Tríptico del Cangrejo de Álvaro Uribe

Según sus propias palabras

Enfermedad / crítica / Abril de 2024

Rafael Lemus

El lunes 7 de enero de 2008 Álvaro Uribe —escritor, mexicano, 54 años— es diagnosticado con cáncer. Un tumor espiculado de veinte milímetros de diámetro, explica el médico. Alojado en la parte superior del pulmón derecho, explica el médico. Descubierto a tiempo, explica el médico. Tres semanas más tarde una cirugía extirpa el tumor y, con el tumor, una tercera parte del pulmón del enfermo. Siguen dieciséis sesiones de quimioterapia. La recuperación es lenta y laboriosa: tos, náuseas, fatiga, dolor en la cicatriz, dolor en las costillas. El feliz día de septiembre en que el catéter es al fin retirado del paciente es también el infeliz día en que, en otro punto de la Ciudad de México, su madre muere.

​ Segundo cangrejo: diez años, dos meses y diecinueve días después de aquel diagnóstico, Uribe es diagnosticado con un nuevo caso de cáncer. Esta vez la próstata, un tumor de tres más cuatro en la escala de Gleason. Otra vez una cirugía, una laparoscopía simple complicadamente negociada con los médicos y con el seguro de gastos médicos mayores. Otro tajo y —feliz, infelizmente— otro tumor extirpado.

​ Tercer y último cangrejo: el 19 de noviembre de 2021, una tomografía revela un tumor maligno —grande, tejido blando, bordes irregulares— en el pulmón izquierdo de Uribe. Se descarta una nueva cirugía: no hay manera de arrancarle el pulmón izquierdo a quien ha perdido ya parte del derecho. El enfermo tendrá que aprender a vivir con el tumor, explica el médico. El tumor tendrá que aprender a decrecer con treinta y cinco sesiones diarias de radioterapia y siete sesiones semanales de quimio. El tratamiento empieza de inmediato, lo mismo que el recrudecimiento de los síntomas —tos, flemas, cansancio, dolor en el esófago, ardor en la piel radiada—. Un contagio de covid precipita la caída. El 23 de febrero Uribe es internado en el hospital. El 28 es trasladado a la sección de Terapia Intermedia. El 2 de marzo muere.

​ Duele repetirlo: el miércoles 2 de marzo, a las 6:40 de la tarde, muere Álvaro Uribe —muere Álvaro.


Estar enfermo y llevar un diario. Eso hace Álvaro a lo largo de los tres cangrejos: doblado sobre un cuaderno, pluma en mano, escribe (sobre/desde/a través de) la enfermedad. La primera entrada es del 7 de enero de 2008, fecha en que recibe la noticia del primer cáncer. La última fue escrita un día antes de su muerte, ya no en uno de sus cuadernos sino en una página de la libreta gris que su esposa, la poeta Tedi López Mills, cuela en la habitación 248 del hospital Ángeles Pedregal. Entre una entrada y otra se suceden otras muchas —decenas, cientos— que, sin embargo, no son en modo alguno, no, suficientes: la muerte interrumpe demasiado pronto la escritura.

Células de cáncer de próstata. Anne Weston, The Francis Crick Institute. Wellcome Collection Células de cáncer de próstata. Anne Weston, The Francis Crick Institute. Wellcome Collection

​ En sus cuadernos Álvaro anota —con disciplina, con precisión, sin melodrama— el día a día de la enfermedad: las citas, los trámites, los tratamientos, los malestares. También registra:

​ las llamadas de los amigos (y el silencio de quienes no lo llaman);

​ las lecturas (Cormac McCarthy, John Updike, Stephen Crane) con las que mata o aviva el tiempo;

​ encuentros y desencuentros con otros pacientes;

​ algunos paseos en el parque;

​ tres o cuatro borracheras;

​ el miedo, no tan constante y menos a la muerte que al “dolor indecible”;

​ la esperanza de salir vivo de uno y otro y otro cáncer, solo abatida en la última entrada;

​ la metafísica revelación de que la metafísica es cosa de sanos (“Lo que de veras importa son las dolencias y los remedios. Lo demás —la inmortalidad del alma, la naturaleza del yo, el miedo a la muerte— solo es importante cuando estamos sanos”);

​ la repetida sensación de saberse “otro respecto de los otros”, distante de todos salvo de Tedi, “la única persona no otra”;

​ las charlas con Tedi;

​ la vida diaria con Tedi;

​ el paso del tiempo, “nada extraordinario y, justamente por eso, un prodigio”.

