Linea nigra

Fragmentos

Feminismos / dossier / Noviembre de 2019

Jazmina Barrera

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La espera del embarazo es un frutero. Las aplicaciones te dicen cada semana a qué fruta se parece el feto conforme crece. Son extranjeras, no toman en cuenta la variedad de frutas que hay en México, los muchos tamaños diferentes que existen de mangos y aguacates. Alejandro dice que las mandarinas mexicanas son del tamaño de las naranjas chilenas y que las mandarinas chilenas son del tamaño de un limón mexicano. Además, lo que yo llamo limón a secas él lo llama limón de pica, y lo que él llama limón a secas yo lo llamo limón amarillo. Fuimos hace algunos días a un ultrasonido y escuchamos su corazón. La enfermera dijo que latía muy fuerte. Es del tamaño de un arándano y gran parte de su cuerpo es un corazón que late. Está difícil no encariñarse con un ser del tamaño de un arándano que tiene un corazón, que es casi por completo un corazón que late fuerte.

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Siempre me gustó el olor a pan, fantaseaba con un perfume llamado Panadería, pero ahora el tufo que escapa de la bolsa, la sola idea del pan con mermelada, me da unas náuseas espantosas. Le cuento a Alejandro y él me recomienda que escriba las cosas que me pasan para no olvidarlas después. No le dije que ya estoy escribiendo porque me parece un poco trillado esto de escribir un diario de embarazo. Es de hecho tan cliché que recomiendan hacerlo en el libro What to Expect When You’re Expecting. También estoy releyendo Los argonautas, de Maggie Nelson. Hoy leí esa parte donde dice que nadie habla lo suficiente de lo oscuro que puede ser el embarazo. Ella no tuvo un embarazo fácil: sentía mucho miedo y sufrió varios accidentes. Estuvo cerca de morir. Yo tampoco imaginaba que el embarazo tuviera momentos tan difíciles. Mi madre y mis amigas sólo me habían hablado de una transformación maravillosa, de lo increíble que fue el parto, y ahora resulta que tenían náuseas todo el tiempo y se sentían fatal. Hasta ahora me lo dicen. Claro que también hay alegría, muchísima, como cuando hablamos de nombres o cuando imagino su cara. Pero eso lo veía venir, lo esperaba; la oscuridad no. Me cuesta lidiar con la idea de que media humanidad ha pasado por esto. Es lo más común del mundo y me parece tan distinto, incómodo y desconcertante.

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La primera vez que la crítica reconoció a mi madre fue gracias a una serie de pinturas abstractas, de gran formato, cuyo tema central era el color rojo. Yo tenía tres o cuatro años. Pero justo en esa época de éxito decidió comenzar una nueva serie, un homenaje al suprematismo del pintor ruso Malévich, un conjunto de cuadros imposibles de fotografiar y de vender, un tratado sobre el negro y los límites del color. A lo largo de los años, en visitas a museos y exposiciones, mi madre me explicó cómo había que ver ciertos cuadros, por ejemplo los negros sobre negro de Rothko. Me enseñó la paciencia, la contemplación que se requiere para acostumbrar la mirada a ver el negro dentro del negro: los negros opacos, los negros brillantes, los negros rojos, morados y casi grises. Muchos años después de la serie negra de mi madre, cuando en la adolescencia tuve clases de pintura, entendí la pericia que requiere distinguir, mezclar e igualar los tonos de negro, la dificultad de pintarlos como hacía ella, sin que se notara el trazo del pincel, para lograr esos negros mate absorbentes, el negro del vacío. Cuando pienso cómo se verá el mundo desde el útero, me acuerdo de esos cuadros de mi madre, de sus lecciones para ver en la oscuridad.

