Cartografías chilenas: una generación poética en diálogo continental
Leer pdfEl poeta chileno Raúl Zurita visitó la Ciudad de México a mediados de 2004 para presentar Mi mejilla es el cielo estrellado, la gran antología de su obra prologada y seleccionada por Alejandro Tarrab y Jacobo Sefamí, publicada por la desaparecida editorial Aldus. Aunque había frecuentado la obra de Zurita con entusiasmo y curiosidad, escucharlo en la Casa del Poeta Ramón López Velarde esa tarde de julio constituyó un punto de inflexión en mi comprensión de la poesía. Recuerdo la forma vibrante y telúrica en que leyó “Canto a su amor desaparecido” frente a un público mexicano habituado a lecturas discretas y refinadas. Cuando Zurita pronunció el percutivo y reiterado verso “Pegado, pegado a las rocas, al mar y a las montañas”, quienes asistimos al evento experimentamos una conmoción generalizada.
El poema trata sobre la construcción de una necrópolis poética para los detenidos que fueron desaparecidos por la dictadura militar chilena (1973-1990). Configurado mediante caligramas en forma de nichos y mapas, propone una “Ciudad de la memoria” que posibilita a la sociedad vivir el duelo negado por la ausencia de cuerpos. De esta manera, el poeta trasciende la denuncia política para ofrecer un espacio ritual de reconciliación que abarca no sólo a Chile sino a los “países muertos” de la periferia occidental. El poema responde con una afirmación rotunda a la pregunta desgarradora que abre el texto: “¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?”.
Durante su visita a la capital mexicana, Zurita tuvo la generosidad de ponerme en contacto con algunos poetas jóvenes de su país por quienes sentía genuino entusiasmo y admiración. Así conocí al precoz Héctor Hernández Montecinos (Santiago de Chile, 1979), quien a los veinticinco años ya era autor de tres libros de poesía. Comenzamos a intercambiar mensajes y textos por correo electrónico. Me contó que estaba en plenos preparativos de la organización de “Poquita Fe. Encuentro latinoamericano de poesía joven”, proyecto surgido del festival “Salida al mar”, celebrado en Buenos Aires en julio de 2003; ahí se decidió replicar la experiencia en otros países latinoamericanos. Junto con algunos amigos, Héctor coordinaba lo que sería el primer encuentro internacional, en Santiago, de jóvenes poetas. Emocionado, recibí la invitación para participar en octubre de 2004.
Viajé al país sudamericano acompañado de mi amigo, el poeta Daniel Pupko. Allí conocí a varios escritores chilenos con quienes establecí vínculos duraderos: Paula Ilabaca Núñez, Felipe Ruiz, Gladys González, Diego Ramírez, Rodrigo Olavarría, Rodrigo Gómez, Pablo Paredes y Enrique Winter. También participaron la cantante Ammy Amorette, las peruanas Roxana Crisólogo y Elma Murrugarra, el uruguayo Leandro Costas, el argentino Cristian de Nápoli y el brasileño Paulo Fichtner. Lo extraordinario del encuentro fue que no sólo congregó a los jóvenes, sino que logró tender un puente generacional orgánico: participaron “poetas mayores” como Carmen Berenguer, el propio Raúl Zurita, Carlos Cociña y Antonio Silva, quien era apenas más maduro que los organizadores veinteañeros. Esto creó un diálogo intergeneracional poco común en el continente.
No se trataba de uno de los consabidos festivales organizados por instituciones oficiales, en los que las figuras consagradas y los burócratas de las letras se alternan entre aplausos y bostezos. Era, más bien, una efusividad colectiva e itinerante donde los participantes se encontraban como amigos y hermanos y eliminaban las distancias. Las lecturas y conversaciones nocturnas tenían lugar en casas de cultura, bares, universidades e, incluso, en la casa de Pablo Neruda. Esa experiencia generó otros encuentros y formó parte de una red que se extendió por diversos países de América Latina —México, Argentina, Brasil, Perú—, cuyo fruto fueron proyectos editoriales y una efervescencia latinoamericanista que posteriormente fue sustituida por la dinámica de las redes sociales; los algoritmos de las plataformas digitales; la lírica dócil, aleccionadora y complaciente; y, en especial, por los poemas instagrameables.
