El fracaso de las redes sociales es un triunfo para las comunidades de verdad

Comunidad / dossier / Noviembre de 2023

Alejandro González Ormerod

Las comunidades son complicadas y lo complicado cuesta. Las redes sociales se dieron cuenta de eso hace años. A raíz de las críticas por su papel en numerosos casos de violencia alrededor del mundo, el algoritmo de Facebook ahora castiga las discusiones políticas con el afán de volverse el estéril equivalente virtual de un centro comercial. Bajo el liderazgo de Elon Musk, X (antes Twitter) busca convertirse en una super app que brinde servicios más parecidos a los de Rappi, alejándose de su función de foro público. La nueva obsesión de TikTok es repetir el mantra de que no es una red social sino “una plataforma de entretenimiento”. En su conjunto, todas las redes sociales han abandonado silenciosamente su promesa original de crear comunidad para convertirse en interfaces entre vendedores y consumidores.

​ A estas alturas es relativamente bien sabido que no son herramientas para la formación de comunidad, pero también es miope creer que fueron particularmente excepcionales en su comportamiento sociohistórico. A más de un par de décadas de su irrupción, los miedos que evocaron han sido sorprendentemente similares a los que provocaron sus predecesores tecnológicos, desde la televisión, pasando por la radio, la prensa móvil y la escritura en sí. Sin embargo, no parece que las redes digitales hayan dejado una huella tan marcada. Una relectura histórica nos demuestra por qué no hubo nada ni verdaderamente nuevo ni revolucionario en ellas.

Página de la Biblia latina de Gutenberg, 1456 Página de la Biblia latina de Gutenberg, 1456

​ Esto no significa que las redes sociales no hayan hecho daño; hay masacres atribuibles a Facebook y suicidios ligados a Instagram, pero también hubo consecuencias negativas tras la llegada de tecnologías tan inocentes como el libro de tapa blanda o la hoja volante. Será otro el momento para hacer un sobrio recuento de los daños, pero en esta ocasión, a veinte años del lanzamiento de LinkedIn (oh, sí, esa es la red social aún relevante con mayor antigüedad), repasaré lo que temíamos que iba a pasar y no pasó o lo que acabó siendo un refrito de otros eventos. Quizá sirva para atemperar la arrogancia de sentir que vivimos en una era sin igual (para eso tenemos el desastre climático).


La promesa original

Las redes sociales de hoy son parte de un conjunto conocido con el eufemismo de “tecnologías de la persuasión”. A finales del siglo pasado, los avances tecnológicos en la forma en que nos vinculamos e interactuamos fueron enormes. El incremento de la conectividad tuvo usos claramente productivos dentro del rubro económico: las decisiones de compraventa de acciones se podían reducir a milisegundos y las empresas se volvieron globales en serio, lo que vinculó a sus empleados alrededor del mundo de manera instantánea y, crucialmente, más productiva.

​ Estos beneficios se convirtieron en un dolor de cabeza para las compañías cimentadas en las comunicaciones. Ya desde los años ochenta y noventa era perfectamente factible comunicarse con alguien del otro lado del mundo de manera instantánea, pero los segundos de conversación telefónica a larga distancia costaban un ojo de la cara. El internet eliminó gradualmente esos costos por lo que, para cuando surgieron las redes sociales unos años después, era casi imposible cobrar por esas interacciones.1 Lo vimos en 2016, cuando WhatsApp coqueteó con la idea de cobrar una cantidad ínfima (0.99 centavos de dólar anuales) que nuestros ancestros noventeros habrían considerado una indiscutible ganga, pero que para el nuevo milenio ya representaba un costo inaceptable. WhatsApp desechó la idea ante el riesgo de una desbandada. Así que hubo que buscar otras formas de comprometer económicamente a los usuarios.

​ En su libro Privacidad es poder (2021), Cariz Veliz nos recuerda que esta fue una elección. Plataformas experimentales tempranas como Google no estaban obligadas a volverse negocios, pues hubo un tiempo en que estas tecnologías buscaban sinceramente reinventar la forma en que interactuamos los seres humanos. Wikipedia sigue siendo una asociación sin fines de lucro cuya comunidad de editores y contribuidores donan su tiempo y su conocimiento para crear, entre debates acalorados y trabajo no pagado, la enciclopedia digital y gratuita más usada del mundo.

