Discapacidad en pandemia: Un mosaico de experiencias

Discapacidad / dossier / Noviembre de 2020

Marcela Vargas, Pablo Padilla González

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Arturo: la distancia no es sana

Arturo no siente frío. Le puedes echar una cubeta de agua helada y no sentirá frío. Por eso la ropa le molesta y, sin previo aviso, se desnuda en casa o en un lugar público. Cuando era un niño de tres años eso resultaba muy simpático. Hoy, adolescente de doce años, es bochornoso. Cuando sea un adulto de 25 años, será ofensivo y hasta podría ir a dar con sus huesos a la cárcel. Arturo se encuentra en el Trastorno del Espectro Autista (TEA). Además de que su cuerpo es incapaz de percibir bajas temperaturas, su oído no separa estímulos auditivos: todo lo oye al mismo volumen. Esas condiciones físicas afectan sus interacciones sociales: tanto el hecho de desnudarse como, por ejemplo, no poder decir su nombre. Él tiene doce años pero sus habilidades sociales son las de un niño de tres. Su madre, Nancy Anaya, se ha convertido en una experta en TEA. Da cursos sobre autismo y trata de derribar los mitos que se han construido en torno de esta condición: en sesiones de Zoom enseña que los niños con TEA no son genios (como Dustin Hoffman en Rain Man). Tampoco son criminales. Y que llamar “autista” a un político para acusarlo de necedad o cerrazón es un acto de discriminación, por cierto bastante común entre articulistas y medios de comunicación mexicanos. La dedicación de Nancy ha cambiado la vida de su hijo. Arturo sabe que sí puede desnudarse, pero sólo dentro de su cuarto. Ese logro tiene un precio: 15 mil pesos al mes, que es lo que cuesta la educación de su hijo, una pequeña fortuna en un país donde el salario mínimo es de 3 mil 700 pesos. Nancy no desembolsa esta cantidad porque trabaja en la organización civil Centro Integral Aunar, especializada en educación para niños con TEA. A su hijo lo atienden expertos que son compañeros de trabajo de Nancy. La emergencia sanitaria por la pandemia de COVID-19 ha hecho más difícil la vida para personas como Arturo y sus cuidadores. La sana distancia es difícil de entender para cualquier infante. Para un niño con TEA se vuelve incomprensible: su educación requiere contacto físico. Desde que se recomendó el confinamiento para evitar el contagio, Arturo tiene a un terapeuta en línea, además del acompañamiento de su madre. Pero él es privilegiado. Cada año nacen unos 6 mil 200 bebés con TEA. Para ellos las opciones de educación pública son muy limitadas y lo serán aún más después de la pandemia. Ni siquiera es posible saber cuántos estudiantes con autismo asisten a escuelas públicas. En el ciclo escolar pasado, la Secretaría de Educación Pública (SEP) registró unos 600 mil estudiantes con discapacidades, superdotados o con TEA, pero no especificó cuántos corresponden a cada rubro. Para estos niños la SEP ofrece dos opciones: los Centros de Atención Múltiple (CAM) y las Unidades de Servicio y Apoyo a la Educación Regular (USAER). Hay mil 666 CAM y 4 mil 500 USAER en el país, pero todos permanecen cerrados por la pandemia. Los micrositios y recursos en línea están muy lejos de sustituir las terapias y clases presenciales que requieren personas como Arturo.

