Cultivar lo salvaje

Vidas al margen / dossier / Abril de 2018

Michael Wiegers

Traducción de: Elisa Díaz Castelo

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Hace treinta años, recién salido de la universidad y trabajando como encargado de la sección de poesía de una librería, recibí un paquete de Knopf con un manojo de materiales publicitarios que destacaban su apenas renovada lista de libros de poesía. En esa caja había dos o tres separadores, algunas postales y una copia firmada en pasta dura de The Rain in the Trees de W.S. Merwin. El diseño y tipografía de Harry Ford, el venerable editor/diseñador de Knopf, eran clásicos y hermosos, el tipo de papel, delicioso y elegante. Y me había seducido la fotografía de portada: una ladera boscosa en Hawái. Merwin llevaba una década viviendo en Haiku, Hawái, cuando el libro se publicó, y él y Paula llevaban la mitad de ese tiempo casados. Él había comenzado a escribir en igual medida sobre su hogar y sobre el amor que compartían. Cuando leí por primera vez The Rain in the Trees, con su hermosa portada, yo sabía poco de Hawái más allá de su imagen de destino vacacional. No tenía idea de la visión más amplia con la que William y Paula se habían comprometido en sus dieciocho acres de tierra abandonada, pero leí cómo “En el último día del mundo / me gustaría plantar un árbol”. Me cautivaron los bosques y lluvias del libro, sus plántulas y pájaros ganando altura, y mientras lo releo ahora, quizá sea tan notable como lo anterior que se trata de su primer libro dedicado a Paula, quien para el momento de la publicación ya se había convertido en una importante colaboradora en su escritura y su vida, incluyendo la siembra de árboles y la custodia de la tierra. Fungió como su primera lectora de confianza, editora y crítica, y se convirtió en alguien con quien yo mismo trabajaría durante dos décadas. En estos tiempos aún vuelvo a aquellos poemas suyos sobre árboles y el daño que le hacemos a la tierra, pero desde la muerte de Paula en marzo de 2017, es muy probable que vuelva a los poemas que marcan los primeros años de su matrimonio. En uno de los caminos que llevan a la puerta principal de su casa en los alrededores de Haiku, los visitantes pasan junto a un altar budista que llega a las rodillas, así como una pequeña sepultura y memorial. Paula falleció en cama junto a William tras un terrible, prolongado y humillante pleito con el cáncer de páncreas, y la lápida que ya comparte con William está colocada en la ladera de la montaña junto con las de sus perros. A un lado de los nombres y fechas de los Merwin, la sencilla piedra lleva la inscripción: “Aquí fuimos felices”. Más allá, uno desciende por una escalinata de piedra y pasa una cisterna de concreto llena de agua, con piedras grandes y una pequeña escultura de sapo —se trata de parte del sistema de filtración de agua diseñado directamente por Merwin a partir de versiones tradicionales que conoció durante los muchos años que vivió en el campo de la región de Midi Pyrénées de Francia—. Pasando esta cisterna, en el lanai (porche frontal), hay algunas herramientas de jardinería dispersas y una fila ordenada de zapatos está alineada junto a la puerta principal. La primera vez que visité a Merwin en Maui, una pila de papeles también estaba apilada en la esquina del porche, y él rápidamente se disculpó por no haberlos llevado antes a la composta. Algo confundido y editor a más no poder —para no mencionar en exceso urbanizado— lo corregí: “Querrás decir al reciclaje”. Respondió con generosidad y explicó que toda la materia orgánica regresaba a la tierra. Le respondí, un poco sorprendido, “¿Quieres decir que todos esos manuscritos de jóvenes poetas que quieren blurbs también se van a la composta?”. Con una leve sonrisa levantó la vista del camino y, mirándome a través de las cejas, dijo: “Sí, Michael, también se van a la composta”.