Tres décadas antes de ese encuentro, el golpe de Estado en Chile instauró una dictadura militar que arrasó con la fructífera vida cultural del país y transformó sus coordenadas artísticas. Como documenta Eugenia Brito en Campos minados (1990), durante los primeros años de la dictadura “escritores y artistas plásticos, en estrecha interrelación, intentarán dar un lenguaje que responda, contraponiéndose tanto a su pasado reciente como al orden impuesto por el dominador”. Para Óscar Galindo, en “Autoritarismo, enajenación y locura en la poesía chilena de fines del siglo XX. Zurita, Maquieira, Cuevas”, “el resultado de la política represiva sobre la cultura fue el silenciamiento y la prohibición”, lo que obligó a poetas y escritores a “rearticular una praxis identitaria” que ya no era posible “en términos de continuidad, sino de regeneración de nuevos canales comunicativos bajo un régimen de censura y represión”.1
CADA, Viuda [acción de arte en prensa] en Hoy, núm. 425, 9 al 15 de septiembre de 1985, p. 28. Cortesía de Aninat Galería.
Escritores como Juan Luis Martínez, Raúl Zurita, Diamela Eltit, Diego Maquieira, José Ángel Cuevas, Rodrigo Lira y Carmen Berenguer enfrentaron esta ruptura y desarrollaron lo que Galindo identifica como una escritura del enmascaramiento. Según el crítico, “obligado el cuerpo social, o parte muy importante de éste, al ocultamiento, al disfraz, los hablantes [abordaban] este conflicto” mediante estrategias que metaforizaban “la pérdida de la oralidad, el lugar de la lengua como espacio de placer, como democracia verbal”. Esta generación no sólo resistió la represión, sino que forjó una estética radicalmente nueva caracterizada por la desconfianza hacia la lírica tradicional, así como por la inscripción del contexto político en el interior del poema y el desarrollo de voces perturbadas que transitaban los límites entre la lucidez y la demencia, complejizando así las relaciones entre escritura y vida. La censura los obligó a escribir desde un espacio marcado por las presuposiciones y lo no enunciado, convirtiendo la experimentación en una estrategia de supervivencia cultural que estableció las bases para la renovación poética continental de las décadas siguientes.
Hacia finales de la década de los noventa y principios de los dos mil, con el retorno de la democracia, emergió una nueva generación que había vivido su infancia durante los últimos años de la dictadura y que comenzó su trabajo literario en un contexto distinto. Estos jóvenes escritores heredaron las estrategias de experimentación formal y la discursividad política de sus predecesores, pero las recontextualizaron en una realidad en la que ya no enfrentaban la censura militar directa, sino que se confrontaban con una sociedad de mercado en expansión y con el neoliberalismo dominante.
Poetas como Paula Ilabaca Núñez, Héctor Hernández Montecinos, Felipe Ruiz y Gladys González, entre otros, desarrollaron una nueva sentimentalidad —vencida, urbana, conmovedora— que buscó mantener la radicalidad formal de la generación anterior: el hibridismo textual, el performance, la ruptura del verso. Sin embargo, dirigieron su crítica hacia una sociedad globalizada que absorbía y generaba sujetos alienados. Esta generación posterior a la transición no escribía contra la dictadura militar, sino que enfrentaba lo que percibía como una nueva forma de opresión: la dictadura del mercado, mediante la cual Chile se había transformado en un país ultracapitalista. De esta manera, se evidenciaba la falsedad de un modelo que había sustituido la represión política directa por una forma más sutil, pero igualmente alienante, de control social.
