La cuarentena de mi madre y el virus de la impunidad

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Javier García Bustos

Se llama Rosa Bustos y a fines de abril cumple 75 años. Durante la dictadura de Pinochet estuvo secuestrada dos semanas de septiembre de 1974. La fueron a buscar cuatro días después que a su hermana Sonia, detenida desaparecida, quien era miembro del Movimiento de izquierda Revolucionaria, el MIR. Luego de todos estos años, en el actual encierro, hemos recibido la sentencia judicial sobre el caso de mi mamá. En el contexto de la pandemia, el gobierno de Sebastián Piñera pretende indultar a reos que han violado los derechos humanos, incluyendo a un exteniente de Carabineros condenado por la desaparición de mi tía. Su rutina cambió, como la de todos. Producto del coronavirus, mi madre, actualmente jubilada, quien a fines de abril cumple 75 años, no pudo asistir a los tres cursos a los que se había inscrito en la Municipalidad de Santiago, comuna donde reside en Chile. De los cursos para el “Adulto mayor” mi mamá, Rosa Bustos, había seleccionado yoga, memoria y tejido. Sin embargo, en estos días, mi madre, quien fue empleada pública durante 36 años en la Tesorería, se comunica con sus amigas y excompañeras de curso por WhatsApp, ya que lleva varios años participando en los cursos de la municipalidad. “Las busquillas” y “Cocinando nuestros sueños” se llaman esos grupos. No sólo se saludan cada mañana, sino que también se envían “memes” y videos con bromas. Desde que estamos en cuarentena, mi madre le ha enseñado a usar la máquina de coser a mi hijo Bruno (de siete años), han hecho juntos pan y elaborado algunas recetas. Mi mamá, en estos días de encierro, ha leído Amuleto, de Roberto Bolaño; Canción de tumba, de Julián Herbert y El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Por las tardes, ve una teleserie turca y luego las comenta con sus amigas por WhatsApp. Pero hay un fantasma que vuelve y que ha rondado su vida desde que a los 29 años se la llevaron a la fuerza desde su casa dos carabineros y cuatro agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la policía secreta de la dictadura que lideró Augusto Pinochet. El fantasma de su detención y de la tortura que vivió durante dos semanas en septiembre de 1974. Todo comenzó con la detención de mi tía Sonia Bustos, de 30 años, quien era secretaria de la Policía de Investigaciones. En secreto y en paralelo a su trabajo oficial realizaba labores como miembro del MIR que fue prácticamente eliminado por la DINA y perseguido desde el inicio de la dictadura hasta el asesinato de su líder, Miguel Enríquez, en octubre de 1974. Mi tía fue parte de una célula, junto a Teobaldo Antonio Tello (fotógrafo del MIR y detective de Investigaciones) y Mónica Llanca (funcionaria del Registro Civil), quienes efectuaban dos labores: con la información que ellos manejaban ayudaban a las personas que la DINA iba a detener y elaboraban identificaciones falsas para los dirigentes clandestinos. Así fue como el jueves 5 de septiembre de 1974, dos carabineros y tres agentes de la DINA, armados con metralletas, llegaron al hogar familiar y se llevaron a mi tía, quien estuvo en los centros de detención y tortura Londres 38, José Domingo Cañas y Cuatro Álamos. Sonia, Teobaldo y Mónica son parte de los 1.210 detenidos desaparecidos que dejó la dictadura militar en Chile. En marzo pasado terminé un libro titulado El rostro de una desaparecida, donde recreo esta historia familiar y social. El recuerdo de la desaparecida sin tumba: la biografía de la mujer que no tiene biografía. El libro lo comencé a escribir en 2017 cuando recibí el fallo judicial sobre la desaparición de mi tía por “Delitos de secuestro calificado y aplicación de tormento”. Entre los culpables, como autores, son nombrados Manuel Contreras, ex general del Ejército y Marcelo Moren Brito, ex coronel del Ejército, ambos fallecidos. Además, en calidad de coautores: César Manríquez, general del Ejército; Ciro Torré Sáez, teniente coronel de Carabineros y Orlando Manzo, oficial de gendarmería, quienes cumplen condenas por violación a Derechos Humanos en el Centro Penitenciario Punta Peuco. El recinto, ubicado en Tiltil, fue creado en 1995 para que cumplieran condena Manuel Contreras y Pedro Espinoza, responsables en el asesinato de Orlando Letelier. Con piezas individuales, cocina y living, el lugar está lejos de parecerse a una cárcel común. Durante estos días, el sitio ha vuelto a estar en la noticia, ya que la Octava Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago resolvió absolver a ocho condenados. Además, rebajó la pena en tres años y un día a otros nueve reos, a quienes también se les otorgó el beneficio de libertad vigilada. Entre ellos está Ciro Torré, condenado por el secuestro de mi tía Sonia. Mientras ocurren estos hechos, el abogado de mi madre, Nelson Caucoto, me hizo llegar la sentencia judicial, emitida el 2 de abril, en el Primer Juzgado Civil de Santiago ante su caso, que es de “Prisión política y tortura”. Mi madre fue detenida el lunes 9 de septiembre de 1974, cuatro días después de que secuestraron a mi tía. Todo ocurrió en el mismo hogar familiar, una casa ubicada en calle Catedral 3119. Hoy, a una cuadra, se encuentra el Museo de la Memoria. Entre los agentes de la DINA que llegaron a la casa estaba Osvaldo Romo Mena, más conocido como “Guatón” Romo, un cruel torturador, quien reconoció las violaciones a los Derechos Humanos. Mi madre, quien hoy cocinó merluza con ensaladas, estuvo detenida dos semanas en Londres 38 y Cuatro Álamos. Allí fue torturada por el “Guatón” Romo, quien la golpeó en varias ocasiones. En una de las sesiones de tortura le soltó la dentadura. En los interrogatorios a ella le preguntaban sobre la labor de mi tía Sonia en el MIR. Pero resulta que la familia sólo se enteró de que mi tía era integrante de aquel grupo subversivo cuando desapareció.

