Del contrabando al peaje: notas para una historia social de la frontera sonorense
Leer pdfEran hijos de hombres que se habían pasado la vida arriba de caballos, arreando reses por todo lo ancho del desierto o peleando en la Revolución. Los habían criado capaces de cabalgar la noche entera para recoger carne seca, café y harina y regresar a la mañana siguiente al campamento con vituallas. Sabían usar armas, atender vacas parturientas, reparar automóviles, hacer tortillas y robar ganado mostrenco. Fueron la generación que entendió que el pastoreo libre había llegado a su fin y que ahora sería necesario hacerse de tierras y cercarlas. Dedicaron sus mejores años a pelear por linderos. Habían visto a sus padres llenar latas con goma de opio y cubrirlas con manteca para transportarlas hacia la frontera. Su brújula moral estaba calibrada para indicarles que no era el contrabandista quien merecía su desprecio, sino “el envidioso que le ponía el dedo”. En la segunda mitad del siglo XX, ellos y sus hijos pusieron ese conocimiento al servicio del contrabando de mariguana y gozaron por un tiempo de la bonanza.
Un día, uno de ellos vio a un gringo recargado en el cerco de su rancho. Era gordo, rojo y tenía una estructura de fierros y cables en cada pierna. Después supo que había recibido más de treinta balazos abajo de la cintura cuando fue soldado en la guerra de Corea. Cualquiera habría pensado que se trataba de dos vecinos conversando de casa a casa, si no fuera porque el alambre de púas que los separaba era también la frontera entre México y Estados Unidos. Al sur estaban los terrenos nacionales que el Distrito de Colonización del Desierto de Altar había puesto a disposición de nuevos propietarios para la explotación ganadera. El gringo, por su parte, estaba parado en territorio de la Reservación pápago, que en 1986 cambiaría su nombre a nación tohono o’odham. Unos diez kilómetros al oeste estaba la puerta San Miguel, uno de los últimos pasos transfronterizos activos de uso exclusivo del pueblo o’odham. Un testigo externo habría dicho que los dos hombres estaban platicando “en medio de la nada”; para los locales, sin embargo, el desierto estaba conectado por un red invisible de parientes, amigos, compadres y socios.
Se comunicaron como pudieron; el gringo le hizo saber que no estaba ahí para darle servicio al molino de viento, como hacía creer el letrero de Windmill Repair que le permitía transportar mercancía sin levantar sospechas en una camioneta carente de ventanas en el sur de Arizona. Estaba esperando un cargamento de mariguana que pronto llegaría de Caborca. Así inició una colaboración que duró varios años. Mucho tiempo después, la nota que publicó el Arizona Daily Star sobre la aprehensión del mexicano afirmaba que se trataba de un miembro de una red de contrabando (smuggling ring) conformada por dieciocho o veinte personas que operaban “en México y la Reservación”, omitiendo a los integrantes blancos. Aquello que él recordaba como una secuencia más o menos fortuita de intercambios y encuentros había adquirido, desde la visión de la ley, la forma de una organización con límites bien definidos. Ahora, treinta años después, cuando me habla sobre los delitos que se le imputaron en aquel entonces, me dice que lo juzgaron por ser “amigo de los pápagos”.
Algo similar sucedió en el caso de la mafia siciliana. En 1982, el parlamento italiano aprobó un cambió aparentemente insignificante en el Código Penal, un apartado nuevo al artículo 416, sobre las asociaciones delictivas. El añadido bis describe un tipo particular de asociación: la de carácter mafioso. Se estipula que una organización es mafiosa cuando “sus miembros se valen de la fuerza de intimidación del vínculo asociativo y de la condición de omertà” para cometer delitos y tomar el control de actividades económicas, gestiones, autorizaciones o servicios públicos. La nueva ley permite perseguir y juzgar a los integrantes de estas organizaciones por el simple hecho de pertenecer a ellas. Es decir, los jueces no necesitan evidencia de que el acusado haya cometido otros delitos, basta con que se pueda probar que es parte de la mafia. Ese cambio mínimo en la redacción de la ley fue el que permitió, por ejemplo, que el 17 de junio de 1983 la policía arrestara a 856 miembros de la Camorra en Nápoles y que en 1987 se sentenciara a 457 integrantes de la Cosa Nostra siciliana.