W. S. Merwin. Foto de Sarah Cavanaugh

La casa en Maui ha sido fundamental en la vida de Merwin desde que se mudó ahí en los años setenta para estudiar budismo con Robert Aitken. Cuando era un joven estudiante, comenzó a mantener correspondencia con Ezra Pound y, después de titularse en Prince­ton con R.P. Blackmur y John Berryman como maestros, y Galway Kinnell y James Merrill como compañeros, se mudó a Europa y trabajó primero para la familia real portuguesa y luego para Robert Graves. Se hizo amigo de Ted Hughes y Sylvia Plath, declinó la oferta de T.S. Eliot de publicar sus poemas en Faber; W.H. Auden lo eligió como un Yale Younger Poet, rechazó su Premio Pulitzer e incluso cuenta una historia graciosa en la que prepara gazpacho con Samuel Beckett en el departamento de su editor francés. Luego de treinta años de vivir por todo el mundo —incluyendo una granja como de cuento en Francia, un departamento en Greenwich Village, una casa londinense, y una construcción colonial de adobe en San Cristóbal de las Casas— se mudó a Maui en busca de un sitio donde pudiera empezar a “poner la vida de vuelta en el mundo”. Después de todas estas relaciones influyentes con escritores y paisajes, Maui finalmente se había convertido en su querido hogar. Incluso antes de la muerte de Paula, Merwin había decidido que ya no saldría de él —su propia salud tanto como la de Paula se habían vuelto demasiado delicadas—. Antes, cada vez que se iba y regresaba a la isla después de sus lecturas en el continente o de viajes a su casa en Francia, hacía una ofrenda en el altar junto al camino. El valle Pe‘ahi es donde él quiso devolver la vida al mundo y donde ha resuelto morir. En los últimos años, la vista de Merwin se ha amotinado; ya no puede leer solo, menos aún dar lecturas públicas, y depende de otros para leerle o incluso para finalizar algunos de sus textos. Le dictó buena parte de su último libro, Garden Time, a Paula y, en algún punto, cuando su enfermedad la había debilitado demasiado, ella a su vez me pidió que viniera a Maui y me sentara con él a la mesa, a revisar detenidamente el manuscrito editado. Fui un mal sustituto en el papel íntimo que Paula hubiera sin duda tomado de habérselo permitido la salud: revisando sus poemas con él, página tras página, línea tras línea, sentados en el lanai, espantando mosquitos de mis tobillos y leyéndole en voz alta en busca de la claridad. Me intimidaba el prospecto de realizar una edición cara a cara con William; pero me acordé de una cena con ellos años atrás. En esa época, yo estaba empezando a publicar sus libros y estaba más que un poco nervioso. En una conversación a solas le compartí a Paula cómo me sentía. Ella, que no aguantaba necedades, fue directo al grano y me regañó por ser demasiado reverencial y cauteloso, y dijo algo impaciente en el sentido de “Ya bájale a tu drama”. Y a pesar de ser a veces una crítica muy dura —¡Dios sabe cómo me regañaría por cualquiera de los errores que haya aquí!— durante los años en los que la traté, siempre me cautivó su afecto por “Willy” y la calidez con la que recibía a casi todo el mundo. William (últimamente prefiere su nombre completo a Bill) cumplió noventa años en septiembre y sigue viviendo en la casa que compartió con Paula, aunque no es un lugar sencillo donde vivir. Es una sorprendente casa desconectada de la red, diseñada para la autosuficiencia y la autonomía. Se trata de una estructura sencilla de dos pisos al estilo de las mansiones rurales hawaianas, construida en buena medida con madera reutilizada, en la que levantó sobre pilotes un piso adicional por encima de los tanques para captar agua. Merwin mismo excavó el sistema séptico y, sobre la casa y el garaje cercano, una serie de paneles solares instalados hace 30 años producen suficiente electricidad para proveer de energía a la casa y vender el excedente a la compañía de electricidad. Debido a los árboles, durante los meses calurosos de verano la casa permanece cinco grados más fresca que la zona circundante. Vista desde el lecho seco del arroyo más abajo, la casa aparenta ser muy alta. Sin embargo, se integra armoniosamente con sus alrededores boscosos: acres de palmas de especies escasas y otras plantas tropicales la sumergen en verde. Dentro del bosque, un visitante podría estar a sólo unos pasos de la casa y no darse cuenta de que está ahí. Cada gesto de la casa ha sido considerado con el futuro en mente, pensando en la manera en que los árboles podrían crear las condiciones adecuadas para una mayor diversidad y biomasa. Cuando uno se sienta en el lanai del norte, entre la oficina de Merwin y la cocina, se está dentro del follaje. Más de tres mil palmas, koas, y casuarinas que los Merwin germinaron, plantaron y nutrieron a lo largo de décadas han crecido a su alrededor, proporcionándoles privacidad, sombra refrescante, silencio y compañía. (William es un hombre intensamente reservado, celoso de su tiempo de meditación, jardinería y escritura, y ahora los árboles lo protegen.) En cada ventana de la casa se puede apreciar un tumulto de formas y texturas verdes. Notablemente, considerando su abundancia en la propiedad, la mayor parte de los árboles que ha plantado —más de doce mil— no han sobrevivido. Algunas semillas de palma tardan años en germinar y mucho más en crecer, y una en particular estaba cercana a la extinción cuando Merwin se aventuró, con éxito, a reproducirla. Después de cuarenta años de plantar y cultivar, a través de prueba y error y de un estudio detenido, se sabe de más de tres mil palmas que viven ahora en la propiedad, identificadas y documentadas por el mayor especialista de palmas en el mundo, John Dransfeld, de Kew Gardens. Algunas de las especies que Merwin plantó murieron pronto pues las condiciones no eran favorables, mientras otras cumplieron su expectativa de vida antes de volver a la tierra. El bosque es ahora un organismo vivo propio, que cambia con cada visita. Si bien en la comunidad literaria muchos reverenciamos a Merwin por revitalizar la poesía y la traducción en su época, algunos aficionados en la comunidad de las palmas lo ubican como ese tipo loco dispuesto a dedicarle el tiempo y la atención necesaria al cultivo