Viajar al presente

Lenguajes / panóptico / Julio de 2019

Javier Ledesma Grañén

Todavía es noche cerrada a las cinco y media. Alguien corre a lo largo de los pasillos y a su paso golpea unas tablillas de madera frente a las puertas. Los practicantes tienen pocos minutos para salir del sueño, de la cama y de la habitación. Un par de bostezos, agua fría en la cara, un veloz cepillado de dientes. Entretanto, en mitad del silencio estalla el sonido del gong y se propaga por el aire hasta llenar cada resquicio del conjunto entero: en un instante su voz dorada ilumina los espacios entre las montañas, entre las frondas, traspasa los muros y penetra en los dormitorios; cae al fondo de los retorcidos abismos que se abren a los lados de la cabeza de cada uno de los meditadores, de estos aprendices laicos que, sin embargo, han decidido entregarse por unos días a emular la vida monástica. Durante los próximos minutos el gong volverá a sonar algunas veces más, de acuerdo con un patrón muy preciso; en ese lapso los practicantes deben encaminarse a la sala de meditación, el zendo. Al trasponer el umbral cada uno hace una reverencia al Buda, juntando las palmas sobre el pecho, y al llegar a su lugar hace una más, frente a su cojín o su banco —que en este caso representa la práctica y las enseñanzas: el dharma—, y todavía otra más, hacia el resto de la comunidad, la sangha, antes de sentarse y girar sobre su asiento hasta quedar de cara a la pared.

Linterna de piedra en el templo Eihei-ji. Prefectura de Fukui, Japón. ©Javier Ledesma

Con los ojos entreabiertos,1 los practicantes —quizá todavía adormilados pero buscando ya cobrar conciencia de su respiración y del entorno— escuchan los últimos tañidos del gong. Recitan luego unos versos en japonés mientras algunos sostienen dobladas sobre la cabeza sus prendas rituales, que pueden ser la okesa —una túnica que replica la que Siddhartha Gautama se confeccionó a partir de sudarios— para quienes se han ordenado, o bien el rakusu —una miniatura de aquélla que se lleva colgada al cuello— en el caso de los que han tomado preceptos. Entonces el oficiante empieza una marcha sosegada alrededor del recinto. Sin girar la cabeza un solo milímetro, cada uno de los presentes debe estar lo suficientemente alerta para percibirlo cuando pasa a sus espaldas —ya sea que alcance a verlo con el rabillo del ojo, que vea la sombra en la pared o escuche el crujido de una tabla del piso—; si llega a sentir el leve viento que deja el hábito tras de sí significa que el maestro ya ha pasado y es demasiado tarde para juntar las manos sobre el pecho y de ese modo saludarlo. Al terminar su recorrido el doshi ofrece incienso al Buda y va a su lugar, acompañado por tres campanadas que el doan ejecuta en instantes precisos. De esta manera se abre el zendo, mientras que los aprendices van saliendo de la duermevela y empiezan a aguzar sus sentidos a estímulos cada vez más sutiles, a cultivar así su atención y su concentración, tal como lo seguirán haciendo el resto del día y de la semana. Sigue oscuro afuera. Amanece algo tarde pues estamos en pleno invierno, unos días antes del 8 de diciembre, cuando se conmemora anualmente el despertar de quien entonces, unos siglos atrás, se volvió el Buda. Después del primer periodo de zazen —la meditación sedente— que dura media hora, vendrá un periodo de kinhin —la meditación ambulante— de diez minutos, y de nuevo zazen por otra media hora. Luego viene el servicio de la mañana: se hacen postraciones y la sangha completa recita algún sutra, generalmente el del corazón, y un par de himnos. Para el momento en que esta primera sesión termine, cuando los practicantes se dirijan al comedor a tomar su desayuno, ya serán la siete y diez y habrá comenzando a clarear. El sesshin que visitas fugazmente en estas líneas, profano lector, se desenvuelve en un centro de retiros en la costa del Pacífico mexicano. A diferencia de lo que sucede en monasterios de otras latitudes, donde las comidas se hacen sin salir del zendo —en un ritual de manipulación de cuencos, telas y palillos en el que cada movimiento está regulado, conocido como oryoki—, en este caso los practicantes se reúnen en un comedor. Y es que aprender esa coreografía tradicional y lograr ejecutarla con la debida simplicidad y gracia bien podría tomar meses, y aquí la gente viene por una sola semana. De cualquier forma la disposición mental que se fomenta será la misma: los aprendices deben observar cada uno de los estímulos que perciben sus sentidos, sean sus pasos o el sonido de las olas del mar, sean los aromas y los sabores de la comida, el movimiento de las manos al emplear los utensilios, el de las mandíbulas al masticar, las sensaciones corporales, los músculos que se contraen o se distensan, la respiración, las emociones, los pensamientos en su irrefrenable vaivén. Los más de cincuenta participantes deben observar el “noble silencio”, que involucra lo verbal —no se puede hablar, leer ni escribir— y lo corporal —no se pueden hacer gestos ni aspavientos—, que incluye también la mirada —no se puede ver a nadie a los ojos—. Todo ello orientado a silenciar la mente o, en el peor de los casos, a disminuir el ritmo de su parloteo enloquecido, su baile de mono saltarín. La excepción a esta norma son los servicios, cuando se participa en las recitaciones, y las audiencias cara a cara con el maestro. El resto del tiempo los aprendices prácticamente no socializan, salvo por tímidas reverencias para reconocer la presencia del otro o para agradecerle algo, y se mueven a lo largo del día como en cardumen, guiados tan sólo por los otros, por el gong y por juegos de campanas que avisan cuándo es hora de ir al zendo o al comedor, cuándo puede uno asearse, cuándo hay un descanso o cuándo comienzan y terminan los periodos de trabajo, de acuerdo con un programa muy exacto. Es quizá durante las labores cuando se da la mayor interacción entre los aprendices, si es que a uno le toca hacer algún trabajo en equipo, como lavar trastes. Otras de las actividades incluyen la limpieza del zendo, la jardinería, cocinar, o tareas meticulosas como separar las piedritas de los frijoles o los granos de ajonjolí, tronar cacahuate, desgranar mazorcas…