Claudio: un posible sustento

En abril, un mes después de que la pandemia llegó a México, Adriana Gurría se puso a hacer caretas, de esas que cubren el rostro y que —aparentemente— ayudan a detener el paso del coronavirus. Las vende por internet en la página La tiendita de Claudio. Claudio es su hijo, tiene 21 años y nació con síndrome de Down. La angustia de Adriana es la misma de miles de madres de niños con discapacidad: quién va a cuidar y sostener a sus hijos cuando ellas no estén. Si el negocio de caretas funciona, espera Adriana, esa pregunta podría estar más o menos resuelta. Porque del gobierno mejor no esperar mucho. En México hay 7 millones 800 mil personas con discapacidad. La política oficial de la Cuarta Transformación es darles mil 310 pesos al mes, menos de 44 pesos al día. Pero aun esta medida avanza con lentitud: para agosto del 2020 apenas 805 mil personas recibían este dinero. La meta es llegar a un millón para fines de año. Recibir dinero es buena noticia para cualquiera; sin embargo, los mil 310 pesos se quedan cortos a la hora de pagar cuidados y educación especial. Claudio iba a una escuela privada pero la abandonó con la pandemia: su mamá ya no pudo pagarla. Con muchos esfuerzos, Adriana todavía costea terapias individuales para su hijo, pues significan la posibilidad de que él se comunique con frases completas. Aun cuando las escuelas regresen a clases presenciales, Claudio permanecerá en casa por más tiempo. Las deficiencias en su sistema inmunológico lo hacen más vulnerable ante enfermedades como el COVID-19. La primera mexicana menor de 25 años en morir por complicaciones de esta enfermedad fue una niña de 12 años con síndrome de Down. Su condición se agravó por una cardiopatía congénita y la inmunosupresión derivada de su discapacidad. “Las personas que tienen síndrome de Down tienen mayor susceptibilidad a las infecciones”, explicó el 15 de abril Hugo López-Gatell, subsecretario de prevención y promoción de la salud de la Secretaría de Salud federal que todos los días informa las cifras de fallecimientos y contagios en México. Sin embargo, después de aquel anuncio poco se ha sabido del impacto de la pandemia en personas con discapacidad: la Dirección General de Epidemiología, que alimenta a diario una base de datos con el monitoreo de la pandemia, no mantiene un registro de las personas con síndrome de Down (ni con cualquier otra discapacidad) que se hayan contagiado, recuperado o fallecido por COVID-19. La insistencia de Adriana en enseñar a su hijo cómo cuidarse del coronavirus va surtiendo efecto. Cuando salen a entregar los pedidos de La Tiendita de Claudio, él solito le recuerda que necesitan careta y cubrebocas para protegerse del “bicho”.

Pintura de fondo gris con textura de puntos, al centro tres siluetas negras a cuerpo entero de personas con detalles en amarillo. Max Tinajero Telésforo, Falena, 2018. Cortesía del artista

Coral: terapias a distancia

Coral Guerrero gesticula frente a la pantalla. Canta, aplaude y manotea para mantener la atención de Claudio en una de sus sesiones de terapia en línea. Su sonrisa enmascara el cansancio físico de atender a sus pacientes vía remota. Se despide, apaga la cámara y se queda sola en lo que antes era la sala del apartamento que comparte con su hermano en la colonia Moderna de la Ciudad de México. Cuando empezó la contingencia se deshicieron de algunos muebles y ella acondicionó ahí un estudio para dar clases por videollamada a jóvenes con discapacidades intelectuales. Coral es doctora en cognición musical y especialista en integración sensorial para personas con discapacidad. Sus sesiones duran una hora, da tres o cuatro terapias diarias y termina exhausta, con la sensación de que sus vecinos la odian de tanto cantar y tocar la guitarra. Cada uno de sus estudiantes tiene necesidades diferentes, así que requieren atención personalizada. La pandemia mostró que hasta en las instituciones especializadas fue complicado adaptarse al formato a distancia: si logras tener a siete niños en línea al mismo tiempo, ¿cómo puedes darles el mismo contenido curricular?, ¿cómo mantienes su atención si están rodeados de distractores en casa? Pero, agotada y todo, Coral nunca pierde la sonrisa. Espera que su esfuerzo evite un retroceso grave en el aprendizaje de sus pacientes. Hasta ahora es inviable regresar a clases presenciales. “Es muy complicado garantizar la desinfección”, explica. “Hay mucho contacto físico en persona: los chavos luego se te avientan para darte un abrazo o si necesitas contenerlos; es inevitable tocarlos”. Si un terapeuta o maestro se enferma de COVID-19 o es portador asintomático pone en peligro a los estudiantes y a sus familias. Coral mantendrá la modalidad en línea durante los próximos meses. Está investigando cómo integrar unos dinosaurios animados o algo así de llamativo a su transmisión. Le preocupa tener que convencer a algunos padres de familia de que mantener las terapias a distancia es importante, especialmente si las escuelas no pueden recibir a los chicos en un salón de clases.

