¿Ginés de Sepúlveda en El Quijote de la Mancha?
Leer pdfEn la primera mitad del siglo XVI español, como escribe Dámaso Alonso, la alteración de los patrones literarios fue tan radical como la de los sociohistóricos: “a un lado, La Celestina, condensación genial de un mundo que acaba, al otro, Lazarillo de Tormes, una técnica, un lenguaje, una interpretación de la vida y una sensibilidad que son ya los de los europeos de la modernidad”. España comenzaba a forjarse como Estado y a despertar, en consecuencia, un orgullo nacionalista, pero más importante aún, ejercitaba la autoconciencia de su lugar en el nuevo concierto internacional. En el orden del espíritu, también se reflexionó en torno a la formación de un temperamento, condensado un poco más tarde en la propensión al donjuanismo amoroso y al quijotismo idealista, que le era exclusivo.
Sin duda, la condición de imperio trajo consigo beneficios desconocidos a los reinos de España, aunque también dilemas inéditos, como el de qué estatus otorgarles a los pobladores de América, nuevos súbditos de Carlos V: ¿pertenecían a la misma raíz adámica que los cristianos?, ¿eran tan idólatras y bárbaros, sin leyes ni letras, que Dios decidió apartarlos por siglos de la humanidad?, ¿poseían un ánima racional?, ¿acaso eran seres humanos? En 1550, el propio emperador convocó a un debate para discutir acerca de la forma más conveniente de organizar las nuevas colonias: se llamó a dos personajes eminentes, los cuales disputaron, ante una junta de doce sabios, qué clase de seres eran aquellos indios, con el fin de desanudar el nudo ontológico y definir una ruta sólida de gobierno.
Miguel de Cervantes estaba enterado de las controversias sobre América, especialmente la realizada en Valladolid, y en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha reprodujo una de las preguntas centrales planteadas por los polemistas Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda: ¿la esclavitud es resultado de la ley natural o pertenece al estricto derecho civil? En el capítulo XXII de la primera parte, cuando nuestros protagonistas llegan a los pies de Sierra Morena en Córdoba, se acercan, además de cuatro custodios que los guían, doce hombres “ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro”, esposados por los cuellos y las manos. Sancho le explica a su acompañante que son bandidos forzados a servir como galeotes en las galeras del rey; a don Quijote le basta escuchar la palabra “forzados” para asumir que tiene el deber de liberarlos, ya que su papel de caballero es, precisamente, el de “deshacer fuerzas” y socorrer a los miserables.
Frontispicio de Antonio Carnicero [dibujante], Fernando Selma [grabador], Joaquín Ibarra [impresor] y Real Academia Española [edición], El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, Madrid, 1780.
Antes de hacerlo, sin embargo, se interesa en averiguar las causas que los condujeron al penoso estado de esclavitud. Los guardias no quieren ni pueden detenerse a exponérselas, pero le permiten que les pregunte a cada uno: el primero, un mozo de veinticuatro años, le dice que quiso tanto a una “canasta de colar atestada de ropa blanca” que la justicia debió intervenir para separarlo de ella; en castigo fue azotado y condenado a tres años de servicios. El segundo no quiere responder, entonces el primero cuenta que lo apresaron “por músico y cantor”; sí, que, mientras lo torturaban, cantó que era un cuatrero, ladrón de bestias ajenas, por lo que se le sentenció a seis años en las galeras. Así, saltándose a algunos, don Quijote llega al último cautivo, el cual lleva más cadenas encima que el resto; se trata de un afamado malhechor: Ginés de Pasamontes, apodado Ginesillo de Parapilla y bautizado más tarde por el caballero andante como Ginesillo de Paropillo.