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Regresé. Pasé días postrada por las náuseas, aferrada a mi cojín eléctrico o a la mano de Alejandro. Me convencí a mí misma de que era como estar en un crucero de tres meses y tener mal de mar. Tres meses es lo que dura el periodo de más náuseas. Quería tirarme por la borda y terminar con todo. Hoy fui a comer con mi amiga U. y la escuché por un buen rato hablarme de lo maravillosas que eran las terapias alternativas que estaba probando para el dolor (acupuntura y flores de Bach). Mientras, yo pensaba en la bonadoxina con veneración. Llevo un día sin náuseas, desde que empecé el tratamiento, y quiero escribirle una carta de gratitud a su inventor, decirle que me salvó la vida.

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Todavía no terminamos de arreglar el departamento. El embarazo puso patas para arriba muchos de nuestros planes. Por ejemplo: el casi estudio. Compramos un escritorio y una silla y los instalamos en el cuarto junto al nuestro. Mandamos poner el módem y el teléfono ahí. Pero ahora necesitamos un cuarto para el bebé. Tenemos que sacar de ahí todos esos cables y no sabemos qué hacer con el escritorio, no sabemos dónde vamos a escribir. De haber sabido que estaba embarazada no habría cargado todas esas cajas en la mudanza. Con razón me sentía cansadísima, como fumigada.

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Internet está lleno de historias sobre las dificultades para embarazarse. Tengo varias amigas que llevan mucho tiempo intentándolo sin éxito. Había leído en todos lados que, después de un periodo largo tomando pastillas anticonceptivas, al cuerpo le toma alrededor de un año ajustarse. Las dejé de tomar pensando que me iba a embarazar al menos un año después. Ese año estaba en el plan, en el orden de las cosas. Me embaracé un mes después de dejar las pastillas.

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Hace varios meses pedí una beca para escribir durante un año y acabo de saber que me la dieron. No me salen los signos de exclamación. No sé si estoy más feliz o aterrada. ¿A qué hora con un bebé recién nacido voy a sentarme a escribir de no sé qué? Ya no me acuerdo bien ni de qué iba el proyecto.

Roser Bru, Madre e hijo, 2016. Cortesía de Agna Aguadé

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El libro lo llama sensación de irrealidad. Mi panza es sólo un poco más grande, muy poco. Ha sido de este tamaño otras veces. Si no supiera que estoy embarazada, no podría imaginarlo. Creería que las náuseas y el cansancio son otra cosa, y que el retraso es por una irregularidad hormonal. He pensado en esa historia de Maupassant, “El Horla”. El embarazo al principio se parece a un ser invisible que te chupa la energía y te hace sentir enferma. Cuando pienso en “El Horla” y en los vampiros recuerdo este dato: la leche materna es sangre pasada por un filtro. Sangre que circuló por las venas y luego se convirtió en leche. Lo cuento y casi nadie lo sabe. Pero deben saberlo, todo el mundo debe saberlo.

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Decidimos poner un escritorio en el comedor y otro en el cuartito de la azotea. No quería resolver por fin el dónde porque tengo miedo a pensar en el cuándo ¿cuándo voy a escribir después del parto? ¿A qué hora? Claro que voy a seguir escribiendo, le dije a mi madre, cuando me preguntó si estaba dispuesta a abandonar mis proyectos durante los dos años siguientes. Claro que voy a seguir escribiendo, al menos mientras siga tomando bonadoxina. Acabo de leer “El tercer bebé es el más fácil”, de Shirley Jackson. Una mujer se dirige al hospital para tener a su tercer hijo. El trayecto y el proceso del parto es largo, confuso, complicado y doloroso, a pesar de que la gente a su alrededor insiste en que “simplemente va a tener un hijo” y en que “el tercer hijo es el más fácil”. Mi parte favorita es cuando llega al hospital y la recepcionista le hace una serie de preguntas tediosas que ella tiene que responder entre contracciones. Cuando la mujer le pregunta su ocupación, Jackson responde “escritora”. La recepcionista le dice: “voy a anotar ama de casa”. Jackson insiste, a pesar del dolor, en aclarar que su ocupación es la de “escritora”, y la mujer reitera que va a anotar “ama de casa”.