Lo interesante es que esto pone a la mafia en compañía de una gama mucho más amplia de “redes de confianza”, tal como las describió el sociólogo e historiador Charles Tilly.1 Los ejemplos van desde las hermandades y logias hasta las iglesias paganas o las redes de ayuda mutua. Las redes de confianza se definen como un número de personas, a veces desconocidas entre sí, unidas por un vínculo fuerte que exige el cumplimiento de una serie de obligaciones mutuas para llevar a cabo una tarea o un objetivo común de largo plazo. Tilly establece que la particularidad de las redes de confianza, a diferencia de cualquier otra forma de sociabilidad, es que los errores y faltas de uno de sus integrantes tienen la capacidad de poner en riesgo la realización del objetivo común e incluso la seguridad de los otros miembros: cada uno confía en que el resto no lo defraudará.
Ocotillo, 2020.
En sentido estricto, el contrabando no es más que la evasión de un arancel, es decir, la importación o exportación de mercancías sin el pago de los derechos aduanales correspondientes. No sorprende, por lo tanto, que en la medida que las fronteras y el cobro de tarifas han sido, en sí mismos, objeto de críticas y cuestionamientos, la criminalización del contrabando haya sido sólo parcialmente efectiva. Fue en el siglo XVIII, al mismo tiempo que se establecieron sistemas legales y policiacos que solidificaron las nuevas relaciones de propiedad, cuando las potencias europeas se dieron a la tarea de tipificar, perseguir y castigar el contrabando con mayor vehemencia. Entre 1740 y 1750, cuando en las regiones inglesas de Sussex y Kent se produjo “una verdadera guerra de guerrillas entre los contrabandistas y los oficiales del gobierno”, decenas de contrabandistas fueron ejecutados; algunos de ellos, colgados.2
Desde un principio, sin embargo, las autoridades estatales tuvieron que admitir que estos esfuerzos eran poco efectivos. El común de la gente en las zonas costeras de Inglaterra “no veía en el contrabando ningún delito” e incluso consideraba como una suerte de derecho consuetudinario obtener mercancías a un precio más bajo.3 Esto no sólo era cierto para el grueso de la población que buscaba consumir té a menor precio, los economistas liberales clásicos, incluyendo a Adam Smith, también albergaron la idea de que la verdadera aberración no era el contrabando, sino la existencia de aranceles y barreras comerciales. En vez de intentar sellar las fronteras y defender militarmente las aduanas, una batalla que dichos liberales juzgaron perdida de entrada, consideraban que el Estado debía eliminar las tarifas y dejar que el comercio internacional se regulara a sí mismo según las ventajas comparativas de cada región.4
Si bien los contrabandistas han gozado, en distintos momentos de la historia, no sólo de aceptación sino de cierta popularidad, no se suele atribuir al contrabando una dimensión social, a diferencia, por ejemplo, de la interpretación que hace Hobsbawm de los bandidos; al hacerlo se correría el riesgo de exagerar el carácter del contrabando, una actividad que persigue sobre todo la ganancia individual. En diferentes épocas, no obstante, el contrabando ha adquirido una dimensión política, la cual ha sido formulada como un rechazo explícito a las tarifas arancelarias o a las restricciones a la movilidad humana. El caso más destacado de lo primero es, por supuesto, el incidente conocido como Tea Party, ocurrido en 1773 en Boston, que dio pie a la guerra por la independencia de Estados Unidos. Para protestar por la imposición de aranceles coloniales y el monopolio de la East India Company, los comerciantes vertieron al mar 342 baúles de té y optaron por adquirir esta mercancía de los contrabandistas holandeses. Ejemplos de lo segundo son las redes que, en diversos periodos, se han organizado para extraer y transportar a través de una frontera a personas para rescatarlas de la guerra, la esclavitud o de la persecución, como el Underground Railroad o el Sanctuary Movement en Estados Unidos.
Más que en el hecho mismo de la evasión de la vigilancia fronteriza, la condena social del contrabando se ha concentrado en la naturaleza de las mercancías intercambiadas. La oposición arquetípica entre una antigua mafia honorable y una nueva mafia sin honor se repite una y otra vez, y en gran medida esto tiene que ver con el estatus de las mercancías. Para justificar la brutalidad cometida contra los contrabandistas que se amotinaron en Sussex en el siglo XVIII, las autoridades estatales argumentaron que, a diferencia de los antiguos mercaderes que comerciaban principalmente con lana, los contrabandistas de té eran repudiables tanto por el tipo de sustancia —“oriental” y estimulante— como por pertenecer a una clase social baja. Sigue siendo cierto en la actualidad, sin embargo, que la gran mayoría de los productos que circulan por contrabando son bienes de primera necesidad: comida, ropa, medicinas.
