Acapulco, my love

Drogas / panóptico / Abril de 2020

Idalia Sautto

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Acapulco no necesita una biografía. La nostalgia es esa escama de pintura que se cae todos los días de la fachada de las casas. El sol hace lo suyo. Las lagartijas transparentes hacen “uy uy” al subir al techo. El tiempo se pega en el puerto como el óxido a las rejas que sostienen los aires acondicionados. Los mosquitos nacen en las piletas y mueren en el agua estancada. El golpe de calor se siente al subirse a un carro o al abrir un cuarto que ha estado cerrado por mucho tiempo. El olor del diésel de los coches, el ruido del motor viejo de los vochos, el oleaje del mar llevándose los popotes de los cocos. William Gibson se equivocó, el futuro no es el paisaje de Tokio: es Acapulco. Ese porvenir ya está aquí y es este pedazo de playa en donde los vidrios de los cascos de cerveza nunca se limpian y se cocinan con el sol esperando enterrarse en cualquier pie desnudo. Imagino el grotesco bronceado de Luis Miguel. Su cara gorda y sus arrugas tapadas con bótox, pero su sonrisa siempre incondicional. Imagino que esto es una carta a ese Acapulco viejo. Acapulco, eres este chapopote con arena cubriendo las grietas. El oleaje estampándose sobre la misma pared de basura. Las panzas rebasando la licra de la cadera. Los ombligos siendo el tercer ojo de sus habitantes. Acapulco, no eres digno de la tipografía que han decidido las campañas de turismo. Tu logo está a punto de convertirse en la palomita de Nike. Quizá un día seas por completo una marca para vender en las tiendas de deportes. Pero hoy sigues siendo un puerto que huele a fruta que está por podrirse, como lo está el Hard Rock Café o el Señor Frog’s o el antiguo Cici con sus olas de cemento pintadas de turquesa: muertos en vida, entrañando el vacío de tres décadas sin glamur. Luis Miguel sigue sonriendo desde algún lugar de Las Brisas, ahí donde limpian la alberca cada tercer día y nadie llega de visita.

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A mi edad mi abuela ya conocía todas las fronteras de México con Estados Unidos; su preferida fue Nuevo Laredo, después Piedras Negras, luego Tijuana. Recorro en mi mente el mapa sin colorear de la República Mexicana. Antes de 1994 en la Ciudad de México no era posible conseguir productos gringos y había que recurrir a la fayuca. Mi abuela tenía una cartera de clientes a los que les vendía todo tipo de cosas, desde jabones Dove hasta trajes de baño y figuras de Lladró. Encontró la forma de cruzar el país todos los fines de semana. Intento trazar uno de esos viajes yo sola. La idea de hacer un viaje por donde sea que quiera es imposible de pensar. Ahora todo se trata de sobrevivir, de comprar gas pimienta y de estar alerta cada que se recorren tres kilómetros en la misma ciudad.

Atardecer en Acapulco. Fotografía de Eduardo Francisco Vázquez, 2008.