A decir de uno de los guardias, los delitos del prisionero son tantos que sólo los suyos suman más que los de todos los forzados juntos. Sin embargo, su formal y correcta intervención, así como su inclinación por la escritura —escribió su autobiografía—, persuaden a don Quijote de que se trata de un hombre hábil e ingenioso. Desde su aparición, la imagen e identidad de Ginés de Pasamontes es ambigua, no sólo tiene tres denominaciones —a la que después se suma una cuarta: la de maese Pedro—, también la impresión que causa el personaje es discordante: mientras uno de los centinelas lo define como un bellaco, don Quijote lo caracteriza como un hombre bien dispuesto.
A continuación, el Caballero de la Triste Figura se dispone a liberar a los presos, primero rogando a los comisarios que “sean servidos de desataros y dejaros ir en paz” y, después, embistiéndolos con su espada. La decisión no es un arrebato del protagonista, sino una salida que responde a lo que Victor Sawdon Pritchett llama, en el ensayo El temperamento español, “la condición misma de la imaginación, que a un tiempo ilumina y oscurece la mente”. La luz argumental que defiende don Quijote es que no hay esclavos por naturaleza, como querían ciertos aristotélicos coetáneos afines a Sepúlveda, y que nacidos libres, nadie tiene derecho a forzar a los hombres a dicha condición. En palabras del héroe: “me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres”.
La posición de Cervantes rebate la idea que Sepúlveda sustrae de la Política de Aristóteles acerca de la φύσει δούλου (servidumbre natural) y, al mismo tiempo, coincide con la que defendían los representantes de la Escuela de Salamanca. En su obra De iustitia et iure (1553), Domingo de Soto distingue dos tipos de esclavitud: una lícita y otra ilegítima. La primera se conforma, en esencia, por los prisioneros de guerra. La ilegítima, en cambio, descansa en el derecho natural de que todas las personas nacen libres, por lo tanto, ninguna puede tener dominio sobre otra ni sujetarla al yugo ajeno. Dicho de otro modo: pese a que unos superen a otros en sus capacidades racionales, no hay razón para que los primeros sean amos absolutos de los segundos. Con esto, Soto, suplente de Francisco de Vitoria en el Concilio de Trento, desvirtúa la tesis aristotélica y se convierte en un respaldo fundamental de la lucha de Las Casas.
Frontispicio de Jacob Savery [dibujante], Juan Mommarte [impresor], Vida y hechos del ingenioso cavallero Don Quixote de la Mancha, Bruselas, 1662.
Medio siglo más tarde, desde Nueva España, sor Juana Inés de la Cruz manifiesta algo similar en Amor es más laberinto, cuando Teseo expone ante el rey de Creta el tema de la igualdad entre los individuos. Vale la pena reproducir el fragmento:
Pruébase aquesta verdad, con decir que los primeros que impusieron en el mundo dominio, fueron los hechos, pues, siendo todos los hombres iguales, no hubiera medio que pudiera introducir la desigualdad que vemos, como entre rey y vasallo, como entre noble y plebeyo. Porque pensar que por sí los hombres se sometieron a llevar ajeno yugo y a sufrir extraño freno, si hay causas para pensarlo no hay razón para creerlo; porque como nació el hombre naturalmente propenso a mandar, sólo forzado se reduce a estar sujeto; y haber de vivir en un voluntario cautiverio, ni el cuerdo lo necesita ni quiere sufrirlo el necio. Aquél, porque en su cordura halla de vivir preceptos, y aquéste, porque le tiene su necedad satisfecho; pues no verás ignorante, en quien el humor soberbio no llene de presunción los vacíos del talento. De donde infiero, que sólo fue poderoso el esfuerzo a diferenciar los hombres, que tan iguales nacieron, con tan grande distinción como hacer, siendo unos mesmos, que unos sirvan como esclavos y otros manden como dueños.
Luego de su defensa de la libertad natural, don Quijote declara que, sea como fuere, la implacable justicia divina tiene la última palabra: “allá se lo haya cada uno con sus pecados; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno”. Noción por demás popular en su tiempo —es posible encontrarla en la Historia general y natural de las Indias de Fernández de Oviedo, en la Historia general de las Indias de López de Gómara y en otras crónicas contemporáneas, que tuvieron una admirable repercusión en el libro cervantino.