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Estoy leyendo sobre Ritta-Cristina, las famosas siamesas que vivieron sólo cinco meses. Compartían una vagina y dos piernas pero cada una tenía su propia cabeza. Todavía no siento los movimientos de la manzana (una manzana verde, según A.), pero sé que hay una parte de mi cuerpo que no soy yo, que se mueve por voluntad propia y tiene sus propios genes. Una parte de mí que mueve manos y piernas y boca y tiene uñas, pero se alimenta de lo mismo que yo, va a donde voy yo y depende de mí para existir. Tengo sueño todo el tiempo, me siento como anestesiada, como si estuviera aquí sin estarlo. Quizá porque una porción de mí está construyendo a alguien más, o porque una porción de mí es, en este momento, alguien más. Es todo muy confuso, pero lo que quería escribir es esto: el embarazo es una historia de Doppelgängers.

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El significado de mi apellido, Barrera, es muy duro. Limitante, aburrido, cacofónico. Zambra quiere decir fiesta y ruido. También es el nombre de un barquito. Una pareja de amigos fue la primera en la ciudad en ponerle el apellido de la madre a su hijo, pero su apellido es sugerente, tiene mucho carácter: Prudencio. Todos los niños deberían llevar el apellido de su madre salvo en los casos en que el apellido de la madre sea Barrera. A propósito de fiestas, leí sobre Niki de Saint Phalle, que en 1966 instaló en un museo de Estocolmo la escultura gigante de una mujer recostada: Hon (Ella). Los espectadores podían acceder al interior de la escultura, pintada con colores vivos, a través de la vagina. Adentro había una exposición de pinturas falsas, un bar de leche en el seno derecho, y un planetario en el seno izquierdo. Niki la llamó “Una fiesta”, “el regreso al vientre materno”.

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Sin ningún propósito en particular, paso mucho tiempo tratando de traducir y entender una frase de Megan O’Rourke que dice aproximadamente esto: “La madre está más allá de cualquier noción de comienzo. Eso es lo que la hace una madre: no puedes comenzar la historia”. No, no dice eso. Lo voy a seguir intentando.

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Ayer soñé que abortaba. Veía la sangre y gritaba. En la vigilia no me da tanto miedo abortar porque el feto es todavía muy chico: sólo unas pocas células. Es muy pronto para emocionarme.

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Pensé: todo lo que escriba en estos meses, todo lo que haga, pero principalmente todo lo que escriba, lo escribimos los dos juntos. Tan juntos como se puede estar: uno en el centro de la otra.

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Ayer soñé que estaba más embarazada. De unos ocho meses. Iba a hacerme un ultrasonido, el mismo que me van a hacer el jueves, y en la imagen, en tercera dimensión, muy clara, aparecía un niño. De pronto el niño era mayor y estaba afuera de mí. Tenía el cabello ondulado y un overol sobre una camisa roja. Sonreía. No se parecía a ninguno de los dos pero era hermosísimo. Siempre pensé que preferiría tener una niña, porque niña fui, a las niñas las entiendo. Los niños en cambio me parecen un misterio. Sigo pensando que tener un niño debe ser muy difícil, pero ahora me emociona. Quiero un hijo como ese que soñé.

