Estación: Candelaria

De una visita a la oficina de objetos extraviados del metro de la CDMX

Animales / panóptico / Mayo de 2020

Julia Piastro García

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Salté de mi pellejo, perdí vértebras y piernas, me alejé de mis sentidos muchísimas veces […] Yo misma me sorprendo de mí misma, de lo poco que quedó de mí: un individuo aislado, del género humano por ahora, que sólo perdió su paraguas ayer en el tranvía.
Wislawa Szymborska “Discurso en el depósito de objetos perdidos”


Cuando escuché hablar por primera vez de la oficina de objetos perdidos del Metro, en la estación Candelaria, imaginé una bodega oscura atiborrada de insólitos artefactos conservados durante años: un capítulo más de la subterránea mitología defeña, junto con los suicidios disimulados por la grabación “En breve el tren retomará la marcha”, las figuras arqueológicas y cráneos encontrados en las excavaciones, las estaciones secretas, los misteriosos personajes que conversan por teléfono día y noche con las trabajadoras de las taquillas, la rata gigante de la Línea 3 y la enigmática —pero no por ello ficticia— ubicación de los baños. Para llegar hay que dirigirse al transbordo que une la línea rosa con la acuosa línea color turquesa, hasta toparse con una especie de callejón, de no-lugar donde se encuentra el cartel: “Oficina de objetos extraviados”. Podría estar en cualquier transbordo de cualquier otra estación; sin embargo, hay cierta correspondencia entre la colonia Candelaria y esa zona franca —sostenida por columnas decoradas con la figura de un pato— donde el tiempo y el tránsito parecen detenerse. En los tiempos de la Colonia, la Candelaria también podía considerarse algo semejante a un no-lugar: situada al margen de la urbe, era un terreno pantanoso donde pocos se animaban a vivir, pero que recibía un flujo constante de personas y de objetos. No muy lejos, en la garita de San Lázaro, se cobraban impuestos a las mercancías que llegaban en canoa por el canal del mismo nombre. Hoy en día la parte oriental de la Línea 1 conecta a la TAPO con el mercado de la Merced y con el Aeropuerto… espacios de tránsito y de comercio, donde perderse y encontrarse terminan volviéndose la misma cosa. Espacios, también, de papeleo y burocracia: “¿Que quiere hacer un reportaje sobre la oficina de objetos perdidos? Uy, señorita… pues mire, tiene que llenar un oficio, hacer tres copias y llevarlo a la oficina en Balderas. Después tiene que esperar de dos a tres semanas, para que el Departamento de Medios vea si le puede dar la llave…” Cuelgo el teléfono, desanimada, sintiéndome de regreso en el Virreinato. Bueno, tendré que visitar el lugar de manera virtual, pienso con desencanto. Por supuesto, existen decenas de videos donde el jefe de la oficina, Donovan Alvarado, da una especie de tour de la bodega a distintos periodistas, para dar cuenta de los objetos extravagantes que se encuentran ahí; una especie de ritual en el que —dependiendo del reportero— logramos enterarnos de detalles más o menos morbosos de las vidas de perfectos desconocidos junto a los cuales pudimos haber estado sentados en el transporte alguna vez.

Bicicleta viajando en metro. Fotografía de Feref García, 2011

La página web del metro también publica, cada cierto tiempo, el inventario de la bodega. Por puro ocio, hago clic en “Consulta el listado de objetos que se encuentran bajo resguardo”. Un registro completamente aleatorio aparece frente a mí: “Lavabo color verde”, “Gorra negra”, “Tornamesa de DJ”, “INE Rodríguez Rodrigo”. Da la impresión de que los diseñadores de la página tomaron palabras al azar de algún catálogo de ventas. ¿A quién se le ocurre dejar un horno de microondas en el vagón? Lo cierto es que los objetos tienen una agenda muy distinta de la que nosotros les asignamos. Pasan de mano en mano, recorren kilómetros enteros en un solo día, y muchas veces parecen tomar sus propias decisiones. Sería interesante rastrear, por ejemplo, los periplos de un encendedor durante una semana: ¿cómo saltó de las manos de Menganito a la bolsa de Fulanita, y de ahí al bolsillo de la chamarra de Perenganito? Recuerdo un cuento de Francisco Tario donde se relatan las promiscuas aventuras de un saco. La ajetreada vida de los objetos será siempre un misterio para los humanos. ¿Y si me lanzo así nomás, confiando en mi suerte de cronista urbana? De todos modos, no tengo otra opción. A la entrada del Metro Portales la gente llena las calles comprando garnachas y toda clase de productos inútiles: ropa, medicamentos naturistas, fundas para sus Androids. Un hombre que vende máscaras de plástico amontonadas en el piso me hace recordar los tianguis de cosas usadas que visité alguna vez en Iztapalapa: terrenos enormes tapizados de tendidos con juguetes, zapatos rotos, teléfonos de los años cincuenta, revistas, cables, tornillos oxidados. ¿Con qué parámetros decidimos que algo ya no sirve? Algunos amigos tienen excelente ojo para dar con objetos abadonados en los camiones, en la calle, en el Metro… y encuentran verdaderos tesoros. Tal vez ésos sean los materiales de construcción de un futuro postapocalíptico: quincalla con la que se podrán moldear casas y coches rarísimos como figuras de Švankmajer.

