de arrugas al borde de la boca y de los ojos como nido de arañas. Algo de su frescura recién muerta que le hacía sentir que a ella no tendría que explicarle nada mañana, que no importaba mañana; por fin tenía esa noche y sólo esa noche para exprimir su piel sorprendentemente fría. Fresca, se corrigió para encontrar en todos sus defectos cualidades.

​ —Es primera vez que hago esto —siguió riendo Irene, convertida ahora en un canario perfectamente despierto saltando de un trapecio a otro de una jaula absurdamente blanca—. No eso —se corrigió mostrando las sábanas desnudas—. No eso, sino con alguien de quien no sé el nombre, quiero decir —y su voz cascabeleante lo desnudó de cualquier escrúpulo, como lo hicieron sus senos pequeños pero ligeramente caídos que representaban, tanto como su voz, la manera en que convivían en ella dos edades: los imborrables quince años en que no sabía nada pero intuía todo y los sesenta o sesenta y cinco o quizás incluso setenta que calculaba Xavier que ella no acababa nunca de cumplir esa noche. ​ —Yo también —se disculpó también él—. Es primera vez, quiero decir. En una fiesta sin saber nada de la persona, quiero decir. Esto así, es primera vez. ​ —Pucha, estamos mal entonces. Tendríamos que encontrar un profesional que nos enseñe cómo se hace esto bien.

​ Y les dio risa y pena saberse estancados al comienzo del acto irreparable que estaban a punto de cometer. Sorprendidos en los preliminares sin la música de fondo que permite no cantar a capela y saber el ritmo y los acordes y no mirarse desnudo. Ella como esas cuentas de cristal que brillan cuando el sol las toca y luego son vidrio solamente.

​ —Eres musculoso tú —se sorprendió Irene tocándole los músculos del antebrazo a Xavier— parece que no tuvieras fuerza, pero igual tienes tus músculos.

​ Él trató de hacerlos crecer apretando los puños y doblando el brazo como un fisiculturista. Riendo, ella midió la fuerza de él, que sólo pudo mantener tensa unos segundos.

​ —Fuerte tú. Qué musculoso… Qué tontera —se sonrojó ella, de pronto, de jugar a ser adolescentes que miden sus fuerzas—. Qué tontera más grande todo esto. No te preocupes, no te elegí por tus músculos. ​ —Bueno, pero si los necesitas, igual tengo… No estamos obligados a hacer nada si no quieres —trató de consolarla él—. Somos adultos, tú sabes, podemos hacer lo que queremos… ​ —Adulta será tu hermana. Vamos, ven más cerca. Acércate. ¿Vamos a culear sí o no? ​ —Si quieres, sólo si quieres —pero ya le respiraba Irene rubia, o más bien desteñida, tan cerca, tan tibio que no había escapatoria posible. ​ —Soy tu putita. Ven. Ven arriba mío. Ya pues, apúrate, no tenemos toda la vida, es ahora o nunca. Penétrame ya, ven —decidió Irene por los dos y sus piernas se ataron a la cintura de él, que sin poder escapar empezó a hacer lo que los ojos tejidos de minúsculas venas de Irene le ordenaron hacer.

Recipiente antropomorfo de los diaguitas, Norte Chico de Chile, ca. 1100-1450. Princeton University Art Museum, dominio público.

​ Y las manchas de té de su pecho y el verde pedroso de sus ojos y algo raramente masculino en su mentón y una cierta coreografía lejana en sus movimientos en que nada era ni improvisado ni ensayado; su cabeza hacia atrás, sus párpados cerrados, sus piernas sobre los hombros de Xavier que la penetraba de pronto sin sentir del todo que lo hacía, como si estuviera recordando que lo hacía, como si atravesara ese recuerdo con su pene que no encontraba en su vagina perfectamente mojada ni la menor barrera.

​ ¿Cómo pasó a estar sobre esa piel suave, que de puro uso se ha vuelto como una delgada capa de papel de arroz? Casi transparente en toda su blancura. Un gemido tan suave y dolido y feliz a la vez, un brillo relampagueante en el fondo de los ojos; las ganas de pedirle disculpas por entrar en ella y al mismo tiempo ganas de partirla en cuatro como a los traidores en la Edad Media, atados una pierna a un caballo que va hacia el norte, otro hacia el sur, otro al este y el último al oeste.

