Carta a Kafka

Extinción / dossier / Noviembre de 2017

Corinna Ada Koch

Traducción de: Johanna Malcher

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Ciudad de México, 27 de septiembre de 2017


Los antisomníferos

Este domingo, cuando usamos nuestro vehículo para cruzar la cadena montañosa que abraza esta ciudad como una garra de hierro, de pronto me vinieron a la mente tú y todas esas cartas sin responder que he cargado de ciudad a ciudad y de década a década, y en el transcurso de los años han anidado en mi abrigo como chinches. Luego de la última vez que caminamos juntos —tú a mi lado en tu típico modo de andar, algo torpe e inclinando levemente tu cuerpo esmirriado— me escribiste que, en ese momento, se te ocurrió qué era lo que nos faltaba: “cuando hablamos, las palabras son duras; pisamos sobre ellas como si fuesen un pavimento inestable. Las cosas más sutiles adquieren pies torpes y no podemos hacer nada por remediarlo”.1 Durante el carnaval debí haber ido a tu casa en Praga, pero te dejé plantado sin decir palabra. Mi prolongado silencio, durante el que tus cartas, que extrañaban a su interlocutor, poco a poco se convirtieron en un diálogo interno, se debe a motivos muy profundos. Aún no sé cómo escribírtelo, y menos si tomamos en cuenta que no he tocado una pluma en casi diez años y que han pasado veinte desde que había pliegos de papel para cartas sobre mi escritorio, en espera de ser llenados. Debes saber, amigo, que los hombres de hoy han dejado de creer en la palabra. Sé que te resulta difícil de imaginar, a ti, una persona que tiene a sus manos por vacías e inútiles cuando no sienten una plumilla o un lápiz. Sólo podías aguantar unas horas; después te ibas corriendo a tu cuarto para trasladar al papel estos pequeños trozos de tu vida vivida en ese tiempo. Alguna vez escribiste que las cartas eran un antisomnífero maravilloso. “¡En qué estado llegan a nosotros! Secas, vacías y excitantes, una alegría momentánea seguida de largo sufrimiento. Mientras uno la lee ensimismado, se yergue el poco sueño que uno tiene, se marcha volando por la ventana abierta y no regresa en mucho tiempo”.2 Hoy tus provocativos antisomníferos han decaído en una suerte de hipo neurótico. No es todo, pues las oraciones se están quebrando para convertirse en meros eslóganes, y las palabras empiezan a ser pequeñas ilustraciones que, de modo grotesco e infantil, imitan una descripción bien articulada. Pero no están cansados de decir cosas los hombres; al contrario, hablan y hablan sin cesar, pero evitan expresar algo, pues la raza humana de nuestros días es adicta a la aprobación de los demás. “Eso lo reconozco”, me dirás, pensando de inmediato en tu señor padre, pero hoy funciona de manera distinta, querido Franz; hoy se busca la aprobación de todos. Y respecto a ella, nos hemos convertido en glotones, y por tanto nos pusimos de acuerdo para usar un simple símbolo en la correspondencia escrita, un símbolo que ya utilizaron los romanos antiguos en sus coliseos: el pulgar arriba. En la misma carta cerraste con lo siguiente: “No pude haber sabido que llegarías a leer incluso esta última cuartilla, así que garabateé estas líneas extrañas, aunque no formen parte de la carta”.3 Por su tono de charla, ese tipo de textos, medio visibles y escritos con rapidez en una orilla, la posdata con su aire avergonzado o incluso la nota a pie, luchando por la facticidad, tienen mucho en común con la manera en la que se comunican los humanos hoy en día. Es una forma de manifestación textual a tientas, un movimiento de correspondencia como el de una oruga que está palpando el suelo mientras se mueve hacia todas las direcciones posibles, dispuesta a dar marcha atrás para —en cualquier momento, utilizando una cantidad de ornamentos metafóricos— aniquilar el pensamiento apenas llegado al mundo. El sabotaje de las ideas propias, trasladadas al papel, provoca cierta complicidad del otro y nos permite poner en duda el hecho de que nos presta atención. ¿Para qué sirve la correspondencia, entonces, y para qué el contacto, si no se trata de comprender al otro o de indagar en sus pensamientos e impresiones? Concluiste tu carta de febrero con las siguientes palabras: “llevamos tres años hablándonos; en algunos casos ya no se distingue entre lo mío y lo tuyo. Muchas veces no me es posible decir qué viene de mí y qué de ti, y tal vez tú lo sientas igual.”4