​ Pero nadie piensa en Wikipedia como una red social. Las redes actualmente apenas evocan sus orígenes: Facebook se creó para vincular mejor a los estudiantes de diferentes instituciones universitarias. El fundador de Twitter, Jack Dorsey, expresó su remordimiento tras vender su sueño de crear comunidad a través del microblog a cambio de la ambición pedestre de hacer negocios, y esto fue mucho antes de la adquisición de Elon Musk. Conforme los actores involucrados se dejaban llevar por la tentación de las ganancias, el término “comunidad” degeneró, abandonando el significado de interconexión humana por el de intermediación comercial.

​ La comunión chatarra, con sus llegues de dopamina fácil, está diseñada para que los usuarios visiten compulsivamente la “comunidad” sin jamás formar una relación más compleja que la del consumo. Hoy en día, si buscas en Google la frase “comunidad en redes sociales” te encontrarás con cientos de artículos sobre el fortalecimiento de marca frente al consumidor. Pasando por alto todo sentido de ironía, uno de estos textos comienza preguntándose si las redes han destruido a la humanidad y concluye con el alentador mensaje de que sí, un poco, pero que eso puede representar una gran oportunidad para las empresas.2

​ La instrumentalización de la comunidad fue posible gracias a empresas como Stanford Persuasive Technology Lab, que surgieron en zonas vecinas a las sedes de las redes sociales para crear, en sus propias palabras, “máquinas diseñadas para cambiar humanos”.

Gali May Lucas, *Absorbidos por la luz*, 2018. Escultura pública del Light Art Project, Amsterdam Gali May Lucas, Absorbidos por la luz, 2018. Escultura pública del Light Art Project, Amsterdam

​ De haber escrito este texto hace unos cuantos años, la dirección de mi análisis sería predecible: hablaría del poder del algoritmo; de hitos, como los de Cambridge Analytica, en los que empresas de procesamiento de datos manipularon a los electores usando su información digital; del amplio desastre humano que han trazado las redes. Y aunque no minimizo el perjuicio, los últimos años han revelado algo más profundo.

​ Si hubieran podido crear máquinas que cambiaran a la humanidad, la revolución de las redes sociales habría sido una de las transformaciones más importantes de la historia. En vez de cambiar a la humanidad, plataformas como Facebook, X y TikTok están, o perdiendo seguidores, o reestructurándose como medios no-sociales. Es tan claro que resulta un poco vergonzoso, en los albores de la retrospectiva, constatar que nuestras reacciones ante la creación, el desarrollo y actual desenlace de las redes sociales fueron, hasta cierto punto, perfectamente predecibles.


Aislamiento histórico y reacciones refritas

“Pocas veces se había hablado tanto como ahora de la necesidad de un nuevo sentido de comunidad. Y es que pocas veces habíamos experimentado una conciencia más punzante de nuestra soledad”.

​ Inmersos en nuestro sesgo de presente, parece que estas palabras pronunciadas en la UNAM por Luis Villoro están dirigidas directamente a nosotros, aunque las dijera el 29 de octubre de 1948 y las recogiera Juan Villoro en su libro La figura del mundo (2023). Esto demuestra que el enajenamiento y la supuesta muerte de la comunidad es una de las constantes preocupaciones de nuestra especie.

​ Quítenos el celular y la demás parafernalia de la modernidad y seguiremos siendo los mismos primates de hace cientos de miles de años; por ello, cualquier nueva tecnología siempre enfrenta los mismos retos. Las innovaciones a menudo pasan por una evolución similar cuando hacen su presentación en sociedad: primero resultan perturbadoras para luego ser asimiladas y volverse parte del statu quo. No hay ninguna tecnología tan revolucionaria que no termine integrándose a nuestro mobiliario social.

​ Una de las tecnologías más revolucionarias fue la prensa móvil de Gutenberg. Gente que nunca había tenido una plataforma más amplia que su vecindario, de repente pudo diseminar ideas a gran escala. La envergadura del cambio sorprende aún. Europa tenía aproximadamente 30 mil libros antes de 1500 y, en un tiempo similar al que nos tomó conocer y adoptar las redes sociales digitales, Martín Lutero ya había distribuido 300 mil ejemplares en los tres años posteriores a la publicación de sus 95 tesis, en 1517.3

​ La prensa móvil en ese entonces podía imprimir hasta veinticinco páginas por hora; nada en comparación a las cantidades titánicas de información que podemos compartir ahora, pero aún así es posible decir que la prensa de Gutenberg fue más revolucionaria que la introducción de las redes sociales. ¿Por qué, si las plataformas digitales son enormemente más potentes?