​ Su garganta como un palimpsesto, los suspiros que respiraban como respira el fuego antes de ser llamas en el arbusto, pero llamas que no se consuman. El ritmo ascendente de besos en la curva de sus orejas y más besos de vuelta de su lengua felina y la seca piel de su frente. Hasta que con la punta de los pies alejó el hambre de Xavier y, golosa, entreabrió con los dedos los labios de su vulva:

​ —Entra ahora, adentro mío, todo adentro —sus diminutos dientes descalcificados le exigían hacer de un modo definitivo, descarado, abierto y sin escapatoria lo que llevaba unos minutos haciendo en distintas y aproximadas posiciones, ángulos, maneras. ​ —Ya pues, ahora, ahora adentro… Métemelo entero hasta el fondo —tan joven, tan imperiosa a la vez, tan impaciente, tan temible Irene que Xavier, asustado, buscaba instintivamente en su mente alguna disculpa, alguna explicación para desviarse de la obligación de penetrar su vulva abierta entre sus dedos. ​ —Es que… puede ser que… —no la encontró y entró en ella disculpándose, mirando asustado hacia los lados por si un grupo de ingleses lo estaban viendo con sus monóculos, auscultando la escena. ​ —Ya pues, más, más adentro, ya pues, más… —ordenó ella con un graznido—. ¡Más…! ¡Más…! ¡Más… adentro! ​ —¿Cómo te llamabas? Perdona, se me olvidó completamente cuál era tu nombre —preguntó él con la punta misma de la voz cuando estuvo totalmente dentro de Irene y quiso gemir su nombre. ​ —Da lo mismo eso, cómo me llamo, sigue nomás, sigue, adentro, más adentro… —rugió Irene antes de hundirse más al fondo de sus propios gemidos, en torbellino; su cabeza hundida en un solo huracán de papeles sucios y plásticos desechables. Hasta el fin, el mar, o los aplausos, la luz después del túnel que da a otro túnel y otro pasillo con espejos y otro pantano perfecto del que sólo puedes alcanzar su pelo constelado en la almohada y sus brazos y su sudor y su rabia y su alegría como un coro en medio de la venganza de los violonchelos. ​ —¿Qué te pasa? —salió bruscamente él de ella—. ¿Estás loco? No te salgas ahora. ¡Entra de nuevo! ​ —No, nada. Es raro todo esto. ¿Quizás si conversamos un poco primero? —preguntó él, atravesado de un súbito miedo al verla gemir y gemir con una voz cada vez más gruesa, rabiosa, masculina, que no se parecía nada a la de la niña tímida que lo llevó de la mano, al final del jardín, como si tuvieran los dos catorce años, ¿una hora o dos antes?, ¿un siglo? ¿Quince siglos? ​ —¿Estás loco tú? —rugió ella, indignada—, ¡entra rápido, ya pues, entra…! Apúrate, ya pues… ahora, ahora, ahora —le tomó la mano a Xavier y lo recondujo hasta sus piernas abiertas donde él se quedó inmóvil unos segundos.

Paula Ábalos, Sobre un sueño I, 2023. Cortesía de Galería NAC.

​ La vio presionando, ascendiendo, gimiendo y gimiendo y ascendiendo sin él, cada vez más fuerte, revolcando su sexo contra lo que quedaba del sexo de él, que no sabía qué más podía dar. “¡Más fuerte, más fuerte, más fuerte!”, frotándose ella contra él y con él y sin él al mismo tiempo, tomando las manos de él para que apretara sus minúsculos senos, mientras cerraba con todas sus fuerzas los párpados y los muslos, la pared misma de su vientre para empezar sola a cantar su canción de vasos quebrados y luz de amanecer y atardecer juntas. ​ —¡Mierdaaaa, por la misma mierdaaaa! ¡Eso, eso era, era eso!