Viajando en metro. Fotografía de Frank Hemme, 2013

En el trayecto a Pino Suárez, para transbordar a la Línea 1, pienso en la forma en que el tiempo nos va arrastrando, como si fuéramos un vagón en constante movimiento. Las certezas de lo cotidiano nos permiten perdernos, avanzar dejando huellas a nuestro paso —pequeños objetos olvidados como células muertas—. Cambiamos de piel sin darnos cuenta. Nunca somos la misma persona, aunque el INE asegure lo contrario; aunque los trabajadores del Metro se afanen en buscar a los dueños de los pasaportes perdidos para regresarles aquel preciado documento donde está certificado que son individuos con una nacionalidad, con números y fechas precisas que delimitan su existencia. Aunque el predicador que reparte folletos por el vagón asegure que tenemos un alma, y que nuestra esencia perdurará por los siglos de los siglos… Por cierto que no estaría mal aprovechar para visitar la iglesia de la Candelaria y tomarle una foto a la virgen con aureola de neón, me digo. Es temprano, aunque caminar por la colonia a cualquier hora es arriesgado: según el testimonio del fotógrafo Héctor García, oriundo de una vecindad de la calle Juan de la Granja, en los treintas el promedio de vida en la Candelaria era de 25 años, y la cosa no ha cambiado mucho desde entonces. Pero qué ganas de ver la figura de mosaicos que está en la fachada de la vieja iglesia, y darse una vuelta por el edificio art déco del Archivo General de Notarías. Pocos habitantes de la colonia deben saber que la Candelaria, la santa patrona de la luz, era negra, africana. Tal vez si se enteraran les daría lo mismo. Si la memoria y la identidad son inventos, también son lujos en los barrios donde la gente vive al día, donde las calles abarrotadas de tianguis van esquivando los muros construidos por las colonias vecinas como quien destierra un mal recuerdo. Llego a la estación. Pasando los torniquetes pregunto por la oficina de objetos perdidos a unos vendedores de dulces. Me señalan un corredor que no parece llevar a ningún lado. En efecto, ahí está la oficina. Después de haberla visto tantas veces en videos, me parece un poco irreal. Me asomo por la puerta; no parece haber nadie en la recepción. Atrás, en un cubículo, un hombre revuelve unos papeles sin advertir mi presencia. Finalmente se acerca. Es Donovan Alvarado en persona. Le cuento mis infortunios, la eterna lucha entre el cronista independiente y la burocracia. El señor Alvarado se compadece de mí: estás de suerte, me dice, me prestaron la llave porque al rato vienen unos cineastas. Te acompaño, pero sólo cinco minutos. Lo que siguió fue bastante decepcionante: las cosas siempre son mejores en la pantalla. La bodega no es más que un cuarto lleno de estantes de metal, una especie de celda con olor a alberca donde, confinados, los bultos esperan a que se legalice su situación, a que los trámites terminen para circular de nuevo, libres, por el mundo. Caminé entre los anaqueles, examinando bajo la luz blanca los distintos objetos que se ofrecían a la vista —mochilas, cascos de albañil, bicicletas recargadas en la pared— como si estuviera recorriendo un museo de la vida cotidiana, reliquias de existencias ajenas y a la vez un tanto familiares. ¿Qué se pierde en realidad cuando se pierde algo? Las repisas estaban atestadas de objetos en apariencia insignificantes —juguetes, chamarras, bolsas de maquillaje—, que sus dueños tal vez consideraban indispensables. A lo largo de nuestra vida poseemos tantas y tantas cosas que los objetos se vuelven parte de lo que somos, pistas sin las cuales somos nosotros los que parecemos extraviados.

Lista de los objetos extraviados en la Red de Transporte Colectivo Metro, febrero de 2020. Disponible aquí

De regreso decidí irme hasta Balderas y de ahí bajar en Zapata. Varios de los usuarios llevaban mascarillas faciales, y por un momento sentí que me encontraba en una película retrofuturista. Una mujer con un pañuelo verde se sentó a mi lado; traía una blusa manchada con pintura roja. La ciudad empezaba a detenerse, como si un espíritu subterráneo se estuviera apoderando de la vida cotidiana de la urbe. Como si la memoria de lo que somos fuera a cambiar de un momento a otro: objetos, al fin y al cabo, de nuestra propia e insondable naturaleza.

Imagen de portada: Júbilo Haku, Metro de a metro, 2008