El lobo mexicano

Extinción / dossier / Noviembre de 2017

Pamela Maciel Cabañas

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Sierra Madre Occidental, territorio de lobos

En una noche fresca de diciembre de 2016, once lobos mexicanos, entumidos en sus transportadoras, aguardaban su liberación. Durante un largo viaje de casi 24 horas, biólogos, veterinarios, oficiales de gobierno y voluntarios habíamos transportado al grupo familiar desde un centro de preliberación en Nuevo México hasta la zona de reintroducción en Chihuahua. Parada junto al kennel del macho reproductor (denominado en la vieja escuela macho alfa), esperando la indicación para abrirle la puerta, por mi mente pasaban muchas cosas: el recuerdo de cuando recibimos a la hembra en Wolf Haven y se la presentamos al macho; cuando confirmamos su primera camada; cuando por cámaras remotas los veíamos cuidar a sus crías y jugar con ellas; cómo éstas fueron creciendo, desarrollando sus personalidades y estableciendo su lugar en la manada. Y también pensé en las adversidades y peligros que tendrían que enfrentar ahora, en su nueva vida. ¿Habrá suficientes venados para comer? ¿Encontrarán un espacio suficientemente seguro en el cual establecer su territorio? ¿Un cuerpo de agua limpio y no expuesto a constante presencia humana? ¡Uf, humanos! —pensaba yo—, el dueño de este fragmento de tierra ha elegido colaborar con el proyecto de reintroducción, pero ni lobos ni humanos sabemos de fronteras: los lobos se dispersan (en busca de pareja o recursos) y los humanos vecinos podrían ingresar fácilmente al terreno si quisieran deshacerse de estos animales. En medio de esta reflexión fue que dieron aviso de que estuviéramos listos. Entonces mi corazón y mis tripas hablaron más fuerte que mi mente preocupada y dividida. En lo más profundo de mí, donde no estamos separados de otras especies ni de lo que percibimos como entorno, supe que todo lo que se había hecho —y seguíamos haciendo—por la conservación del lobo mexicano cobraba sentido justo ahí, en el momento de abrir esas jaulas.

Lobo 1 Canis lupus baileyi, Zoológico de Cincinnati

El lobo que surgió en tierra mexicana

El lobo mexicano, Canis lupus baileyi, es la subespecie genéticamente más distintiva del lobo gris; está adaptada a climas más cálidos y bosques semiáridos, caza presas más pequeñas y establece territorios menores que los de sus parientes septentrionales. El cuerpo de este lobo tiene dimensiones ligeramente mayores a las de un pastor alemán: mide alrededor de 130 cm de largo y 80 cm de alto y llega a pesar unos 40 kilos. Su pelaje, en ocres, negro y crema, es la representación perfecta de la cálida paleta que nos ofrecen los paisajes de sierras y desiertos mexicanos, y sus ojos, de tono amarillo, profundo y brillante, nos recuerdan el precioso ámbar de las maderas del sureste. Hasta hace unos siglos, el lobo mexicano corría libre por las tierras silvestres de Arizona, Nuevo México y Texas y en nuestro país abundaba en la Sierra Madre Occidental y en la Oriental, así como en el área volcánica central. Sus jaurías (o grupos familiares) solían ser pequeñas, de unos cinco individuos en promedio, y su dieta consistía principalmente de ungulados como venados cola blanca y wapitíes. Su misteriosa y majestuosa presencia, sus complejos comportamientos y vínculos sociales (muchos de ellos no tan distantes de las conductas sociales humanas), sus habilidades de caza en grupo y su impresionante aullido hicieron que el lobo mexicano fuera venerado por las tribus que habitaban en sus territorios. Pero no todos aprovecharon la oportunidad de coexistir con el lobo. Con los colonizadores europeos vino una fuerte disminución de las presas, una vasta introducción de ganado, una cacería de predadores indiscriminada y, con el tiempo, una drástica reducción del hábitat.