André Kertész1 André Kertész, Tenedor, 1928

He intentado de abstenerme en la medida de lo posible de esta matanza del lenguaje, querido amigo, pero tú mejor que nadie sabrás que se necesitan dos para iniciar una correspondencia. Aun cuando uno de los dos se vaya quedando callado con el tiempo, sus palabras no dejan de resonar en el espacio mental que se abrió entre ambos. La última carta, escrita sin esperar a ser respondida, cierra el círculo con la primera. Se cortan las conexiones, se cierra el espacio mental y lo que queda son sus segmentos reales, las cartas. ¿Dónde están las cartas de hoy?, me preguntarás. En California. Ahí se encuentran almacenadas en máquinas computadoras gigantescas, que llenan silos completos donde, muy juntas y en silencio completo, están esperando su entrada.

Fantasmas

Si pudieras saber, querido amigo mío, cómo extraño la sensualidad en estos tiempos nuevos. Hace más de medio siglo que abrí una carta perfumada en cuyo papel de fibras finas se había impregnado la letra redonda de una mujer. Hoy las mujeres ya no huelen y también a los mensajes de amor se les quitó el componente táctil. Todavía existen las cartas de amor, sin duda, sólo que ahora pasan por diminutos monitores de bolsillo que los hombres llevan consigo y que consultan a cada rato, tal como en nuestros tiempos lo hicieron los devotos con sus biblias pequeñas. La curiosidad me hace espiar a los amantes cuando, en el subterráneo o en algún café, clavan sus ojos en esos pequeños monitores y se les escapa una sonrisa encantada. Como antes, sólo que, a toda prisa, los mensajes pasan del uno a otro. Los objetos sagrados del amor, sin embargo —los que antes, con un miedo atormentador, se le arrancaban al otro y se adjuntaron a la carta como si fueran una reliquia—, han dejado de existir. Ya no se cortan mechones de pelo para evocar al querido como a un tótem, ya no se guardan los pañuelos de la amada, los libros ya no llevan dedicatoria, y nadie lleva el retrato del adorado en un amuleto sobre el pecho. Lo que quedó son las fotografías: archivadas por centenares en el aparato; las fotos formulan una reclamación mutua de posesión. De ese modo, las parejas se entregan a la labor de sacar esas fotografías, de almacenarlas y difundirlas para, en la época actual del yo, atar al otro a uno mismo. Regresemos a la sensualidad. ¿Te acuerdas de nuestro amigo Marcel Proust? ¿Y de su fantástico relato En busca del tiempo perdido, en el que el pobre Marcel describe el desmoronamiento del tiempo y, con ello, o así lo sintió, la desintegración de su propio ser? Acuérdate también de la experiencia clave de la novela, causada por el sabor de una magdalena sumergida en un té de tila. Él escribió:

Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí: es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.5

En tu parecer, querido amigo, incluso las cartas fueron un asunto muy poco sensual, y la distancia con el otro, con la amada en particular, te pareció una tortura. La distancia, sin embargo, también puede tener su lado seductor. En ocasiones se vuelve un velo con el efecto de que el objeto del amor sea aún más misterioso e inalcanzable y, por consecuencia, aún más perfecto. La amada se convierte en una ciudad en el horizonte cuya silueta fantástica es dibujada por el sol del amanecer. El régimen de las cartas que buscaban superar la distancia te angustiaba, pero fueron ellas las que dieron cuerpo a tu amor. Hablabas de la naturaleza fantasmal de las cartas y te quejabas:

¡A quién se le habrá ocurrido pensar que la gente podía relacionarse por correspondencia! Se puede pensar en una persona lejana y se puede tocar a una persona cercana; todo lo demás supera las fuerzas humanas. Pero escribir cartas significa desnudarse delante de los fantasmas, algo que ellos esperan ansiosos. Los besos escritos no llegan a su destino, sino que ellos se los beben en el camino. Con una alimentación tan sustanciosa se multiplican copiosamente. La humanidad lo percibe y lucha contra ello; para eliminar en lo posible lo espectral entre los hombres, y lograr el contacto natural, la paz de las almas, ha inventado el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano, pero ya no hay ayuda posible, son manifiestamente inventos hechos ya en el despeñadero. La parte contraria es mucho más serena y fuerte; ha inventado, después del correo, el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilos. Los fantasmas no morirán de hambre, pero nosotros nos iremos a pique.6

Tuviste la razón, querido Franz, hoy tus fantasmas andan por todos los lados de este planeta —es el silencio que tomó el lugar de decir simplemente no, el silencio del opuesto en cuanto no es capaz de levantar el puño—. La gente lo llama ghosting.

El terror del ahora

Más tarde, en el invierno, me mandaste las siguientes líneas:

Te quisiera haber escrito antes de que vinieras. Si uno le escribe a otro, los dos están unidos por una suerte de cuerda, aun cuando luego dejan de hacerlo, y, por si la cuerda estuviera rota, aunque no haya sido sino un hilo, la quiero anudar provisionalmente y con rapidez.

Déjame explicarte, entonces, que el tiempo ha dejado de transcurrir; por eso los hombres ya no cuentan con una sensación relacionada con las corrientes del devenir. Se disolvió el punto de unión en el que anteriormente se concentraba el tiempo y en el que se condensaba en experiencias con significado cultural, celebradas por la sociedad a través de rituales. Cada quien hace lo que le da la gana y sigue a una agenda de autorrealización, que es presentada, en realidad, por astutos estrategas del mercado que la anuncian una y otra vez, siempre dándole una forma distinta. Cada quien hace lo quiere, causa ruido y llama la atención sobre una individualidad que le costó tan caro. En eso se olvida de escuchar atentamente asuntos superiores que —con ayuda de cómplices sensibles— llegan a cernirse sobre los ejes del tiempo. Aun así, nos hace falta un acontecimiento, un periodo de transición, un huracán que saque a la luz algunas utopías nuevas. Y también los signos del tiempo requieren de una lectura altamente concentrada. La impaciencia general se ha esparcido hacia todos los ámbitos de este mundo, haciéndoles la espera insoportable a los hombres. Cualquier pregunta exige una respuesta inmediata, reduciendo el tiempo de reflexión a unos pocos minutos y, si uno se niega a responder, pronto se gana una figurita con cara enojada. Como has de sospechar, es casi imposible aguantar el tiempo de espera que exige una carta, que puede tardar días o incluso semanas en aparecer, y en algunos casos no llega a su destino. La respuesta debe darse de inmediato, sin importar el hecho, muy evidente, de que las respuestas espontáneas carecen de reflexión. Antes también tuvo poderes mágicos lo que es la anticipación de una respuesta, y tú mejor que nadie conoces ese momento irreal en el que un diálogo se desprende de las cosas cotidianas y, a través de otro, se transforma en literatura. En ocasiones, este proceso requiere de sacrificios, tal como me lo explicaste en la primavera:

Tu postal. Hay algo extraño sobre esta primera tarjeta postal que recibí aquí. La leí innumerables veces hasta que conocí tu abecedario entero, y sólo cuando empecé a leer en ella más de lo que decía, llegó el tiempo de dejarla y de romper mi carta. Riz-raz sonó y cayó muerta.