Jardín interior de templo zen en Kioto. ©Javier Ledesma

En un viejo koan se dice “cuando laves los platos no pienses ‘estoy lavando los platos’; piensa ‘estoy haciendo zazen’”. Ése es el fundamento de los trabajos y la cualidad mental que deben buscar los practicantes: una escucha abierta, una sensibilidad aguda hacia cualquier estímulo, interno o externo, una conciencia exacerbada de cada movimiento del cuerpo y la mente. Simplemente de eso, por cierto, se trata la cada vez más socorrida práctica del mindfulness, nacida en el budismo y que se ha extrapolado a los más diversos contextos (se instruye lo mismo a practicantes de yoga que a ejecutivos, deportistas de alto rendimiento e incluso a soldados). Sentarse en silencio a contemplar la respiración, sin embargo, no es algo que termine en sí mismo o que produzca algo verificable. No es al fin sino un entrenamiento: es algo así como cuando un músico ejercita sus dedos tocando escalas para ejecutar mejor sus interpretaciones de piezas musicales. Hacer zazen es ese ejercicio: ensayar, llevar la mente al límite de sus funciones básicas, hacerla ganar pericia y fuerza. El concierto es la vida. Es por tanto que ciertas prácticas de la cultura tradicional japonesa, en apariencia no relacionadas, hunden sus raíces ahí: lo mismo el ikebana —el arreglo floral— que el shodo —la caligrafía—, el chado —la ceremonia del té— o el kyudo —la evolución de la arquería de los samuráis— son llamadas zen: se trata de formas de meditación en movimiento, en acción, y bien entendidas no son muy distintas del kinhin o el oryoki. Un maestro zen no es sino alguien experto en vivir con la mente abierta y unificada, en concebir su vida como una narrativa en la que habita con presencia plena y en la que todo es bienvenido, aun lo desagradable o lo terrible. Un sesshin es entonces un periodo intensivo de reclusión donde los practicantes se pueden olvidar de buena parte de sus preocupaciones cotidianas, incluso de algunas tan básicas como procurarse el sustento o interactuar socialmente con otros. En ese entorno controlado, en esa burbuja fuera del mundo, todo está resuelto, todo está ya de antemano planificado y no hace falta siquiera ejercer el libre albedrío, pues hay poco que decidir: basta seguir dócilmente al cardumen y atenerse al programa, las reglas, los procedimientos. Ello permite desarrollar niveles de atención y concentración elevados, imposibles de alcanzar en la vida ordinaria, y ello también —se dice— en última instancia permitirá desmontar algunas ilusiones y trucos de la mente para ver las cosas como son: apreciarlas en su impermanencia y su insustancialidad; entender las raíces del sufrimiento en carne propia y desterrarlas en alguna medida; desarrollar cualidades como el desapego, la ecuanimidad, la compasión. Al menos ésos son algunos de los aprendizajes que ofrece el budismo en general, al margen de la escuela. El zen en realidad se guarda mucho de fomentar que los practicantes se impongan metas o esperen logros o gratificaciones de ningún tipo. Aun cuando tiene en común con otras escuelas un método que pasa por el cultivo de samatha —calmar el espíritu— y samadhi —la concentración o unificación mental—, para el zen la manera más alta de meditar es lo que en japonés se llama shikantaza. Esta palabra quiere decir “sólo sentarse”: un sólo estar ahí simple y vasto, imperturbable, sin esperar nada a cambio. Ser sin más, sin condicionamientos ni aversiones ni apegos, como hacen los animales, los árboles, las montañas.