de una palma desde que es una semilla hasta convertirse en un árbol maduro. Cuando Merwin compró la propiedad en 1977, el estado de Hawái la designaba como “tierra baldía”. Se trataba de un pedazo de tierra seco e infértil. La agricultura industrial había despojado la capa superior del suelo de nutrientes y dejado en su lugar árboles del paraíso y otras hierbas malas. El terreno también estaba expuesto al rayo del sol —no se trataba de las condiciones ideales para cultivar plantas acostumbradas a la sombra—. Así que, al principio, comenzó por germinar las plantas en el calor sombrío de su ático o en el vivero de malla-sombra que había construido bajando la colina desde la casa principal. Conforme despejaba las hierbas invasoras de la propiedad, con frecuencia trabajando arduamente durante largas horas en el calor tropical (y tras perder un dedo en una trituradora de ramas), aprendió cómo fluía el agua en la propiedad, estudió los contornos y descubrió evidencia de los habitantes originarios que lo precedían tanto a él como a los agricultores industriales anteriores. Localizada cerca de los restos del segundo heiau (templo) más grande de Maui, en el desembarcadero de la playa donde una de las batallas más brutales de la colonia tuvo lugar, dicha evidencia está conformada por tan sólo dos imu (hornos de tierra) ancestrales recién descubiertos junto a una cascada ahora seca. La gente, las plantas y la cascada fueron víctimas de la agricultura industrial. Merwin aprendió desde un inicio que, antes de poder revivir las plantas tropicales, tendría que fortalecer la tierra, empezando en el nivel micro-orgánico. Cuando todavía no estaban todos los árboles que actualmente viven en la propiedad, descubrió, después de algunos fracasos iniciales y de estudiar lo que la tierra quería decirle, que si plantaba cuesta arriba los árboles correctos —casuarinas— con el tiempo las lluvias tropicales llevarían sus nutrientes cuesta abajo, fertilizando lentamente todo el terreno. Construyó bioceldas alrededor del terreno, haciendo compostas de los residuos invasivos, la materia orgánica que se acumuló conforme las plantas comenzaron a crecer, restos de comida, y de los manuscritos y cartas que llegaban de todo el mundo. La tierra que él y Paula “cultivaron” fue a su vez usada para plantar los brotes que él había germinado con dedicación. Más allá de ese groundwork literal,1 ha creado las condiciones para un banco de semillas sustentable y la posibilidad de replicar sus esfuerzos en otros sitios. Este entorno también le ofrece un oasis en la abundancia, donde puede meditar dos veces al día —la estructura original que construyó en la propiedad, retratada en la portada de Garden Time, era un dojo que también funcionaba como cobertizo— y plantar árboles, todo mientras escribe poemas en los papeles sueltos que carga en sus bolsillos. A través de una metódica práctica diaria, Merwin ha devuelto lo salvaje y la vida tanto a la poesía como al paisaje natural del que emerge esa poesía. Su vida y la de Paula se han convertido en el modelo de una vida noble que trasciende al individuo, a la pareja. Él ha provisto a otros expertos en palmas con semillas muy escasas provenientes de los árboles que él y Paula cultivaron. Hace ocho años donaron las tierras y la casa a una incipiente organización sin fines de lucro, The Merwin Conservancy, para que, a través de becas, residencias y conferencias, dicho trabajo pueda continuar en el futuro. Me gusta considerar la práctica de escritura de W.S. Merwin en términos semejantes a su actividad botánica. Ambos están respaldados por el estudio y la reflexión intensos, fundamentados en la tradición aunque permanecen atentos a su tiempo y lugar únicos, y son resistentes a las expectativas recibidas. A ambos los impulsa la práctica diaria, la persistencia, la intencionalidad, y han florecido y madurado gracias a la tierra que los sustenta: la historia viva que hizo posible la prosperidad de plantas y poemas. Tenemos siete décadas de poesía de Merwin y docenas de libros, así que es absurdo intentar categorizarla de una sola manera. Algunos pueden preferir el trabajo de madurez, otros señalar el cambio estilístico de The Lice o la épica monumental de The Folding Cliffs, pero yo sugeriría que en su poesía, tanto como en su casa y su tierra, su presencia se siente más de lo que se ve. Casi cada gesto parece bien pensado y natural; sin embargo, el efecto puede reconocerse de inmediato como de Merwin. Cuando uno maneja camino a su casa, hay un cambio repentino en la calidad de la luz, la temperatura, la cantidad de vida que hay ahí. He leído sus poemas muchas veces y todavía me conmueven su misterio y la forma en la que apresan y liberan el tiempo conforme avanzan, su negativa a quedarse fijos en la página. Sus poemas fluyen de manera sugerente y elusiva, al mismo tiempo que equilibran con cuidado la claridad, la protesta y el amor. Un poema de Merwin no teme echar mano de lo elusivo y de su capacidad negativa para invitar a sus lectores a mejorar la humanidad, especialmente cuando la voz del poema está en su momento más íntimo y personal. Intento no caer en la hagiografía cuando hablo de Merwin; sin embargo, soy fácil de persuadir. Me maravilla la vida literaria que ha llevado, en particular la ayuda que ha recibido de otros para mantener una práctica viva del oficio. Si bien ha entablado amistad con muchos pensadores y escritores en el camino, es en buena medida autodidacta y obedece a su propia disciplina. No hay ninguna maestría en escritura creativa, ningún título en botánica, ningún curriculum vitae. Aun así, hay estudio intenso, un profundo conocimiento de la historia, una práctica diaria de la experimentación, el ensayo y error, y el compromiso de escuchar sus alrededores. Merwin representa una liga directa con la ya pasada generación de grandes escritores, y está reconfigurando la poesía escrita en y traducida al inglés de la misma forma en que plantó semillas y reconfiguró el paisaje. Sus poemas han influido a generaciones de poetas jóvenes, algunos de los cuales quizá no reconocerían de dónde provienen sus manierismos poéticos. Él hizo el esfuerzo. Hizo el trabajo. Cultivó lo salvaje.