​ Con algo de envidia por su gozo perfecto, Xavier decidió vengarse y separar sus piernas satisfechas y entrar en ella de nuevo sin que ella manifestara la menor emoción. Puro cuerpo sin mirada ni gemidos, ni enojo, ni excitación, como si estuviera ya en otra parte totalmente inaccesible. Siguió Xavier con toda la fuerza, que no recordaba haber tenido, en su propia melodía. Ya no le importaba el orgasmo y ya no importaba el alivio, sólo esos segundos de silencio, de no saber, de no poder, de no querer pensar en nada después del gozo en que se desramó en ella, en que se perdió en ella para siempre con un pequeño gemido de animal herido en el fondo de un barco. ​ —Pobrecito, tan discreto que eres, mi pajarito, te fuiste sin avisarle a nadie —y acarició Irene el pelo a Xavier, mientras éste se acostaba sobre su pecoso y reseco pecho. ​ —¿Eres feliz? —preguntó Irene y, sin esperar la respuesta, se puso a hablar con una voz que no se parecía nada a la ronca y tempestuosa voz del orgasmo de medio minuto antes, del aura de cada uno de los árboles de su jardín que lo iluminan cuando todas las luces se apagan. Todos menos los eucaliptos, que no tienen alma, porque no todas las cosas tienen alma—. ¿No sé si sabes? Por eso algunas nos atraen y otras no —también habló de su exmarido, que la odiaba, porque Irene siempre creyó en los seres humanos y Álvaro, su primer marido, sólo creía en la plata y el poder—. En el fondo es tan triste porque nunca tuvo amigos, pobre Álvaro, tan solo, tan torpe, tan niño el pobre.

​ “No me interesa nada lo que me cuenta, pero me siento feliz de que me lo cuente”, atinó a pensar Xavier Izquierdo, mientras ella sacaba de la cómoda una caja de madera y un pito de marihuana que encendió con las brasas ardientes de las velas que prendió para iluminar la pieza, pero ninguna de esas cosas, el pito y la vela, tenían ningún olor.

​ —Mira, ésas son fotos de mi matrimonio —y sacó, de un montón de cartulina y papel prensado, un álbum que abrió justo en las fotos que buscaba—. Los dos bien hippies, viste. Álvaro era superrebelde cuando chico. Sus papás eran unos alemanes superrígidos. Se suponía que Álvaro venía a romper con todo. Se suponía que era artista, iluminado, lleno de ideas locas. Se suponía que íbamos a ser distintos a todos los demás —decía Irene con los ojos cerrados frente a las fotos que acariciaba con la mano como si temiera que se escaparan.

Un cuerpo desconocido, que no quiso conocer, pero que supo poseer de antemano, que olió y abrazó, que exprimió y adivinó sólo por esa noche que se alargó demasiado.


​ Xavier miraba las margaritas en el pelo, los senos erguidos detrás del vestido blanco, mirando siempre el suelo, un detalle, algo que le permitía escapar; al lado ese hombre de corbata enorme y bigote que creía haberse comprado un sueño y que acababa de despertar a una pesadilla.

​ —Tanto miedo a morirme. Tanto miedo a la muerte, ¿para qué? Tanto miedo a no volver cuando una siempre vuelve. Álvaro ahora es un gordo que juega golf. Se casó con una de las secretarias de su mejor amigo, Hernán Büchi, y le ha parido seis hijos, uno más rubio que el otro —mientras ella no pudo engendrar con él más que “un feto sin pulmones”, dice sin dolor y llena de dolor al mismo tiempo, recita como quien canta que su muy católico suegro la obligó a cargar con el niño muerto los nueve meses del embarazo aunque sabía que terminaría en el parto de un niño sin ojos y sin pulmones, incapaz de resistir la luz del quirófano.

​ Fue horrible, una carnicería terrible. Y aunque Irene ya no quería tener hijos, cuando supo que no engendraría más se puso a llorar dos días, tres, tantos años, a escondidas y al final en público, que su marido no aguantó más y la dejó por esa secretaria que le da más pena que rabia. Por eso cuando quedó inesperadamente embarazada de un amor de verano y todos le dijeron en todos los tonos que abortara o la diera en adopción, ella dejó que creciera su vientre, que naciera su hija Milena, porque era la vida que volvía, su vida, lo único que queda, lo único que importa al final: la vida.

​ —Ustedes los hombres no pueden entender eso. La sacaron de adentro mío. Me miró y la miré y supe que era ella. Nació y yo supe que la muerte ya era un puro trámite para mí, que la Milena era yo antes de ser yo, que iba a seguir siendo yo cuando yo ya no estuviera. Pero ¿qué te importan a ti todas estas cosas que cuento yo? —y en súbito ataque de pudor se cubrió los huesos de los omoplatos con una bata transparente de motivos criptomalasios y se puso a contar de cuando se sacó toda la ropa en Miami y se sintió como recién nacida, perdonada, sola.