La literatura, ¿desapareció?, se preguntará tu cabeza aguda, mi querido Franz. No, no lo hizo, te puedo tranquilizar. La escritura, junto con todas las otras cosas inútiles de este mundo, perdura. “Únicamente el ser humano es capaz de bailar”, comenta el joven filósofo y observador de nuestros tiempos, Byung-Chul Han, en su obra La sociedad del cansancio: “a lo mejor, puede que al andar lo invada un profundo aburrimiento, de modo que, a través de este ataque de hastío, haya pasado del paso acelerado al paso de baile”.7 El baile, la escritura, la reflexión ensimismada y una visión extremadamente profunda de las cosas son las perlas verdaderas y un lujo real en medio del terror del ahora.

André Kertész2 André Kertész, Washington Square, 1952

La agonía del tiempo

Amigo mío, ahora estoy evadiendo directamente al asunto que te quiero explicar. El tiempo ha perdido el compás, y en vez de transcurrir se está moviendo por el espacio como un olor que emana en un mundo sin fragancias. Ésta es la razón por la que los hombres de hoy sienten que el tiempo pasa mucho más rápido que antes. “La dispersión temporal”, comenta Han en otra obra suya, “no permite experimentar ningún tipo de duración. No hay nada que rija el tiempo. […] Uno también se identifica con la fugacidad y lo efímero. De este modo, uno mismo se convierte en algo radicalmente pasajero”.8 Debido a la pérdida de significado, todo empieza a encogerse, tanto el mundo como los hombres que se hallan en él y que, temerosos, se aferran a lo único que les quedó: la vida desnuda. A los hombres de hoy, Franz, les cuesta mucho trabajo morirse; hacen todo lo posible por apreciar la juventud, envejecen sin envejecer. Incluso la edad adulta, el vestíbulo de la vejez, se está omitiendo cada vez más. Las culturas se deshicieron de los rituales de iniciación, y ha desaparecido la línea trazada entre la figura del padre y la del hijo desde que los padres les disputan a sus hijos el derecho a la juventud con todos sus atributos. Mientras en tiempos antiguos se le tenía miedo y respeto al padre, hoy le cuesta sostenerle la mirada a su hijo, pues las leyes dominantes ya no se determinan por parte del padre, sino por la de los poderes anónimos del mercado. “La posible represión de los hijos”, escribe otro contemporáneo, el filósofo Alain Badiou, de ochenta años, “es también asimbólica […] La represión social de los hijos, anárquica y a la vez inexistente y excesiva, se vuelve externa al poder del símbolo”.9 En tiempos del poder del mercado, la aventura de la juventud ya sólo consiste en la moda, el consumo y la representación, comenta: “si bien reinan los hijos, lo hacen sólo en apariencia”. Una vez más levantaré el espejo para, tantos años después, recordarte tus propias palabras. Concluiré con aquella última carta tuya que recibí antes de que se interrumpiera nuestra comunicación, por lo que tus habilidades para la escritura se tuvieron que buscar otros canales; los cuales, como lo demuestran las crónicas, querido Kafka, encontraste en abundancia:

Ahora vienes. No quiero perder toda la tarde del domingo en mi escritorio —llevo sentado aquí desde las dos, y ya son las cinco— si falta tan poco para que pueda hablar contigo. Estoy muy ilusionado. Vas a traer contigo un aire frío que le hará bien a todas esas cabezas apáticas. Me alegra tanto. Hasta pronto.10

Imagen de portada: André Kertész, La pipa y los lentes de Mondrian, 1926.

  1. Franz Kafka, Gesammelte Werke. Briefe 1902-1924, Berlín, 1958. 

  2. Franz Kafka, Cartas a Milena, Alianza Editorial, 2016. 

  3. Franz Kafka, Cartas a Milena

  4. Franz Kafka, Cartas a Milena

  5. Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swann, Alianza, Madrid, 1975. 

  6. Franz Kafka, Cartas a Milena

  7. Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Herder Editorial, 2017. 

  8. Byung-Chul Han, El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse, Herder Editorial, 2015. 

  9. Alain Badiou, La verdadera vida. Un mensaje a los jóvenes, Malpaso Ediciones, 2017. 

  10. Franz Kafka, Gesammelte Werke. Briefe 1902-1924, Berlín, 1958.