​ El primero de los cuadernos, “Cuaderno de la paciencia”, es el más extenso y abundante, a ratos casi literario, como si el enfermo estuviera a un mismo tiempo aterrado y cautivado por el cáncer y quisiera a la vez explorarlo y explorarse. El segundo, “El árbol”, es el más escueto, como si, perdida la novedad, el paciente cumpliera con la obligación de anotar un cáncer que, sabe, no ha de matarlo. El tercero, “Tres Cangrejo”, es, cómo decirlo, lacerante, una precipitada carrera —una caída— hacia un punto que Álvaro deseaba que fuera la curación pero que, nosotros lo sabemos, fue la muerte. Atados los tres juntos en un solo volumen, son ahora un libro, Tríptico del Cangrejo, que es eso, un libro, pero también una urna y otra forma de seguir vivo.


Estar enfermo y escribir enfermo. No extraña que Álvaro, siendo el escritor que era, haya decidido (o no haya tenido que decidir siquiera) acompañar el cáncer con la escritura. No extraña que, siendo el novelista que era, haya impreso (quizás involuntariamente) un cierto aliento narrativo al registro de sus días. No extraña que su prosa aquí sea precisa y simétrica y rutilante, como era siempre su prosa. (Incapaz el hombre de escribir una mala página aun en el más malo de sus días.) No extraña que incluso aquí, o sobre todo aquí, a unos cuantos metros de la muerte, Álvaro haya persistido en su conducta de siempre y haya cuidado las comas y los verbos y los adjetivos y haya refrendado ese compromiso suyo, tan suyo, con la frase, el párrafo, la página, el libro.

​ El libro. Desde la primera frase de la primera entrada Álvaro sabe —aunque no lo diga— que está escribiendo un libro. Como ha visto Fabio Morábito, ya en esa primera entrada está clara la voluntad de Álvaro de escribir y no de redactar —y de escribir justo para que la enfermedad, informe, no lo avasalle todo—. Mientras los médicos tratan el cáncer, Álvaro se obstina en contenerlo dentro de la forma libro, como para impedir que haga metástasis. Mientras los médicos batallan contra la enfermedad, Álvaro se bate contra ella y también contra ese maldito hábito de la enfermedad de “desdibujar el espíritu”. En los primeros dos cuadernos es obvio que él gana la contienda: el cáncer, en vez de apagarlo, enciende su escritura, y ni siquiera los momentos de mayor malestar quiebran su prosa. Es solo al final, en las últimas entradas, que sus frases al fin flaquean y tropiezan, antes de volverse a levantar, en una suerte de empate entre Álvaro y el cáncer, entre su yo y la nada, unas horas antes de que la muerte lo venza de una vez y para siempre.


Álvaro es acá el enfermo y es el escritor que escribe sobre el enfermo. Es el hombre que padece los dolores y las náuseas y el cansancio y es, también, el hombre que escribe sobre cómo otro hombre que comparte su nombre y sus señas padece los dolores y las náuseas y el cansancio. Como todo aquel que intenta confesarse, Álvaro es parte autor y parte personaje. Como toda escritura autobiográfica, la suya, antes que revelarlo, lo reinventa y, en vez de fijarlo, lo desdobla en un otro que es él y que es, en efecto, otro. Eso hace quien se escribe: produce un doble que ya terminará por suplantarlo y sobrevivirlo.

​ El Álvaro de carne y hueso sabía demasiado como para no saber esto, y aquí se entretiene modelando a ese oscuro hermano gemelo. Con la misma determinación con que evita estetizar el cáncer o tornarlo metáfora, se cuida de crear un doble ejemplar y hueco. Una vez que lo concibe y separa de sí, se ocupa de insuflarlo con algunos de sus vicios y hábitos —el alcohol, la lectura, el chisme, la impaciencia— para que se asemeje, casi a la perfección, al Álvaro que tantos conocimos y quisimos. Pero no es Álvaro. O es Álvaro de otro modo.


​ Una sola vez Álvaro cede a la tentación de convertir el cáncer en metáfora —o en otra metáfora además de la del cáncer— y uno agradece el desliz:

Aunque alrededor del año 400 a. C. Hipócrates le haya dado a esta enfermedad el nombre griego del cangrejo […], yo la concibo, la imagino, la experimento como una invasión vegetal. El cáncer es para mí una hierba parasitaria. Una hiedra que se adhiere a un órgano hasta convertirse en él. Una enredadera que sofoca y penetra al tejido sano hasta transformarlo en ella. Un árbol. Un árbol simbiótico que busca ramificarse y echar raíces en mí. El árbol adentro que debo sacar fuera cuanto antes.