Una de las voces que más me sorprendió fue la de Paula Ilabaca Núñez (Santiago de Chile, 1979), quien durante el primer evento al que asistí leyó “La niña Lucía”, perteneciente a su libro La ciudad lucía (entonces inédito). Durante el performance recitó de forma hipnótica sus versos sincopados. Este libro presenta a una hablante fragmentada que articula el espacio interior y exterior de manera extraña: la ciudad (Santiago de Chile) se vuelve cuerpo y este cuerpo se urbaniza.
Ilabaca monta un universo lírico donde Lucía transita entre la condición de sujeto y espacio habitado, mediada por la presencia obsesiva de un “ángel marrón” que articula tanto la violencia como el deseo. El lenguaje se fragmenta en ecos, repeticiones y una sintaxis deliberadamente fracturada que reproduce los estados de conciencia de la hablante. La poeta emplea elementos como el barro, la sangre, la ciénaga y el cemento para crear una topografía emocional donde lo abyecto y lo sublime coexisten, mientras que la oralidad extrema del discurso genera una organicidad que trasciende la página impresa. Desde entonces, Ilabaca ha consolidado una obra que incluye varios libros de poesía y narrativa.
Otro de los escritores con quienes establecí amistad durante esa experiencia fue Felipe Ruiz (Coronel, 1979). Leyó fragmentos de su entonces inédito libro Cobijo (publicado en 2005), que había obtenido el Premio Armando Rubio 2003. Este libro continúa resonando en mí después de veinte años de haberlo leído por primera vez. Sus páginas dan cuenta de relaciones familiares fracturadas en una sociedad quebrada. En estos versos Ruiz resignifica la tradición poética chilena (Mistral, Neruda, Huidobro) desde una proximidad emotiva y formal con Paul Celan, pero subvirtiendo el imaginario del hogar protector.
Donde la tradición lírica construía el nido como espacio de resguardo y memoria, Ruiz despliega un contrasentido brutal: el “cobijo” del título se revela como pura ironía frente a un espacio doméstico atravesado por el incesto, el hacinamiento y la violencia, proyectando una crítica feroz al Chile de la transición y a la América Latina contemporánea. Como en Celan, el lenguaje poético se fractura para expresar lo indecible, pero aquí lo traumático se presenta como cotidiano: la miseria se convierte en norma y las viviendas sociales devienen sinónimo de pobreza. El libro propone una poética de la precarización que desarticula cualquier nostalgia reconciliatoria, mostrando cómo los “hijastros de madres” y “padres de nietos” habitan un país donde las Erinias nunca serán Euménides. Felipe ha desarrollado posteriormente una obra importante.
“[A]quí no hay glamour / ni bares franceses para escritores / sólo rotiserías con cabezas de cerdo / zapatos de segunda / cajas de clavos martillos alambres y sierras / guerras entre carnicerías vecinas y asados pobres / éste no es el paraíso ni el anteparaíso”, dice uno de los poemas que más recuerdo de esa generación de poetas chilenos. Se trata de un texto de Gran avenida (2005), segundo libro de Gladys González (Santiago de Chile, 1981), con quien no traté mucho y cuya poesía destella en el panorama actual de la literatura latinoamericana.
Carlos Leppe, fotografía del Happening de las gallinas, 1974. Cortesía de Aninat Galería.
A diferencia de varios de sus colegas, su poesía no privilegia el artificio formal o retórico ni la estridencia experimental. Sus imágenes, herederas del objetivismo estadounidense, revelan un universo de objetos desgastados y residuos sociales que configuran una cartografía urbana del desarraigo. La poesía de González propone un realismo descarnado donde los espacios —paraderos, pensiones, hoteles de paso, bares de mala muerte— funcionan como correlatos objetivos de una subjetividad en permanente tránsito y deterioro.