Lobo 2 Canis lupus baileyi, Zoológico de Cincinnati

Un carnívoro más desaparece del horizonte

Tras una fuerte campaña de erradicación, organizada y financiada por el gobierno estadounidense, el lobo mexicano fue exterminado en casi toda su distribución histórica durante la primera mitad del siglo pasado. Hacia los años sesenta, al norte de la frontera no se encontraba ni un ejemplar en vida libre y se sabía solamente de unos cuantos en las montañas del noroeste mexicano. En el contexto del movimiento ambiental de la década de 1970, Canis lupus baileyi fue añadido a la Lista de Especies en Peligro de Extinción de Estados Unidos y con ello dio inicio un ambicioso programa de recuperación de la especie. Sin una población silvestre que proteger se tenía que generar una en cautiverio. Con ese fin, el gobierno estadounidense contrató a Roy McBride, un famoso y eficiente trampero de Texas. Anteriormente, McBride había participado fervientemente en campañas de erradicación de lobos y otros predadores, pero en esta ocasión en vez de ser remunerado por cada lobo muerto, se le asignó la difícil tarea de localizar y atrapar vivos a los últimos lobos que se rumoraba habían sido vistos en territorio mexicano. Tras varios años en el campo, McBride logró trampear únicamente a cinco individuos; con tres de ellos y cuatro que se hallaban en cautiverio se arrancó el Plan de Sobrevivencia de la Especie del Lobo Mexicano (MWSSP, por sus siglas en inglés).
El MWSSP es un programa binacional de reproducción en cautiverio en el cual, a través de meticulosos análisis, se seleccionan parejas reproductivas, se hacen las transferencias correspondientes para reunir al macho y a la hembra y se les permite reproducirse. Aquellas parejas que resulten exitosas producirán crías saludables que contribuirán a la expansión de la población en cautiverio. Santuarios, unidades de manejo ambiental, zoológicos y otros tipos de centros que albergan animales, proveen el espacio para que se desarrollen las actividades de este complejo programa. Localizadas a lo largo de México y Estados Unidos, estas instituciones han alojado y cuidado a cientos de individuos y grupos familiares del lobo mexicano. Sin ellos, esta fase absolutamente fundamental del esfuerzo de conservación no sería posible.

Reintegrando una población en vida libre

Una vez que se consideró a la población en cautiverio lo suficientemente sólida, el paso a seguir fue la reintroducción de la especie en parte de su distribución histórica. En 1998 el Servicio de Pesca y Fauna Silvestre de Estados Unidos (USFWS, por sus siglas en inglés) liberó a once lobos mexicanos en la zona seleccionada en el estado de Arizona. Ahí donde alguna vez hubo lobos, de nuevo vivían libres; aunque el suceso fue celebrado como un logro sumamente significativo, fue apenas el inicio de un complejo porvenir. El trabajo cooperativo entre México y Estados Unidos siguió creciendo y, tras otra década de investigación y gestión de acuerdos entre agencias y localidades en las zonas potenciales de reintroducción, México hizo su parte en 2011. En otoño de ese año, el gobierno mexicano liberó a cinco ejemplares en la Sierra Madre Occidental. Al cabo de unas cuantas semanas, cuatro de ellos habían sido cazados y el quinto fue capturado y devuelto a cautiverio. Tras más de medio siglo sin grandes depredadores, era comprensible que la gente hubiese olvidado cómo coexistir con ellos. Las liberaciones continuaron y pasaron años antes de que México tuviese noticias contundentemente positivas. En 2015 se registró la primera camada nacida en libertad, y en la primavera de 2017 se identificó al primer lobo nacido en vida silvestre que logró sobrevivir hasta la edad reproductiva, se emparejó con una hembra reintroducida de cautiverio y produjo una camada saludable. El programa se llenó de esperanza, pero las bajas siguen siendo significativas.