Una vez liberados, don Quijote únicamente les pide que vayan a El Toboso y se presenten ante Dulcinea para contarle la aventura que pasaron junto al Caballero de la Triste Figura. Los hombres se niegan, argumentando el peligro que corren de ser apresados otra vez; el caballero andante enfurece, pero los superan en número y él y Sancho son sorprendidos por una lluvia de piedras. Esa misma noche, mientras ambos duermen en mitad de la Sierra Morena, un cauteloso Ginés de Pasamontes roba la mula del escudero, complicando así la aventura de los protagonistas. Y, cuando casi nos olvidamos de este bellaco, en el capítulo XXV de la segunda parte de la obra, vuelve a aparecer, aunque ahora transformado en el maese Pedro, un titiritero, mago y truhán que se gana la vida presentando su espectáculo en Aragón.
El inexorable castigo divino a los pecadores, del que había disertado el caballero andante en el primer encuentro con Pasamontes, adquiere todo su sentido ahora. Don Quijote, sin saber que se trata de la misma persona que le ha robado la montura a Sancho, se convierte en herramienta de la providencia al destruir, en plena interpretación de un relato, el teatro guiñol del marionetista, pues ha confundido la ficción y la realidad. Cervantes sella así el círculo de la justicia implícita en el libro.
Frontispicio de Thomas Hodgkin [impresor], The History of the most renowned Don Quixote of Mancha, Londres, 1687.
En el momento en el que el narrador revela que maese Pedro es Ginés de Pasamontes, Cervantes aborda una cuestión reiterativa en los tratados de Sepúlveda: la teoría del ius ad bellum o de la guerra justa. Luego de salir de su posada, los protagonistas atraviesan dubitativos un escuadrón militar. Don Quijote se presenta ante ellos como caballero andante y, entre otras cosas, aprovecha para exclamar:
Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas. La primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta (que se puede contar por segunda), es en defensa de su patria.
Si bien en el asunto de la esclavitud Cervantes se muestra en desacuerdo con Sepúlveda, en lo referente a la doctrina de la guerra justa parece estar conforme. En el Demócrates Segundo o De las justas causas de la guerra contra los indios se definen precisamente cuatro causas que justifican la declaración de una contienda bélica: 1. La legítima autoridad: la justicia inaugural de la guerra garantiza una declaración formal de la misma por parte del Estado, en su condición de unidad esencialmente política, o del soberano de una república bien concertada; 2. La buena intención de quien la promueve: citando a san Agustín, el filósofo español apunta que la guerra con buenos fines y rectas intenciones no debe ser motivada en modo alguno por el deseo de ofender, la crueldad de la venganza, el ánimo implacable, el ansia de dominación y otras cosas semejantes; 3. La rectitud en su desarrollo: la mesura es decisiva para que no sufran daño los inocentes, se respeten las cosas sagradas y no se castigue al enemigo más de lo justo (al respecto, don Quijote dice que la religión cristiana ordena que se haga el bien a los enemigos vencidos); y 4. Los motivos que justifican su inicio: se recurre a la violencia cuando los recursos pacíficos se han agotado, cuando se han de recuperar cosas injustamente arrebatadas y cuando se debe castigar a quienes cometieron injurias.
Con relación a la guerra en contra de los nativos americanos, Sepúlveda añade la siguiente explicación: “[es necesario] atraer por el camino más próximo y corto a la luz de la verdad a una infinita multitud de hombres errantes entre perniciosas tinieblas”. En otras palabras, como lo enseña la parábola bíblica de la gran cena, hay que forzarlos a abandonar las abominables prácticas, promovidas desde los órganos públicos, que han dificultado el desarrollo de la humanitas en el continente. Esto no quiere decir que la infidelidad por sí sola sea causa de guerra, puesto que su adopción obedece únicamente a la voluntad; ni la fe ni los sacramentos pueden imponerse. La diferencia es sutil, pero clara: la licitud del conflicto proviene de la facilidad que otorgaría a la transmisión del Evangelio, objetivo último de la declaración del filósofo.