En Smugglers and Saints of the Sahara, la antropóloga inglesa Judith Scheele hace una descripción fascinante de cómo fue cambiando el comercio regional e internacional en el Sahara durante el siglo XX. Desde la independencia de Argelia en 1962, prácticamente todo el comercio terrestre con Malí se declaró ilegal, con la excepción de los dátiles de mala calidad y algunos animales. Con todo, la distinción entre el comercio lícito (al-frūd al-halāl) y el ilícito (al-frūd al-haram) no depende de criterios legales, sino morales. El contrabando se considera una forma honorable de ganarse la vida, pero al comercio de drogas se le repudia con fuerza.
De hecho, explica la autora, la clasificación moral del contrabando se puede deducir de la velocidad del tráfico de mercancías y personas. El tráfico lento ocurre a la luz del día, por los caminos principales y, sobre todo, alimenta una red de parentesco, amistad y obligaciones recíprocas. Así viajan la leche en polvo, la semolina y la gasolina de Argelia; las telas y lentejuelas de Mauritania y los migrantes indocumentados de los países del Sahel. En cambio, en vehículos chicos de doble tracción que circulan de noche a altas velocidades y por caminos remotos viajan las drogas que entran por el golfo de Guinea hacia Egipto, Israel y Europa, así como los AK-47 que provienen de países como Chad, sumergidos en conflictos armados de décadas.
Papalote, 2020.
Es probable que no haya un texto más leído en antropología que la descripción que hizo Malinoski del llamado Kula Ring o circuito Kula en Argonauts of the Western Pacific. Se trata de una forma ceremonial de intercambio que conecta a cientos de hombres en dieciocho islas de Papúa Nueva Guinea. El interés del caso, desde el punto de vista teórico, radica en que los bienes intercambiados no tienen ninguna utilidad práctica, son brazaletes y collares que viajan en direcciones contrarias. El intercambio, por lo tanto, no satisface necesidades materiales, como argumentaban los economistas utilitarios, sino que tiene una función social y política más amplia: crear un sistema de obligaciones mutuas que asegure cierto grado de confianza y hospitalidad y mitigue el riesgo de otros viajes y transacciones de larga distancia.
Los hombres que a partir de la década de los setenta se embarcaron en el contrabando de mariguana en la región rural de Sonora y Arizona se dedicaban a una gama actividades económicas alternas: criaban reses en ranchos propios o ajenos, eran dueños de comercios, algunos habían migrado a Arizona, donde trabajaban de lunes a viernes y los fines de semana volvían a sus ranchos en Sonora. La mariguana era un ingreso adicional y ellos trabajaban como subcontratistas autónomos, se les llamaba “cruces” y se encargaban de organizar la logística del contrabando a través de la frontera. Se servían de su conocimiento de la geografía local, pero también de su capital social, es decir, de las relaciones de reciprocidad y confianza con las personas que cruzarían la frontera con la carga y con aquellas que la recogerían del otro lado.
Formaban parte de una clase media ranchera que se había hecho de cierto nombre y algunas propiedades. No pertenecían a esa oligarquía terrateniente que en Sonora ha permanecido casi intacta desde el siglo XIX, pero tampoco eran los jornaleros que trabajaban como vaqueros o ayudantes en los ranchos y que ingresarían a las filas de los burreros, quienes hacían el trabajo pesado de cargar paquetes de veinte kilos de mariguana hacia la frontera y a través de ella. A veces había alguien “menos afortunado que los demás”, explica un contrabandista de esos años, que recibía alguna propina por caminar detrás de ellos con una escoba para borrar las huellas.
La gran mayoría de los terrenos por los que transitaban rumbo a la frontera eran ranchos privados con una extensión de miles de hectáreas, aunque también había algunos ejidos y ranchos menores que habían logrado establecerse en las tierras enajenadas a los grandes latifundios después de la Revolución. La principal función de los cercos que separaban los ranchos era impedir que las vacas ajenas pastaran en terreno propio. La circulación de vehículos, caballos y personas por los caminos comunales que atravesaban propiedad privada era libre. Había incluso una especie de acuerdo tácito que permitía el tránsito de burreros, contrabandistas y migrantes. Hay un tipo particular de sociabilidad que se produce en las regiones remotas, donde la gente pasa mucho tiempo sola. Los contrabandistas conversaban con los vaqueros, compraban queso, pedían agua, acampaban cerca de los ranchos, y así iban estableciendo los nodos de esa red que convierte al desierto en un espacio habitado.