Luz Mariana: construir autonomía

Para comunicarse por Skype, la psicóloga Luz Mariana se sienta sobre un colchón en el suelo y recarga la espalda en una colchoneta que cubre la pared. Sonríe y gesticula; estira los brazos y el cuello para enfatizar sus comentarios. Para quien la escucha por primera vez, estos sonidos resultan incomprensibles. Para “traducir” está Maricarmen, su intérprete, quien desde otra ventana de la videollamada va desenmarañando las exclamaciones como si fueran otra lengua —el idioma personal de Luz Mariana—. Una vez que se acostumbra uno a su voz, entonación y expresiones corporales, es posible comprender sin el apoyo de Maricarmen. La parálisis cerebral de Luz Mariana afecta su movilidad, postura y capacidad para comunicarse verbalmente, pero no altera sus habilidades intelectuales. Los periódicos de su ciudad la llaman “una mujer sin límites” y “la prueba de que los imposibles no existen”. Es servidora pública: desde 2014 trabaja en el gobierno estatal de Querétaro, encargada de mejorar las condiciones de vida de las personas con discapacidad en la entidad. Además, es directora de la asociación Andando, I.A.P., fundada en 2012 y que se especializa en inclusión y atención integral a personas con todo tipo de discapacidades. Su meta es ayudarles a ser tan autónomos como sus limitaciones lo permitan. Que, como ella, sepan qué apoyos necesitan y tengan forma de solventarlos. A diferencia de la mayoría de las personas con discapacidad en México, Luz Mariana tiene un trabajo estable, no precarizado, que le permite pagar una silla de ruedas especial, los servicios de Maricarmen y una conexión a internet para mantenerse comunicada y atender sus compromisos profesionales. La autonomía depende de que las personas con discapacidad puedan decidir sobre su propio destino. A pesar de que la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas (que México ratificó en 2006) establece su autonomía y capacidad jurídica, el Estado y la sociedad “infantilizan” a esta población, y en la mayoría de los casos tienen asignado un “tutor”. Carlos Ríos Espinosa, experto en derechos de personas con discapacidad para la organización internacional Human Rights Watch, resume:

Si quieres tener hijos, casarte, comprar un auto, rentar, lo que sea, no puedes si no tienes capacidad jurídica. Si estás bajo tutela, ¿cómo será escuchada tu opinión sobre con quién o dónde quieres vivir?

Un confinamiento eterno

La “sana distancia” con la que hoy evadimos el contagio de coronavirus ya era una realidad para las personas con discapacidad, cuenta el psicoanalista Israel Nettel, quien tiene 18 años de experiencia trabajando con jóvenes con discapacidad. “La gente no se les acercaba, no los integraba ni buscaban hacerlo. Ese miedo al contagio que hoy domina la conversación refleja el trato que se les dio siempre”. Luz Mariana del Castillo cambia su expresión cuando habla de la negligencia del Estado hacia las personas con discapacidad. Sus rasgos se endurecen, como su tono de voz. “Conadis no tiene cabeza desde hace más de un año”, dice. Se refiere al Consejo Nacional para el Desarrollo e Inclusión de las Personas con Discapacidad, que carece de titular desde diciembre de 2018. El desinterés del gobierno federal por estos problemas existe desde antes de la pandemia y es herencia de sexenios anteriores, pero en esta administración ni siquiera hay con quién comunicarse para discutir el tema: las dependencias relacionadas se pasan la bolita y, al final, nadie responde a una solicitud de entrevista. “No dan importancia a las personas con discapacidad y mucho menos a la inclusión”, dice Luz Mariana, a través de Maricarmen. “Y sin inclusión el confinamiento va a ser eterno”.

Imagen de portada: Bruce Howell, sin título, 2018. Cortesía de Creative Growth