Detalle de página de Josep Ferrer [editor], Pedro Patricio Mey [impresor], El Ingenioso Hidalgo Don Qvixote de la Mancha, Valencia, 1605.
Cervantes trastorna genialmente las imágenes al presentar sus diversos significados, por tanto, no puede esperarse que retrate a Sepúlveda tal y como era; en cambio, explota el recurso de la imaginación. Mediante una oposición, lo transforma: pasa de ser un erudito aristotélico a un bandido de pocos escrúpulos. Acá mi hipótesis: en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, el autor mezcla dos figuras históricas para crear al personaje de Ginés de Pasamontes, por un lado, el cordobés Juan Ginés de Sepúlveda y, por otro, el soldado zaragozano Jerónimo de Pasamonte. Este último perteneció a una compañía del tercio de Miguel de Moncada, donde también participó Cervantes y, junto a otros reclutas, ambos lucharon hombro a hombro en la batalla de Lepanto. Después de ser prisionero de los turcos por dieciocho años, Pasamonte volvió a España y le escribió un memorial a Felipe II para que le reestableciera su herencia familiar, texto que, por cierto, fue la base de su autobiografía, Vida y trabajos.
Al margen del empleo obvio de los nombres, el juego que plantea Cervantes comienza con el lugar donde ocurre el encuentro entre don Quijote, Sancho y los reos: se cruzan al pie de Sierra Morena, en la provincia española de Córdoba, muy próximo a Pozoblanco, pueblo natal de Sepúlveda. La otra aparición del personaje sucede en otro sitio, en Zaragoza, de donde era oriundo Pasamonte. Se establece, pues, una correspondencia entre las demarcaciones territoriales y los personajes históricos cifrada en el apelativo: Ginés, como la primera entrada del personaje, ocurre cerca de Pozoblanco, mientras que Pasamontes, segunda apelación y guiño, sucede en la demarcación de Zaragoza.
A esto se le suma el hecho de que, cuando aparece Ginés de Pasamontes, don Quijote diserta sobre los temas que más ocuparon a Sepúlveda: la esclavitud y la guerra justa. Si nos preguntamos por qué conducto pudo Cervantes entrar en contacto indirecto con el filósofo, cincuenta años mayor que él, una posibilidad es Alonso de Ercilla, quien, en la corte del príncipe Felipe, fue alumno de Sepúlveda, el cual, a su vez, ostentaba el puesto de maestro de pajes. Durante el peregrinaje del séquito real por Lisboa, Cervantes y Ercilla sostuvieron un encuentro: de acuerdo con la novela pastoril La Galatea, el primero admiraba al poeta.
Otro del mesmo nombre, que de Arauco cantó las guerras y el valor de España, el cual los reinos donde habita Glauco pasó y sintió la embravecida saña. No fue su voz, no fue su acento rauco que uno y otro fue de gracia extraña, y tal que Ercilla en este hermoso asiento merece eterno y sacro monumento.
A las evidencias presentadas, se añade que, en su talante de intelectual moderno, consciente de la otredad árabe y americana, Cervantes no sólo conocía bien a los principales pensadores españoles de su tiempo, sino también a los italianos. Por ejemplo, el yelmo de Mambrino hace referencia a Mambrino Roseo, traductor al toscano de varias obras castellanas, escritor de novelas de caballerías e historiador prolífico. Sepúlveda, por su parte, también fue influido por los maestros del Belpaese cuando estudió en el Colegio de San Clemente de Bolonia, al amparo de Pietro Pomponazzi.
Todas las imágenes son de la Colección de Quijotes de la Biblioteca del Museo Franz Mayer y son cortesía del museo.
Imagen de portada: Detalle de página de Josep Ferrer [editor], Pedro Patricio Mey [impresor], El Ingenioso Hidalgo Don Qvixote de la Mancha, Valencia, 1605.