Los retos de recobrar un predador al borde de la extinción

Recuperar a una especie en peligro de extinción conlleva desafíos, desde genéticos y éticos, hasta políticos y prácticos. Dado que la población actual desciende de sólo siete individuos, no sorprende que la diversidad genética —o su ausencia— sea considerada comúnmente un problema prioritario. En cautiverio, este aspecto se ha abordado a través del mencionado programa de reproducción altamente selectivo (auxiliado por técnicas como la crio-preservación de células reproductivas y la inseminación artificial), mas cuando se trata de diversidad genética en la población silvestre, la situación se complica. En poblaciones pequeñas, como las actuales, la endogamia es altamente probable, y cualquier pérdida o incorporación de genes tiene gran efecto en la población entera. Las dos herramientas que fomentan tal diversidad son las liberaciones de lobos nacidos en cautiverio y el cross-fostering, siendo aquélla la más usada. Mientras que algunos de los lobos liberados tienen éxito (es decir, sobreviven y se reproducen en vida libre), los llamados lobos cautivos ingenuos tienden a exponerse ellos mismos o a sus manadas a situaciones problemáticas (como merodear en zonas residenciales o depredar ganado). El cross-fostering es un proceso en el que cachorros nacidos en cautiverio que tienen menos de catorce días de vida se colocan en madrigueras silvestres en camadas de cachorros de edad similar. Idealmente, las madres silvestres tomarán a tales cachorros como propios, de modo que serán criados por padres con una experiencia silvestre considerable. Aunque esta estrategia es complicada en términos logísticos, el procedimiento ha probado no solamente ser efectivo sino menos controversial. Puesto que el cross-fostering se lleva a cabo en madrigueras activas de manadas ya establecidas en vida libre, no expande directamente la distribución de los lobos, haciéndola una práctica mucho más aceptada por la comunidad local. Esto nos conecta con el que probablemente sea el desafío más complejo y crítico: la aceptación social. Cuando se trajo al lobo mexicano de vuelta a su hábitat, varios miembros del ecosistema se encontraron con una nueva realidad. Los coyotes, que habían dominado estos territorios tras la desaparición de los lobos, y los wapitíes y venados, que tuvieron que aprender de nueva cuenta a coexistir con su antiguo depredador natural, no fueron los únicos que sufrieron el impacto. Para los humanos que subsistían de esas tierras, el regreso de los lobos significó un fuerte cambio de paradigma. Algunos rancheros y habitantes locales se han adaptado y colaboran rutinariamente con los equipos de campo para prevenir y reducir conflictos con los lobos; pero en relación con el tamaño de su población, las pérdidas de lobos mexicanos a manos humanas son extremadamente altas. Así pues, aunque es un hecho que la diversidad genética es una prioridad, y las primeras liberaciones y eventos de cross-fostering son cruciales, estas herramientas no harán una diferencia significativa si los lobos liberados tienen que ser recapturados o si la caza furtiva continúa al ritmo actual. Por ello es crucial que se inviertan más recursos en esfuerzos pragmáticos para apoyar a las comunidades que viven en territorio de lobos; escuchar y trabajar conjuntamente para explorar maneras en que humanos y grandes carnívoros puedan compartir el paisaje de manera sustentable; entender y transformar miedos y concepciones erradas. Si fallamos al abordar estas cuestiones, podríamos encontrarnos luchando para siempre contra el mismo monstruo que originalmente llevó a la exterminación de los lobos. Tal vez, si gracias a un esfuerzo consciente e interdisciplinario se atenúan los conflictos, y logramos cultivar una coexistencia respetuosa, los herederos de estos ranchos y propiedades tendrán la oportunidad de superar viejas ideas y apreciar que el lobo mexicano pertenece a estas tierras.