A lo largo de su obra se despliega una escritura que documenta sin complacencias los márgenes sociales, donde la violencia, la adicción y la precariedad material moldean tanto el paisaje como la experiencia íntima. La voz de González evita el patetismo y la autocompasión mediante una técnica que privilegia la enumeración sobre la elaboración metafórica. Sus poemas funcionan como instantáneas de una realidad social chilena —los transeúntes de Gran Avenida, las rotiserías populares, los paraderos— que trascienden lo local para articular una poética de la marginalidad contemporánea.
Uno de los principales instigadores y promotores de esa generación poética es uno de sus propios integrantes: Héctor Hernández Montecinos. Editor, crítico, performer e iconoclasta, este autor ha desarrollado una obra de dimensiones inabarcables. Más de treinta títulos y miles de páginas lo atestiguan. “No a las respetables putas de la belleza / No a los distinguidos perros de la poesía / Nosotros hemos cantado a nuestra generación / sin lograr despertarlos del miedo”, se lee en un poema que formó parte de un homenaje a Raúl Zurita en el año 2000 y que se convirtió en manifiesto generacional.
En 2005 presenté su antología Putamadre (que reunía parte de sus libros publicados hasta ese momento) en la Ciudad de México. Desde entonces me han interesado el hibridismo y la energía centrífuga de su obra, cuyos múltiples registros abordan ámbitos como la sexualidad, el género, el psicoanálisis y el lenguaje. Esta antología reúne material que abarca desde el universo de La Manicomia —un espacio carnavalesco habitado por las tres Marías (Thalía, Lynda y Paulina Rubio)— hasta experimentos tipográficos que transforman la página en un campo abierto a la experimentación visual.
A diferencia de otros compañeros de generación que privilegiaban el registro testimonial o la experimentación formal como fin en sí mismo, Hernández Montecinos articula una poética del fragmento donde lo corporal, lo sexual y lo sagrado se entrecruzan en un lenguaje deliberadamente profano. Sus textos funcionan como contradiscurso que desacraliza tanto los referentes culturales como el lenguaje poético, mientras que la incorporación de iconografía pop y referencias religiosas crea un pastiche que revela las tensiones de una sociedad en tránsito.
Aquella tarde de 2004 en la Casa del Poeta, Zurita me reveló con su lectura una forma distinta de entender la poesía. No sabía entonces que estaba siendo testigo de algo que ya llevaba tiempo gestándose: una red de intercambios, encuentros y complicidades que alcanzaría su momento de mayor efervescencia en los años siguientes.
Los algoritmos han sustituido a los abrazos, los likes a las borracheras (carretes para los chilenos) en bares de Santiago, São Paulo o Ciudad de México, y la viralidad al trabajo paciente de construir lazos afectivos y estéticos. Sin embargo, algo permanece: las obras escritas durante esa década continúan circulando, los poetas siguen escribiendo desde distintas trincheras y las amistades forjadas en aquellos encuentros resisten el paso del tiempo, aunque ya no compartan la misma urgencia.
El idealismo rimbaudiano de cambiar la vida mediante la poesía se ha matizado con la experiencia, pero no ha desaparecido: se ha vuelto más sutil, menos proclamatorio, más efectivo. Lo que concluyó no fue la poesía ni las vocaciones, sino cierta forma de entender el continente como un territorio común donde las distancias se acortaban con entusiasmo y las diferencias se diluían en la certeza de participar en algo histórico. Esa época, irrepetible como todas, nos dejó el testimonio de que la poesía latinoamericana pudo ser, durante una década luminosa, una conversación continental.
Imagen de portada: Carlos Leppe, fotografía del Happening de las gallinas, 1974. Cortesía de Aninat Galería.
Óscar Galindo, “Autoritarismo, enajenación y locura en la poesía chilena de fines del siglo XX. Zurita, Maquieira, Cuevas”, América Latina Hoy, Salamanca, núm. 30, abril 2002, pp. 97-118. ↩