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Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Yásnaya Elena A. Gil

Confinarse. Retraerse. Desde hace cientos de años queda claro que, ante las epidemias, es fundamental guardarse en cuarentena. ¿En dónde? Una casa de campo cuidada por empleados y que se visita los fines de semana. Un departamento demasiado pequeño para una familia de 5 integrantes. Un país que ha cerrado sus fronteras, sí, aún más. Una colonia patrullada por policías que van a detenerte si pisas la calle. Una estación de detención migratoria. Un departamento en el que ha muerto alguien por la enfermedad que nos confina, con su cuerpo insepulto que nadie puede llevarse. Una ciudad con calles casi vacías en las que recoges la basura. Un hospital del que no puedes salir para evitar poner en riesgo a tu familia. Una casa de lujo desde la que grabas tutoriales. ¿En dónde? Las respuestas son múltiples y toman la carga deíctica de adverbios como “aquí” que toma su significado según la situación en la que es enunciado. “Aquí”, una palabra pronunciada desde distintos lugares que le otorgan significados múltiples. Desde la ventana hacia otras experiencias en que se ha convertido internet, me doy cuenta de la diversidad de experiencias posibles. La pandemia le da otro contenido a los espacios que habitamos. El radio posible de movilidad que nos permite el confinamiento varía por estas circunstancias e incluye a quienes no pueden confinarse, o más bien, se confinan en las calles semivacías que no responden bien a la urgencia de las personas que están ahí cuando otros se han guardado. El “aquí” de las personas que necesitan continuar es la ausencia de los otros. El “aquí” que yo enuncio es Ayutla. Una comunidad mixe en la Sierra Norte de Oaxaca. Un lugar sin acceso a agua potable desde hace casi tres años cuando por medios violentos nos despojaron de nuestro manantial y destruyeron todo nuestro sistema de agua potable: tanques de captación, válvulas, tuberías. Asesinaron a una persona. De las muchas personas que estábamos cerca del murmullo que emite el agua del manantial cuando comenzó la lluvia de balas, nueve resultaron heridas. Recuerdo el sonido del tiroteo. Cuatro mujeres fueron secuestradas y sometidas a tortura. Todo está impune y el “aquí” desde el que yo enuncio se erige como un terrón sediento pero que no se desmorona. Hace un año, me recuerdan las redes sociales, a estas alturas del año ya habían caído las primeras tormentas. Los días pasan y las nubes, cuando aparecen, no dejan caer nada. El calor sofocante se convierte en llamas al tocar la tierra y los incendios se vuelven cotidianos. El altavoz alterna mensajes de prevención ante la pandemia con solicitud de apoyo para sofocar los incendios. El calor fermenta la indignación acuciante por la injusticia sostenida e irreverente que nos abofetea la cara cada vez que transportamos agua en pequeños contenedores que enseguida se agotan. Pero también, el “aquí” que yo pronuncio significa mi casa, el huerto, el campo ya sembrado de milpa que espera brotar, la casa de los guajolotes, los aguacatales, las hojas de los nísperos que dan sombra al patio. Los espacios que habitamos, en general, son abiertos y permiten una circulación impensable en un bloque de departamentos. Aquí es un lugar con un altavoz central desde el que las autoridades comunitarias transmiten mensajes de prevención, medidas sanitarias en mixe y en español para hacer frente a la pandemia. Una estructura comunitaria facilita las cosas. La población infantil, aunque no puede asistir a los espacios comunitarios de juego o a las clases de música tiene espacios abiertos a su alrededor en sus propios hogares. La comunidad entera se vuelve nuestra casa, una misma casa que necesitamos proteger colectivamente. A diferencia de muchas experiencias en las grandes ciudades, el “aquí” no significa sólo el departamento, ni siquiera sólo un edificio sembrado en una misma superficie reducida pero que ha crecido en sentido vertical, la voz que se oye desde el altavoz comunitario crea un espacio que proteger, una unidad clara que se confina en colectivo, un “aquí” más amplio pero concreto. Este adverbio crea una casa que es en la que nos quedamos todos. Tal vez no podamos reunirnos en asambleas por ahora pero nos sabemos en un “aquí” común y compartido. Ante la realidad de la pandemia, las comunidades de la sierra, múltiples hogares comunales en donde nos guardamos, han ido tomando distintas medidas para evitar que llegue el virus porque sabemos que un solo caso puede significar demasiado. En algunos lugares el cierre ha sido casi completo y estricto, en otros casos las comunidades han permitido el regreso de cientos de personas que han huido de sus centros de trabajo en las grandes ciudades: tenían una comunidad a la cual volver. Desde otra perspectiva, “aquí” se vuelve una imposibilidad. La población migrante en Estados Unidos enfrenta la pandemia desde ese otro lado de una frontera particularmente feroz. Más de treinta personas provenientes de Oaxaca han perdido la vida en el país del norte. Pregunto con frecuencia a las personas que tienen familiares allá sobre el estado de las cosas. “Ni siquiera pueden volver” me responde una madre particularmente angustiada. Leo sobre la posibilidad de que personas provenientes de la Montaña de Guerrero que han muerto por coronavirus sean destinados a la fosa común ante la imposibilidad de pagar lo necesario para una incineración. Mientras, esperamos. Esperamos la lluvia y la justicia, esperamos pasar la pandemia sin un solo caso, pero esperamos también la posibilidad. Pensar en las posibilidades me genera mucha ansiedad. En ese caso, la estructura comunal que ahora es nuestro “aquí” tendrá que enfrentar los retos de una situación en que el virus se esparce por nuestras montañas igual que ahora enfrenta las medidas de prevención. Apenas cuestionamos las estructuras solidarias con las que contamos, están ahí desde antes, son el modo de resolver la vida y se han accionado siempre cuando la lluvia causa deslaves, cuando hay un funeral o cuando las balas cancelaron el sonido del agua precipitándose. Un virus en la casa. Un virus en un “aquí” donde habitamos todos, este “aquí” ancho, amplificado, que se ha estirado sobre la ladera de la montaña y que permanece expectante. Que no suceda.

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Imagen de portada: Milpa. Fotografía de xiroro, 2016. CC