El llamado de lo silvestre

Fue al ver al personaje de Dian Fossey en la película Gorillas in the Mist que elegí mi profesión. Yo tenía sólo siete años y desde siempre había tratado con gran consideración a los animales no humanos, incluyendo a los que mis compañeros y mi familia llamaban “repugnantes” y “terroríficos”, pero no fue sino hasta ver ese filme cuando supe que una se podía dedicar a estudiarlos y protegerlos. Desde muy pequeña me sumergí en enciclopedias y aprendí todo lo que una adolescente (antes de la era de internet) podía aprender acerca de gorilas y otros primates en peligro de extinción. Años después, durante el periodo confuso que suele ser la montaña rusa hormonal de la preparatoria, decidí soltar mi sueño y explorar el diseño gráfico. Fue a punto de finalizar esa carrera cuando confirmé que no era por inocente curiosidad o ansiedad existencial que cada vez que iba a la librería a comprar un libro de diseño, salía con textos sobre zoología. Decidí abandonar la farsa y me integré a la carrera de biología en la UAM Iztapalapa. Rápidamente todo tomó sentido. Con presteza me colé a cursos de primatología para posgrado y me hice voluntaria como asistente de campo en proyectos de investigación sobre primates mexicanos. Al regresar de un proyecto, sobre monos aulladores, en Palenque, Chiapas, el profesor de la clase de etología solicitó estudiantes para hacer el servicio social observando lobos mexicanos. Yo no sabía absolutamente nada de estas criaturas, pero me pareció interesante colaborar en un proyecto sobre un grupo taxonómico distinto antes de dedicar el resto de mi vida a los primates… Así, un día de enero de 2010, sin jamás haberlo buscado ni mucho menos imaginado, me encontré por primera vez ante una manada de lobos. Era un grupo familiar de seis lobas mexicanas (madre y cinco hijas) que habían sido transferidas de Estados Unidos a un centro en el norte de México como parte del programa de reproducción en cautiverio. Las recuerdo inquietas, trotando incansablemente a lo largo del perímetro del exhibidor; de pronto, una de las lobas se detuvo enfrente de mí y me miró fijamente. Entre nosotras había una gran barda y unos cuantos metros de distancia que se desvanecieron en un instante. El tiempo se detuvo y las interpretaciones conceptuales quedaron suspendidas. La presencia de esa loba (“F1069” para el programa y “Cejitas” para mí) abarcaba el mundo entero: los lobos antes y después de ella, sus presas, la comida de sus presas, los lagos y ríos de los que beben, las montañas que recorren, los árboles que les dan sombra, las cuevas y madrigueras en las que se resguardan, y todas las demás especies conectadas a ella. La vida como la conocía se extinguió en ese momento. No fue una decisión, ni tampoco lo denominaría destino, simplemente un llamado imposible de ignorar.

¿Qué muere si dejamos al lobo mexicano?

Como depredador último de su red alimenticia, el rol ecológico del lobo ha sido vastamente estudiado. Su dieta y estrategias de cacería tienen gran impacto en sus presas y modifican su comportamiento y dinámicas poblacionales (tamaño, estructura de edad, sexo y salud de la población). Los efectos en sus presas a su vez se ven reflejados no sólo en las poblaciones vegetales de las que se alimentan, sino en todos los elementos del ecosistema. Aldo Leopold, en el visionario A Sand County Almanac, lo describe así:

Ahora sospecho que tal como la manada de ciervos vive en miedo mortal de sus lobos, la montaña vive en miedo mortal de sus ciervos. Y quizá con mayor causa, puesto que mientras un ciervo macho eliminado por lobos puede ser reemplazado en dos o tres años, un prado eliminado por demasiados ciervos podría no llegar a ser reemplazado en dos o tres décadas. Así mismo con las vacas. El ganadero que erradica a los lobos de su pradera no se da cuenta de que está asumiendo la tarea del lobo de reducir el tamaño del rebaño acorde a la pradera. No ha aprendido a pensar como una montaña. Es por ello que tenemos tierras erosionadas y ríos llevándose el futuro al mar.

Restaurar y proteger al lobo mexicano no es velar sólo a una especie, sino a toda la diversidad y riqueza de nuestras tierras. Es escuchar y atender la maravilla de lo silvestre.

Imagen de portada: Aldi de Oyarzabal, Lobo mexicano.