​ La respuesta está en la diferencia en nuestros ritmos de adopción de cada tecnología. Los efectos de la prensa siguieron siendo revolucionarios porque la diseminación, no de las ideas que distribuía, sino de la tecnología en sí, fue lentísima. Casi nadie leía en ese entonces, olvidémonos de tener acceso a los servicios de una prensa. La adopción global de las redes sociales fue, en comparación, casi inmediata. Hasta las personas más privadas de capital e influencia tienen acceso a Facebook, a WhatsApp o a Kwai y, por consecuencia, nos acostumbramos rápidamente como sociedad a los efectos de las redes, por lo que su disrupción fue menos prolongada.

Grabado anónimo de Johannes Gutenberg, 1584. Science Photo Library Grabado anónimo de Johannes Gutenberg, 1584. Science Photo Library

​ Entre más tiempo se tenga el monopolio de alguna nueva tecnología, más devastadores pueden ser sus efectos, como en una carrera armamentista. Este fenómeno explica el ánimo de censura de los gobiernos frente a cualquier innovación. De la misma manera en que las instituciones y los gobiernos actuales “nos cuidan” de la desinformación de las redes —como lo hizo recientemente Canadá cuando accidentalmente bloqueó las cuentas de X de la BBC y Bloomberg, demostrando su falta de pericia técnica al tratar de mantener a salvo a su ciudadanía de la desinformación china—, las autoridades del siglo XVI trataron de contener la diseminación de ideas como las de Lutero. La Corona española optó por limitar la impresión a textos que fueran “materia inocente en que se cebe la curiosidad del público”.4 Tres siglos después, aún había campañas en contra de las novelas, dado que se creía que “hay una disposición en las juventudes de ver aquello que se imprime en los libros como incuestionablemente cierto”.5 En los años cincuenta, el papa se tomó el tiempo de advertirles a sus feligreses que “por el hecho de penetrar en la santidad del hogar, la televisión ha de regirse por un criterio de censura distinto al de otros espectáculos”.6

​ La máxima de Einstein aquí es relevante: todo es relativo. Al moverse el mundo a la velocidad del 5G, solo habrá ventajas competitivas para aquellas mentes brillantes que le encuentren un nuevo giro o innoven con alguna otra herramienta tecnológica aún más eficaz. El próximo Lutero no surgirá utilizando la misma prensa de veinticinco páginas por hora.

​ Las herramientas nuevas de ayer son las herramientas indispensables de hoy y se convertirán en los instrumentos básicos del mañana —pero son solo eso: herramientas en espera de que alguien las use para el bien o el mal. La palabra impresa atizó de manera espectacular las llamas del protestantismo, pero el protestantismo ya merodeaba por Europa antes de la prensa de Gutenberg. Podríamos atribuirle a la prensa móvil muchas de las 17 millones de muertes que causaron las guerras de religión en Europa en el siglo XVII, pero sus ascuas ya estaban encendidas desde antes de la introducción de esa tecnología. Si aceptamos que las redes son menos una revolución comunitaria y más una herramienta que se disputan ciertas comunidades, se vuelve lógico que, una vez distribuida la innovación, pase por un proceso de banalización y hasta reivindicación.

​ Tras siglos de censurar y luego condenar la frivolidad de las novelas románticas y ficcionales, hoy enaltecemos al libro como un estandarte atemporal de la sofisticación y el intelecto. En la novela Matilda (1988), de Roald Dahl, el poder de la heroína se expresa primero en su precoz consumo de libros. En su adaptación cinematográfica, esta superioridad se lleva a otro nivel cuando Matilda se rehúsa a someterse al canto de la sirena televisiva que embrutece a su familia, que representa a quienes se dejan llevar por las modas del día. Me pregunto si Dahl sabía que, un siglo antes, su protagonista hubiera sido desdeñada por los activistas antinovela por exactamente las mismas razones.

​ Si nos remontamos a los embates más antiguos contra las innovaciones comunicativas llegaremos a Platón y a su crítica a la “tecnología de la escritura”. Él creía que la palabra escrita representaba una falsa memoria que destruía la retórica, la única forma verdadera y efectiva de comunicar ideas en comunidad. La ironía es que hoy Platón se enfrentaría con padres de familia escandalizados por una generación de jóvenes que se comunican con la herramienta predilecta del sabio antiguo. Un accidente de conversión evolutiva nos ha devuelto la retórica, esta vez grabada con un celular y administrada por algoritmos que nos instan a optimizar nuestro contenido hablando con contundencia y autenticidad, reglas que no distan tanto de las máximas de la retórica de la Antigüedad clásica. Que se abuse de la tecnología de la retórica hoy tanto como ayer solo revela su condición como una opción más dentro de una caja de herramientas disponible para que una comunidad preexistente la use.