Foto de Sarah Cavanaugh

En mi primera visita a Maui, Merwin me entregó una semilla y señaló hacia arriba, al árbol del que provenía, Hyophorbe indica. Explicó que hacía años le habían enviado semillas, cuando la especie estaba casi extinta, y que sólo quedaban ocho especímenes conocidos en la Tierra —cuatro de los cuales estaban creciendo en su tierra alguna vez baldía—. La última vez que lo visité, había más de estas semillas en el suelo alrededor de los árboles maduros, así como plántulas frágiles que apenas empezaban a crecer. Algunas plántulas habían sido sembradas y estaban creciendo en el vivero, para luego ser enviadas a otros botánicos y viveros. Cada vez que visito a William y camino por el bosque que él y Paula cultivaron y compartieron, paso por el cobertizo del jardín y el vivero, me detengo frente a las lápidas y busco vestigios de los hawaianos originarios que vivieron ahí antes de que los agricultores haole destruyeran la tierra. Y veo cómo esta tierra alguna vez moribunda se transforma y crea nueva vida. En varias ocasiones a lo largo de la última década, Merwin ha repetido una idea muy simple, dándole ánimos a quien quiera oírlo: “tú también puedes hacer esto”. Rodeado por esos árboles, pienso en la vida de poesía que Merwin ha llevado, nutrida por los otros del mismo modo en que un tronco caído —o una composta fertilizada por manuscritos— dota de nutrientes y vitalidad a la siguiente generación, y así encuentro que mi fe toma fuerza de nuevo. Quizá la poesía sí pueda salvarnos.

Imagen de portada: Sara Cavanaugh

  1. El autor se refiere tanto a un trabajo de base, preliminar (groundwork), como a un trabajo “literal” del suelo (ground). [N. de la T.]