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Busco lecturas para el embarazo como si fueran guías de viaje. Libros de consejos, de psicoanálisis, novelas, poemas o ensayos de embarazadas. Me cuesta trabajo encontrar literatura. Una amiga me contó de Mary Shelley, que estaba embarazada mientras escribía Frankenstein. Era evidente, y sin embargo todas las veces que leí la novela no lo había visto: Fran­kenstein es una historia sobre la creación de vida, acerca de un hombre que más que jugar a dios juega a ser mujer.
La feminista Mary Wollstonecraft murió cuando estaba dando a luz a Mary Shelley. Mary Shelley tuvo cuatro hijos y tres de ellos murieron, también Clara, la niña que esperaba mientras escribía la novela. Es razonable que la maternidad fuera para ella, al menos en parte, un relato de terror. Pienso en el pasaje en Frankenstein en el que cobra vida el monstruo y trata de matar a su creador, ese fragmento terrorífico que es como una pesadilla de posparto.
Al doctor Frankenstein le tomó dos años fabricar a su monstruo con retazos de cadáveres y fragmentos de animales. Dos años suena más razonable: nueve meses para crear un ser humano entero me parecen un santiamén. Los embarazos deberían durar tres o cinco años y ser menos radicales, más paulatinos. Y no lo digo por esa condición biológica que hace que los humanos nazcan mucho más indefensos que la mayoría de los mamíferos, que al nacer ya pueden caminar y casi valerse por sí mismos. Lo digo porque me parece una tarea titánica, sobrenatural, incomprensible y milagrosa. No entiendo cómo sucede tan rápido.
Tampoco me engaño. Sé que no soy yo la que lo está creando, son mi sangre y mis pulmones, la locura de los genes. Se siente como si alguien más estuviera usándome para fabricar otro ser humano, pero no soy yo, mis manos están fuera de mi vientre y no tengo idea, aunque leo que ya tiene pulmones y ojos y pelo, no sabría jamás explicar cómo se está haciendo. Todo suena tan improbable, como una alucinación o una historia fantástica.

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Marlene Dumas tiene una pintura llamada Imagen embarazada. Es el retrato de una mujer de rodillas, con una blusa azul abierta y el resto del cuerpo desnudo. Los pezones grandes y oscuros y la panza enorme parecen de unos siete, quizás ocho meses de embarazo. Tardó varios años en pintarla, pero no se nota, porque los trazos parecen decididos, rápidos. La cara de la mujer es azul como la blusa, pero el cuerpo es color carne. Compuso la imagen a partir de distintas fotografías, entre ellas una de sí misma, cuando estaba embarazada de su hija Helena, en 1989, por eso parece que la cabeza no correspondiera con el cuerpo. Así se siente a veces estar embarazada, como si mi cabeza no correspondiera con mi cuerpo.

Marlene Dumas, Pregnant Image, 1988-1990 ©Marlene Dumas, colección privada

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Alejandro está preocupado de que a la guagua, como él llama al bebé, no vayan a gustarle el jitomate ni la cebolla porque no los como mientras estoy embarazada. Nunca fui buena para comer. Hay demasiada comida que no me gusta y odio la sensación de estar muy llena. Ahora tengo toda el hambre del mundo, el hambre que nunca tuve. Jamás me había sentido tan distinta de mí misma. Tanto de lo que asociaba con mi descripción, con mi narrativa personal, está cambiando. “Tu cuerpo no va a volver a ser el mismo”, me dijo la ginecóloga, no recuerdo a propósito de qué, quizá sólo por mala onda.

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Natalia Ginzburg tiene un ensayo a favor del aborto donde dice acerca del bebé en el útero que es “una forma sin voz ni ojos”, “el proyecto remoto y pálido de una persona”, “una individualidad concreta y real posibilidad viviente”. Y sobre la decisión de dar vida a alguien o no: “Si nos ponemos a pensar en lo que puede deparar el destino, nos preguntamos si no sería sensato y justo no dar nunca la vida y elegir siempre la nada”. Otra:

Amar la vida y creer en ella significa también amar su dolor; significa amar la época en la que hemos nacido y sus abismos de terror; y significa amar, del destino su oscuridad y su tremendo carácter imprevisible.

Nunca antes, como ahora, había estado tan a favor del aborto. Esta transformación tan brutal del cuerpo sólo debe suceder si la mujer está dispuesta, si lo desea fervorosamente. Nadie, nadie que no quiera pasar por esto, debería estar obligada a hacerlo.

Linea nigra se publicará próximamente en Almadía. Se reproduce con autorización.

Imagen de portada: Naděžda Plíšková, Beatle - the jealous, 1966. Cortesía de Karolína Kračková Neprašová