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Recuerdo cuando ir de la Ciudad de México a Acapulco tomaba de siete a ocho horas en carro. Salíamos a las cinco de la mañana para llegar a desayunar a Iguala. Recuerdo el aroma del diésel en la carretera vieja y el sonido de las piedritas repiqueteando en la defensa del auto. Acapulco sólo era la ilusión de un día vivir juntos en ese puerto. Mi papá quería hacer una cortina con frijoles rojos. Por muchos años le ayudé a recolectar esos colorines en las inmediaciones de la colonia Banjidal. Ese proyecto a largo plazo me entusiasmaba. Pensar en el futuro era cifrar esa dupla: los frijoles rojos y la playa. Recuerdo la primera vez que viajamos por la Autopista del Sol. Mi papá frenó en el mirador. Nos tomamos unas fotos pero ya era de noche. En la foto salimos mi padre y yo con los ojos brillando como animales en medio de la carretera. Recuerdo decirle a mi papá que lo único que no ha podido cambiar en todos estos siglos es cómo se ve el mar. La última vez que estuve en Acapulco saqué al mejor amigo de mi papá del Hospital Privado Magallanes. Hugo es un señor de unos sesenta años que ha trabajado con mi papá desde antes de que yo naciera. Lo balearon en un fuego cruzado en un restaurante de la costera. Dice que no tuvo nada que ver en el asunto. Pero como cualquier cosa que ocurre en el puerto, no le creo nada. Mi papá me dice que tome la camioneta y lo lleve a su casa, él irá en otro carro. A sabiendas de que mi padre me ha utilizado como una mula, me llevo a Hugo y al Triqui, así lo apodan. El Triqui “lánguido y sensual” —dice su lema— me cuenta las peripecias que pasaron y, cuando después de estar dando de vueltas por la costera por fin me dice la dirección, resulta que no iremos a la casa de Hugo, me pide que los lleve a una casa de seguridad en el cerro. ¿Nos estarán siguiendo y por eso estamos dando tantos rodeos? ¿Cómo saberlo? Pasamos antes a un cajero automático y se bajan del auto los dos. Hugo con el brazo envuelto en unas vendas y el Triqui “lánguido y sensual” rengueando de una pierna, flaco, moreno, con el rostro chupado. Me suda la espalda sólo de ver los vendajes de Hugo. Quisiera largarme de ahí, pero por otro lado, ¿qué nos podría ocurrir? ¿Que vengan y lo maten frente a nosotros? ¿O que no hagan nada y lo capturen cuando esté en el cerro? Como es de esperarse, no pasa nada. Los dejo en medio de la calle apretando el freno de mano por lo empinada que está la avenida y me regreso a la casa de mi papá. Me entero de que se ha ido de Acapulco. Me manda un SMS para decirme que me haga cargo de su perro, del pájaro carpintero y de la tlacuache. En su casa enciendo el aire acondicionado de su recámara y me quedo frente a la ventana viendo el mar. De pronto tengo un presentimiento que me recorre el cuerpo entero, me doy cuenta de que tengo más miedo de estar en la Ciudad de México que de estar escondiendo personas en Acapulco. No hay ninguna razón que pueda validar ese sentimiento. Sólo es así.
“Los Acapulco Kids”, de Alejandro Almazán, relata a la perfección el tráfico de la prostitución infantil en el Acapulco viejo, en donde está ubicado el seguro social, el Woolworth, el Sanborns y la catedral. La economía de Acapulco está hecha para que la logística opere a la perfección: taxistas, hoteleros, padrotes, vienevienes y vendedoras de mangos. Todo el pa’quetediviertas a un costo bajísimo hace que pederastas de todo el mundo quieran tomar una o dos semanas de vacaciones en el puerto. Ya nadie piensa en la existencia de este tráfico de niños, prostituidos desde los cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez, jubilados a los once años sin nada más que ofrecer; sigue ahí porque a nadie le importa abolirlo, como a nadie le importa que un hotel viejo y en ruinas siga en funcionamiento. Las autoridades llevan más de sesenta años promoviendo las mismas prácticas, sigue siendo la tercera economía del paraíso perdido de Agustín Lara, por debajo del turismo y del narcotráfico. La prostitución infantil es uno de los atractivos más grandes que sigue teniendo Acapulco. Y aunque a diario matan turistas aun así siguen llegando, porque también siguen naciendo niños. Por mi propio padre me entero de que uno de sus alumnos de la Facultad de Matemáticas está preso por trata de blancas. Lo cuenta como si fuera un chisme de familia. A mí me sorprende que no le dé náuseas el simple hecho de vivir en una sociedad que hace un negocio de las personas más vulnerables. ¿Aquí es a donde querías traer a vivir a toda la familia? Pues sí. Desde que se mudó a vivir a Acapulco todas las frases que dice las antecede por un pues.

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Mi hermana es médico veterinario. Durante una práctica de caballos le tocó curar la fractura de una “yegua bruta”: así llaman a los caballos que no han sido educados y que viven en estado salvaje casi todo el tiempo. Una yegua bruta es un caballo que no tiene las características de un caballo de raza y es de bajo costo. Las ocupan para que en las “suertes” de las charrerías salgan corriendo enloquecidas y los charros las lacen, las monten y las tiren. En esas caídas llegan a tener fracturas severas. Mi hermana se dedicó gran parte de la práctica a curar esas heridas. Cotidianamente me manda fotos de los animales que opera, la mayoría gatos, y a veces me hace preguntas del tipo: ¿Qué sabes del amor si un puma no te ha lamido la mano? ¿Qué sabes de la oscuridad si no has visto un murciélago bebé en una malla ciclónica? ¿Qué sabes de la ternura si no has asistido un parto de cerditos? En aquella ocasión me escribió: ¿Qué sabes del dolor si no tienes que curar un caballo que sólo quieren volver a lastimar hasta que se cansen de él y decidan sacrificarlo?

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Asistimos a una sociedad cuyo principal engranaje es la violencia. Pienso en esa destrucción fortuita, sin ideología, sin política: el hombre matando por ocio, por capricho, por diversión, por negocio, porque sí. ¿Qué podemos hacer? Nada, como un cáncer terminal al que sólo se le otorgan paliativos; curar al caballo, proteger a un perro y escribir, a veces como ese diagnóstico que sólo sirve para situar el dolor. Muy en el fondo siento que no hay nada que hacer… quisiera abstraerme y contemplar esa parte del mar que sigue intacta por el tiempo, pensar en la Rumorosa, en aquellos oficios fuera de la ley que hicieron que mi abuela pudiera solventar una familia sin tener miedo de ser tragada por el lodo o por la sociedad. Y yo, con esta imagen que tengo de mí misma, en medio de un laberinto, sin ninguna pista de cómo salir de ahí, siendo testigo de un mundo que ya no tiene ningún tipo de esperanza.

Imagen de portada: El malecón de Acapulco en 1966.