La vida cambia deprisa

Enviada a mi email, la sentencia judicial sobre mi madre, ante los hechos ocurridos hace 45 años, señala que fue “brutalmente torturada frente a su hermana” además de recibir “múltiples golpes” y de estar en “privación de sueño y comida”; también “se le colocó corriente en el cuerpo”. Esto último yo no lo sabía. Mediante este fallo me entero. Sí sabía que a mi tía la torturaron con electricidad, tanto por el fallo judicial de 2017, como por los múltiples informes disponibles en la Vicaría de la Solidaridad. Incluso hay una obra del artista Carlos Altamirano, donde mi tía Sonia es protagonista, expuesta en la muestra Retratos, en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 2007. Conmueve mirar ese cuadro. El rostro de mi tía está apoyado en una pared de ladrillos blancos. A unos pocos centímetros hay un enchufe con un cable y es inevitable no pensar en las sesiones de tortura con electricidad a las que fue sometida. En el cuadro de Altamirano, en el suelo, hay luces que se proyectan. El domingo 22 de septiembre de 1974, le dijeron a mi madre que la trasladarían a Arica para matarla. Eso se lo dijo Miguel Krassnoff Martchenko, ex brigadier del Ejército y miembro de la cúpula de la DINA. Estaba en Cuatro Álamos y Krassnoff obligó a mi madre a firmar un documento que señalaba que no había sufrido ningún tipo de acción violenta ni maltrato. Además, tuvo que firmar seis declaraciones con los ojos vendados. Luego se la llevaron con la vista cubierta en una camioneta y la arrojaron cerca del Mercado Matadero Franklin. El resto de la historia yo me la sé: mi madre se fue caminando hasta su casa cerca de la Quinta Normal. Era joven, pero ese día y para siempre un fantasma también la acompañó, sigue caminando por la ciudad que hoy está semivacía. Nunca más volvió a ver a su hermana. Nunca fue al psicólogo, dice, debía seguir trabajando y sacar adelante sola a sus tres hijos. La madre que ahora observa cómo la impunidad también es un virus. Mientras, vive su encierro de cuarentena, porque como escribió Joan Didion al inicio de El año del pensamiento mágico: “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante”.

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Imagen de portada: Paulo Slachevsky, Concentración, 1989. CC