​ —Fue un escándalo porque era 1979 y nadie se sacaba la ropa en ninguna playa del mundo, menos los gringos, que son tan cartuchos. Crisis maniaca y luego semanas y semanas todo negro. Trastorno afectivo bipolar. Tú sabes, a los siquiatras les gusta cambiar el nombre a las cosas. Era locura, yo sé. Así se llama, así se debería seguir llamando. La piedra de la locura del cuadro. Pura y santa locura. Es más noble eso. Más real. Una tiene derecho a volverse loca por lo menos una vez en la vida. ¿No te parece?

​ Y saltó a ese tipo que se la llevó a Canadá y cómo escapó y terminó perdida en el aeropuerto de Frankfurt durmiendo cinco días en los asientos de la sala de abordaje y comiendo con unas pocas monedas sándwiches y papas fritas. Y los dibujos para niños, para lo que había mandado construir ese taller. Eso que la salvó de no seguir tratando de matarse; dibujar ilustraciones para cuentos que no existen más que en su cabeza y hacer cerámica y pantallas de lámparas, todo lleno de esos dibujos que ella nunca pensó que fueran para niños, porque ella no quería particularmente a los niños, pero los niños la querían a ella.

​ —¿Para qué me cuenta todo esto esta demente?, debes estar pensando tú todo el rato. Tienes razón, es una huevada con pata las huevadas que te cuento. ¿Por qué tiene una que contar toda su vida después de tirar? ¿No podría una tirar nomás, sin dar explicaciones a nadie? Los jóvenes hacen eso, parece. Me gustaría ser joven. Cuando era joven era demasiado vieja. Ahora siento que sabría cómo hacerlo. Mentira, me cargaría ser joven de nuevo. Ser vieja tampoco me gustó, pero no alcancé a probarlo, sólo el aroma. Me gustó vivir pero no sé si me habría gustado más otra cosa. No sé, no hay otra cosa, dicen, pero yo creo que sí, que hay otra cosa que no es vivir y que no es morir, que no es existir ni no existir. Cuando lo descubra te cuento —se rio sola atorándose con el humo de la marihuana que seguía misteriosamente sin oler a marihuana.

​ Xavier volvió a acariciarle en su pelo rubio el último rastro de infancia, el temblor de esa mujer desnuda en medio de sus ilustraciones para niños que tienen su misma edad. ¿Qué puede entregar a cambio? ¿Qué puede decir que ella no sepa?

​ —Me llamó Xavier —dijo él. ​ —Sí, ya me dijiste. Nombre de gente seria —apretó los pulmones para guardar en ellos lo que le quedaba del humo de marihuana. ​ —Xavier Izquierdo, así me llamo —repitió Xavier Izquierdo, como si de esa forma no sólo admitiera su nombre, sino que lo entregara, sin duda, sin modestia, sin disfraz—. ¿Cómo te llamas tú? ​ —Irene, te dije. ​ —¿Irene qué más? ​ —Irene nada más, Irene así nomás. Irene nomás —respondió ella soltando lo que quedaba de humo.

Vasija antropomorfa de asa puente de los diaguitas, Norte Chico de Chile, ca. 1100-1450. Princeton University Art Museum, dominio público.