Retorno a lo revolucionario

Si de crear comunidades se trata, tal vez la innovación menos apreciada de los últimos siglos haya sido la del café, un lugar que, superficialmente, parece un negocio donde se venden bebidas psicoactivas, pero que en realidad ofrece un espacio público y a la vez íntimo para el intercambio de ideas, chismes e historias y que tiene el añadido de que la cafeína es una sustancia altamente adictiva. A diferencia de una taberna, un pub o un bar, el producto principal —el café— no tenía el efecto depresivo y entorpecedor del alcohol; todo lo contrario: afilaba mentes y mantenía a sus consumidores alertas y despiertos. A la institución del café se le atribuye la creación de conceptos tan cismáticos como el de capitalismo; fue en el café donde se reunieron las eminencias de la Ilustración que habrían de fraguar revoluciones, desde la francesa hasta la cubana; fue ahí donde confluyeron los jacobinos y el duque de Orleans, y luego Castro y el Che.

​ Fundamentalmente, el café lidiaba con la intoxicación de la presencia de la multitud. Claro que la gente del siglo XVIII que frecuentaba cafés aprovechaba después las maravillas de su época —la prensa móvil y las mejoras en el transporte marítimo—, pero lo hacía para comunicarse con otra gente que también desarrollaba sus ideas en entornos físicos similares. La energía necesaria para lanzar una revolución como la francesa seguramente se habría agotado si se hubiera tenido que distribuir el mensaje ampliamente; sin embargo, la chispa de un joven de pie sobre una mesa de un café parisino tuvo el poder de convocar a suficientes correligionarios a tomar las armas.7

Fila de votantes en Mokattam, Cairo, durante el referéndum constitucional del 19 de marzo de 2011 que convocó a más de 18 millones de personas. Fotografía de Sheriff92 Fila de votantes en Mokattam, Cairo, durante el referéndum constitucional del 19 de marzo de 2011 que convocó a más de 18 millones de personas. Fotografía de Sheriff92

​ Los límites de la descentralización de las redes sociales también se expusieron en 2011, en el momento clave de la revolución egipcia, cuando el gobierno apagó el internet. El presidente Hosni Mubarak quiso impedir la comunicación entre los grupos inconformes que llevaban ya meses quejándose y organizando resistencias en las redes, pero el silencio digital lo único que consiguió fue sacar al pueblo egipcio a las calles. Funciones esenciales de organización fueron reemplazadas con tecnologías antiquísimas: ¿dónde iba a ocurrir la próxima protesta?, ¿cuáles eran los protocolos de seguridad? De repente, mantas garabateadas con pintura y voces amplificadas por el megáfono de unas manos empalmadas alrededor de la boca llenaron el vacío digital. La calle nunca se vació, sino todo lo contrario. Tres días después de que apagara el internet, Hosni Mubarak cayó.

​ La válvula de escape de la catarsis en línea es el gran aliado de las autocracias y el statu quo. Como lo comprobaron los egipcios en 2011 y tantos ciudadanos más alrededor del mundo en los años subsecuentes, la única revolución verdadera se hace en persona y, muy literalmente, de la mano de otros individuos. La publicación del “en vivo” es para la posteridad y para quien se quedó en casa.

Imagen de portada: Fila de votantes en Mokattam, Cairo, durante el referéndum constitucional del 19 de marzo de 2011 que convocó a más de 18 millones de personas. Fotografía de Sheriff92

  1. Los Carlos Slim del mundo hicieron sus miles de millones apostando a la infraestructura, pero este era un juego de poquísimas empresas de telecomunicaciones. 

  2. Siona Singletary, “Is social media destroying humankind?”, TedxSydney. Disponible en línea aquí 

  3. Elizabeth L. Eisenstein, The Printing Revolution in Early Modern Europe, Cambridge University Press, Cambridge, 2005. 

  4. Víctor Manuel Sanchis Amat, “Terremotos y piratas en la literatura virreinal: las hojas volantes del siglo XVI”, en Sincronía, núm. 71, 2017, Universidad de Guadalajara, México. 

  5. “On Novel Reading”, The Guardian, 1820, pp. 46-49. 

  6. Laura Camila Ramírez Bonilla, “‘¿Qué niño se resiste a la tele?’ Moralidad y prácticas de los infantes ante el surgimiento de la televisión en la Ciudad de México (1950-1962)”, en Trashumante. Revista Americana de Historia Social, núm. 8, 2016, pp. 226-253. 

  7. Eddy Kyle Gilpin, “Café Liberté: The Role of the Coffeehouse in the French Revolution”, en The Alexandrian, vol. IX, núm. 1, 2020.