El contrabando, como toda transacción que ocurre fuera de la ley, está siempre bajo el acecho de riesgos internos y externos. En este mundo, la figura más repudiable era la del bajador, una especie de pirata que se dedicaba a asaltar a los contrabandistas en el camino. Además existía el riesgo, más sutil, de que alguno de los integrantes de la red fingiera un robo para quedarse con una parte de la mercancía o buscara alterar la transacción de algún modo para obtener un beneficio propio. Para mitigar ese riesgo, se estableció la norma de que una mano derecha del dueño de la mercancía estuviera presente en todo el proceso de cruce, para que fungiera como testigo en caso de un asalto o contratiempo con la ley. Poco a poco, sin embargo, se fue imponiendo un mecanismo distinto para garantizar “la protección” de los contrabandistas, defenderlos de los bajadores, del acecho de los policías y de una nueva amenaza que apenas se perfilaba como tal: los grupos contrarios.
La loma de las mujeres, 2016.
En la primera década de los 2000 se produjo una transformación social de consecuencias profundas. Un proceso comparable con el cercado de tierras de mediados del siglo XX, pero fundado en una nueva noción de propiedad, distinta de la tenencia de la tierra. Los antiguos guardaespaldas y guardias privadas de los contrabandistas se erigieron como “dueños de la plaza” y se estableció el cobro de cuotas a todas las personas que desearan cruzar de forma clandestina la frontera de Estados Unidos, principalmente a los migrantes. Si hasta entonces la vocación de la región había sido evadir la vigilancia fronteriza, ahora la frontera se estaba reproduciendo, multiplicándose de manera fractal en cada pueblo, cada plaza, cada ruta. Cada nodo de la red se convirtió en el celador de una puerta que sólo se abriría mediante el pago de peaje. Este nuevo sistema no es específico de las zonas fronterizas, sino que se ha extendido a todo el territorio nacional. Del mismo modo en que uno puede calcular el monto total del peaje que pagará en un trayecto determinado, un contrabandista de migrantes centroamericanos explicó recientemente que la totalidad de cuotas que cada migrante debe pagar a “dueños de plaza”, policías, militares y otras agencias estatales por ingresar a México y desplazarse hasta la frontera sonorense es de alrededor de sesenta mil pesos.
Para imponer el nuevo sistema de cobro de cuotas a los dueños de la plaza y de los segmentos de frontera, se requería una estructura administrativa y militar movilizada de forma permanente, como sucede con las fronteras estatales. Se necesitaban cobracuotas en los pueblos para recaudar los pagos y registrar el número de personas y mercancías que cruzarían la frontera; puntos con radios a lo largo del camino para detener las camionetas y contar a la gente que llevaban, y sicarios con armas para cuidar las fronteras de la amenaza de los grupos contrarios. La estructura, entonces, mutó: dejó de ser una red y hoy, lo que localmente se conoce como “mafia” o “los sicarios”, se convirtió en una suerte de burocracia. Es un sistema de cargos con competencias relativamente bien definidas que cualquier persona puede desempeñar de manera indistinta. Los ocupantes de esos cargos no son dueños de sus medios de producción —automóviles, armas, radios— ni requieren necesariamente de un capital social local.
Pocas cosas ilustran mejor la magnitud de la transformación social que llevó de la evasión de la vigilancia en las fronteras a su proliferación como los comentarios de aquel viejo contrabandista que en la década de los setenta se asoció con un gringo para traficar mariguana. “Sicario quiere decir pistolero, ¿qué no? O sea que éstos siguen a un jefe… No entiendo qué persiguen. Yo ya me perdí.”
Escucha el Bonus track de Natalia Mendoza, con Fernando Clavijo M.
Todas las fotografías son cortesía de Miguel Fernández de Castro.
Charles Tilly, Trust and Rule, Cambridge University Press, Nueva York, 2005. ↩
Cal Winslow, “Sussex Smugglers”, en Douglas Hay et al., Albion’s Fatal Tree: Crime and Society in Eighteenth-Century England, Pantheon Books, Nueva York, 1975, p.119. ↩
Ibid., p. 149. ↩
John Ramsay McCulloch, en John J. Lalor (ed.), Cyclopedia of Political Science, Political Economy, and of the Political History of the United States by the best American and European Authors, M.B. Carey, Chicago, 1899. ↩