dossier Árboles SEP.2025

Julio Villanueva Chang

El niño hormiguero

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Un niño ve un árbol caído y rompe a llorar. Derribado en una calle cerca de su casa, lo mira como a un cadáver asombroso y desconocido y decide no moverse de allí: cree que puede salvarlo. Unos empleados del municipio de Yanahuara lo habían arrancado para adoquinar una calle. Es un mioporo, un árbol australiano en Arequipa que absorbe gran cantidad de monóxido de carbono y sabe convivir con la brisa. Va a anochecer y sus padres buscan tierra abonada para volver a sembrarlo, pero el serenazgo les pide esperar hasta el día siguiente a jardineros del municipio. El niño cree que es mentira, que el árbol morirá en el suelo. Se angustia por salvarlo. Su padre llama a la alcaldía, y le dan la palabra de que a la mañana siguiente habrá allí un árbol de pie. El niño regresa a casa llorando de ira. Su madre recuerda que, a los tres años, la única forma de calmarlo de sus berrinches era haciéndole escuchar la Obertura 1812 de Tchaikovsky. “Sentía que eran unos caballos corriendo.” Pero esto no es un berrinche: es un asunto de vida o muerte. El padre ha exigido que vuelvan a plantar el árbol. No se trata de calmar la hipersensibilidad de su hijo. No se trata sólo de oxígeno, nutrición, combustible, semillas y sombra. Si cada día viéramos tres árboles por la ventana, dice una investigación, habría menos muertes y más salud mental. Ver un árbol es un fenómeno del sosiego, un consuelo verde contra el estrés y la taquicardia. Ver llorar a un niño al pie de un árbol derribado es una tragedia ante la que no nos rebelamos. La muerte de un árbol no es asunto nuestro. Manrique Monti intentó resucitar uno como si fuera su hermano.

Cuando despertó, un árbol ya estaba sembrado allí. Facundo Manrique Monti fue un valiente que lloró de rebelión. Cuando no está salvando árboles, es un viajero frecuente al jardín de su casa, un explorador que se asoma a las hormigas como un gigante que las protege de las pisadas de sus vecinos, del agua de riego que las ahoga. No las vigila como un capataz de hormigueros. Las contempla como un aprendiz de ministro de Trabajo. Uno siempre lo encuentra en cuclillas allí, inclinado con la atención de un cíclope tomando notas de la geopolítica hormiguera en un jardín cuyas colonias ha dividido en zonas que van desde la letra a hasta la g. Una coincidencia con la g de Gaucho, su schnauzer compañero de juegos, un cazador de ratones en un jardín sin ratones pero con pajaritos, a quien intenta enseñarle a dormir en su cama de perro, y cuyo nombre es un homenaje al país natal de su madre. Cuando no está en un salón de clases, FMM ensaya algo de Beethoven y tango en su piano, o se convierte en el último hombre del campo, el arquero del equipo de fútbol de su colegio, un chico que vuela para atrapar una pelota como cuando atajó dos penales en Arica y ganaron el campeonato; o enseña a su hermana cómo alimentar a las hormigas con un gotero que deja caer agua con azúcar sobre una hoja. Él toca el piano; ella, el violín. Ella baila ballet; él, lo que puede. Ella y él juegan con un balón amarillo que lleva impresa una cara feliz. “Me gusta patear esa pelota porque es tan leve que el viento la lleva como si fuera suya”, dice él, con los árboles de su parte.

Fragmento de “1. El niño hormiguero”, No se nace en vano al pie de un volcán, Universidad Continental, Huancayo, Perú, 2024, pp. 11-13. Se reproduce con permiso del autor y de la Universidad Continental.

Imagen de portada: Miguel Covarrubias Duclaud, The Tree of Modern Art, Planted 60 Years Ago, 1940. © de la sucesión del artista.