​ Xavier no preguntó otra cosa. Aliviado de un peso milenario, se acostó del todo en la cama mientras Irene seguía de un lado a otro de la pieza encendiendo y apagando velas y lámparas. ​ —Tranquilo, duerme, nos vemos mañana —le dijo ella mientras él iba abandonándose en el ritmo continuo de las olas, hasta que lo despertó otra voz igual a la que lo dejó dormirse. ​ —Perdona —dijo una voz y los dedos le mostraron la vasija de greda toda pintada de uvas y pecadores desnudos hacia la que se estiraba el pequeño y menudo cuerpo sonriente de la mujer que lo despertaba. ​ —¿Irene? —preguntó Xavier, porque su silueta era la misma de la noche anterior aunque tenía un flequillo incómodo y unos kilos de más que no recordaba. ​ —Milena. Hace mucho tiempo que nadie se aloja aquí. No te quisimos despertar —y Xavier buscó en su cuerpo los restos de la borrachera que lo explicarían todo. Pero no le dolía ni la cabeza ni el estómago, aunque sí la espalda por haber permanecido toda la noche en una lonja estrecha de una cama de oxidados resortes que efectivamente parecía, como el resto de la cabaña, haber sido abandonada hace años. Ni velas, ni pinceles, ni dibujos, a no ser por algunos polvorientos y mal colgados al lado de herramientas de jardín sucias y oxidadas. ​ —Está un poco arriba. Usted es más grande, yo soy una enana. ¿Me ayuda? —Milena le mostró la vasija, levantando todo lo que pudo al mismo tiempo brazos y cejas. Xavier obedeció, aunque era apenas unos centímetros más alto que ella. Aprovechó para distinguir las partes de su cara que conocía de las que eran nuevas. ​ —Gracias —dijo, con una timidez un poco estrábica, pero finalmente valiente, que él reconoció como una herencia de Irene. Y supo de inmediato que no debía preguntar por Irene misma: ¿dónde está Irene?, ¿dónde estuvo Irene anoche?, ¿dónde va a estar Irene mañana? Supo que con que Milena lo supiera bastaba, que justo él, entre todo el mundo, no tenía derecho a preguntar. ​ —Vamos a la playa todas. Ven con nosotras —y sin preguntar quiénes eran nosotras y a qué había que seguirlas, Xavier obedeció y caminó detrás de ella hacia el jardín, que recordaba mucho más amplio, y la casa en la que no recordó haber entrado nunca. En el antejardín, que tampoco recordaba, una serie de mujeres de la edad de Irene, vestidas con amplias túnicas y faldas en variantes del negro, el violeta y el azul oscuro, esperaban la vasija que incómodamente abrazaba Milena. Supo Xavier que era sólo el guardián de la vasija, su consecuencia, la estela que seguía el objeto, pero igual le sonreían.

​ Esa bendita maldición de ser bien educado no le permitió a Xavier gritar o preguntar nada sino sólo seguirlas hasta las últimas consecuencias: una puerta al final del condominio, el acantilado y en fila las mujeres detrás de Milena, que no era Irene, y la vasija que llevaba delante suyo como un niño lleva un tambor.

​ Bajaron así por una escalera hacia las rocas que todas las mujeres conocían. La seriedad perfecta con que sonreían a dos metros de la espuma rabiosa de las olas le permitió a Xavier olvidarse de seguir pensando en los recuerdos y los olvidos de la noche anterior. La marihuana sin olor, los dibujos colgando, la bata criptomalasia, sus ojos desorbitados, desnudo al borde del orgasmo. ¿Había sido la noche anterior? Un siglo o dos atrás le habría parecido igualmente creíble, como creíble el hecho de que quizás se durmió hace una década o dos, que eran ellas y sólo ellas las encargadas de despertarlo sólo para asistir a esta ceremonia que ellas ejercían de memoria, pero riendo también, tropezando, felices aunque de negro: griegas, celtas, incas, aunque perfectamente chilenas, tratando el viento a garabatos limpios cuando tenía el descaro de levantarles las polleras.

​ Xavier pensó que era el único hombre entre todas esas señoras y señoritas lindas, feas, o más o menos, pero reales, al fin y al cabo, reales. Se consolaba para asegurarse que no era parte de un símbolo, de una película de vanguardia o, peor aún, de una acción de arte que alguien desde otra roca estaba filmando. Milena, que no era Irene, que era lo contrario de Irene, unos pasos adelante con el enorme jarrón en las manos, equivocando cada paso que daba, pero sonriendo a las rocas como para pedirles disculpas y luego levantando la nariz con la seriedad perfecta que el olor del océano le permitía y seguir adelante más y más con el resto de las suplicantes, ayudando a que el jarrón no se quebrara, que era lo único esencial a esa hora de la mañana.

Paula Ábalos, Sobre un sueño, 2023. Cortesía de Galería NAC.