​ En algún momento de La Doulou, muchos años después de haber empezado a escribir sobre su sífilis, el bueno de Alphonse Daudet se exaspera y lamenta la torpeza de las palabras para referir, de veras referir, el dolor. No hay una sola línea en estos tres cuadernos en la que Álvaro deslice un lamento semejante. Álvaro no se queja no porque su prosa, al revés de la de Daudet, sí exprese el dolor sino porque, después de tantos años y tantas lecturas y tanta escritura, no pretende ya tanto referir la realidad como añadirle otra capa, otra dimensión sensible, toda palabras, en la que él y su doble y los tumores de uno y otro puedan discurrir a su manera.

​ Si la escritura no expresa la enfermedad, ¿entonces para qué llevar un diario cuando uno está enfermo? Acaso para eso: para producir otro sensorio y guarecerse en él. También —como hace acá Álvaro— para intentar darle forma a un mal que crece y destruye sin forma y para diferir la muerte una entrada a la vez. Además: para ocuparse y hasta divertirse. “Ocuparse, no preocuparse”, le dice el médico a Álvaro más de una vez, y eso hace él en estos cuadernos: se entretiene. De hecho, es tan metódica y geométrica su prosa —aquí como en cualquier otra de sus obras— que uno sospecha que hay un momento en que la escritura se le vuelve ya solo juego, no más un medio-para-decir sino un puro divertimento en que debe olvidarse de sí mismo para mejor acomodar bloques, piezas, palabras.

​ También eso: aun quebrado por el dolor, Álvaro no renuncia al autómata placer de la escritura.


​ En un diario íntimo, decía Blanchot, uno puede darse todas las libertades salvo una: uno debe obedecer el calendario. Esa es la cláusula —“en apariencia liviana pero temible”— que suscribe el diarista cuando abre su diario: debe someter su escritura a la “regularidad feliz” del tiempo. Álvaro es ejemplar en este sentido: escribe casi a diario, siempre bajo la estricta inscripción de la fecha, y jamás traspasa el “círculo de la vida cotidiana”. Anota lo que él y su doble han vivido ese día. Confía en que habrá más escritura el día siguiente.

Yashima Gakutai, *Cangrejos en la orilla*, *ca.* 1827. Rijksmuseum Yashima Gakutai, Cangrejos en la orilla, ca. 1827. Rijksmuseum

​ Pero, aunque Álvaro se ajusta al calendario, el tiempo baila frente a nosotros. En el primer cuaderno el tiempo se distiende y transcurre lentamente, posponiendo a lo largo de casi un año, día a día, el instante en que Álvaro se sabrá al fin curado. En el segundo aparece comprimido, contenido, como el tumor que la cirugía extirpa. En el último es rapaz y corre a prisa, demasiado a prisa, asesinamente a prisa, empujando a Álvaro hacia la muerte. Pocas lecturas más brutales que las de este último cuaderno. Uno sabe lo que Álvaro desconoce: que morirá pronto. Uno puede sentir, página tras página, cómo el libro adelgaza y el punto final se acerca. Es como si también nuestra lectura empujara a Álvaro hacia el desenlace y también nosotros lo entregáramos a la muerte.


Escribe Álvaro en la última entrada, el penúltimo día:

Tedi y yo nos percatamos, ahora, de que los últimos tres meses, desde el primer PET en que se detectó el cáncer, han sido un preparativo a lo que nos sucede en estos días. Lo que nos sucede es, sobre todo, platicar. Platicamos sobre mi muerte, por supuesto. Pero significa que la plática es sobre nuestra vida. La que nos deparó a los dos —juntos y por separado— un destino inverosímilmente generoso. La que le espera a Tedi, que —estoy seguro— no será ni de lejos tan mala como ella espera. Rectifico: lo que le espera a Tedi, que, si mis deseos correspondieran a la realidad, sería mucho mejor de lo que ella teme.

El resto es silencio.

​ No es silencio.

​ Cuando Álvaro ya no escribe, es Tedi quien cuenta, en el epílogo del libro, el último día:

Respira agitadamente. Me dice en voz baja que ya no quiere. Le hablo al oncólogo. Álvaro me sonríe: “no es tan difícil morir”. Pide que lo pasen del reposet a la cama. “Es mejor hacer esto acostado”. Se despierta a ratos, de buen humor: “los zapatos se desatoran”. Me dice que ya encontró el famoso túnel y la luz, pero a un lado, no en el centro. “Qué bola de lugares comunes…” Me pregunta si la Tierra sigue dando vueltas; si existen días libres en el paraíso. Luego se duerme. Con los “ojos del espíritu”, según sus propias palabras.

Alfaguara, México, 2023Alfaguara, México, 2023

Imagen de portada: Yashima Gakutai, Cangrejos en la orilla, ca. 1827. Rijksmuseum