​ Las mujeres encontraron en las rocas su asiento, en círculo, alrededor de Milena, que acogió a su lado a la más vieja de ellas. La más extraña también, vestida sólo con una túnica de un morado oscuro que se cerraba con un elástico en su cuello lleno de inmemoriales arrugas. Se asustó Xavier un segundo de pensar que la centenaria podía ser la Irene de la noche anterior. Pero no: era la abuela de Milena, le alivió adivinar. ​ —Lindas —suspiraron las mujeres, cada una en su roca, cuando la abuela y la nieta levantaron el jarrón sobre sus cabezas. ​ —Preciosas —suspiró el coro de las mujeres—. Amorosas —siguió alentándolas, mientras Milena le entregaba su mitad del peso del jarrón a la abuela, que miró con los mismos ojos verdes rocosos de Irene hacia Xavier, que permaneció en una roca enfrentada a la de las mujeres. ​ —Ya pues. Te toca —le ordenó la abuela. ​ —Yo no puedo, yo no sé nada, yo vine a una fiesta nomás, no tengo nada que ver con nada —se disculpó Xavier Izquierdo mientras inevitablemente se acercaba al jarrón que la hija y la nieta le encargaban. El resto de las mujeres aprobaron, fascinadas, la entrega de la ofrenda. ​ —Es tuya ahora. Llévala tú —confirmó Milena la misión. ​ —Ahí, en el mar —le indicó la anciana, entregándole el jarrón, con todo y sus bajo relieves, a Xavier, que no lo esperaba ni tan pesado ni tan incómodo. ​ —¿Aquí? —le preguntó a la silueta de Milena mientras hacía lo posible para no resbalar sobre las algas y los moluscos que separaban el acantilado del océano abierto, que era el lugar donde supuso Xavier que las mujeres querían que llevara la vasija. ​ —Más en el mar —ordenaron y Xavier Izquierdo siguió un paso y otro más hasta sentir las olas salpicarle la cara. “Puta, la cagada; puta, me voy a ahogar; puta, me voy a caer. De haber sabido. ¿Qué más quieren estas minas?”, le hablaba a la vasija como le hablaría a Irene de estar seguro de que alguna vez existió, si alguna vez existió esa noche. ​ —¡¡¡Más!! —dijeron todas a coro—. ¡¡Más adentro!! —justo cuando miraba una ola llenar un corredor de piedra en el que se había ido internando. Huyendo de la espuma, resbaló entre las esporas pegajosas. Xavier soltó la urna, pero saltó instintivamente para buscarla entre las piedras antes de que se la llevara la marea. ​ —Puta, la cagué; la voy a buscar, no se preocupen —se disculpó él. ​ —¡¡Déjala ahí!! —dijo Milena, no pudiendo ahogar la risa que el resto de las asistentes dejaban escapar sin problema—. ¡¡Déjala, ven, súbete!! Te vas a matar, te va a llevar la ola, súbete —siguió ordenando la niña en la cima del acantilado. Pero el instinto era más fuerte y Xavier siguió abrazando la urna que recogió entre los huiros. ​ —¡Mar culeado, mar de mierda! ¡Sálvenme! —gritaba mientras, sin poder dejar de reír, las mujeres iban a buscarlo, testarudo y empapado al fondo del desfiladero en que intentaba no irse con la próxima ola hacia el fondo del océano Pacífico.

​ Las viudas lo jalaron hacia arriba, sorprendidas de que todo mojado y con una zapatilla menos siguiera abrazando el jarrón. ​ —¡¡Lejos, tíralo lejos!! —escuchó a sus espaldas la voz de Milena, sin timidez alguna. ​ —¡¡Lejos, lejos!! —siguió ordenando hasta que Xavier, victorioso por fin, le hizo caso.

​ Como el Dios griego que nunca más sería, levantó el malformado jarrón en la cima de sus brazos y lo lanzó lo más lejos que pudo: dos metros más adelante, o un poco menos, en la mitad de una roca invadida de almejas, piure y picorocos. Una ola cubrió la explosión de la arcilla y lo que suponía Xavier eran las cenizas de la amada que nunca sabría si había amado o no la noche anterior. No importaba. El cuerpo tembloroso de frío de Xavier Izquierdo fue cubierto por una olorosa toalla blanca con que el coro de mujeres fue secando su pelo, su cuello, su espalda, su pecho.

Imagen de portada: Paula Ábalos, Sobre un sueño, 2023. Cortesía de Galería NAC.