Jardín de piedras en el centro de retiros Mar de Jade, Chacala, Nayarit. ©Javier Ledesma

Todo esto acaso suena como una práctica llena de hondas introspecciones, de hallazgos transformadores y delicias del intelecto, o bien como una oportunidad de un verdadero y radical descanso de las cosas de la vida mundana. Algo de eso tal vez puede ser verdad, pero gran parte no lo es. Desde luego pueden darse momentos de gozo, de dicha y gratitud hacia la vida, de comprensión sobre aspectos de la naturaleza de la mente, pero también es cierto que emprender un retiro de siete días —y los hay de veintiuno o estancias de varios meses en monasterios— involucra un esfuerzo sostenido casi siempre muy desafiante, de disciplina férrea y de superación de incontables adversidades tanto mentales como físicas que inevitablemente se presentan. El cuerpo no está hecho para permanecer inmóvil y el cerebro —si es que sólo ahí reside la mente— tiene que pensar sin pausa, tal como el corazón tiene que latir o los pulmones que respirar. Son las razones de ser de esos órganos. Y esta imposición artificiosa, contra natura, produce toda clase de rebeldías y protestas por parte de ambos: los achaques y quebrantos van surgiendo conforme se acumulan horas en esa posición forzada, con inmovilidad total y las piernas hechas un pretzel: lo resienten las rodillas y la espalda, el cuello, cada articulación. La práctica se llega a volver un combate contra el dolor y las marejadas de pensamiento donde el cuerpo y la mente le gritan a un ser ingenuo y débil que trata de no reaccionar, de dejar pasar esas sensaciones, por muy apremiantes que sean, de abrazarlo todo, de mantenerse calmado. Y hay momentos de lucha descarnada contra la carne o bien los hay en que las esclusas de la memoria y la mente profunda de pronto se abren y pueden dar paso a liberaciones de materia reprimida, casi siempre dolorosas. No es poco frecuente que las lágrimas caigan en el mudra cósmico que los meditadores mantienen impasible sobre su regazo. Enfrentarse con el vacío que subyace a todo, desentrañar la urdimbre de la realidad —cuentan quienes lo han experimentado— puede también resultar aterrador. Pese a todo, los retiros ganan adeptos en cada vez más rincones del mundo. Veinticinco siglos después de los hallazgos del príncipe indio que se sentó en silencio bajo un árbol, estamos en una suerte de edad dorada del budismo, en el sentido de que nunca en la historia hubo tantas personas meditando —ni en número ni proporcionalmente—. Estas líneas han hablado sólo de una expresión del soto zen en México, en particular, que no es en absoluto la más practicada ni en el país ni en el mundo —ni siquiera en Japón—. El budismo tibetano y el Theravada, por sus propias determinantes históricas, se extienden cada vez más en Occidente, mientras el de la Tierra Pura, el Chan y el Hangukbulgyo se afianzan en Oriente. Según la vieja metáfora las diversas escuelas son una misma nieve que escurre por distintas laderas de la montaña (aquí el término vertiente recupera su cabal significado). Como sea, lo cierto es que cada 8 de diciembre meditan probablemente millones de personas alrededor del mundo, y tal vez cientos o millares se suman a las filas año con año. Mucho se debate si se le puede llamar o no religión al budismo —para el que no hay dios, o por lo menos no es relevante su existencia; donde no hay saltos de fe, creencias en nada sobrenatural—. Lo es, sin duda y mucho más que otras, en el sentido de que religa: revela que todo está interrelacionado, todo interactúa. Que la mente y el cuerpo son al final lo mismo, igual que sujeto y objeto, el cielo y la tierra, la forma y el vacío. “Estamos aquí —dice un maestro zen vietnamita— para despertar del sueño de la separación”: no hay un yo independiente, siempre somos nosotros. Alcanzar el presente, mediante zazen, conduce a cerrar la herida, a experimentar la unidad, la totalidad. Sólo eso y todo eso.

Imagen de portada: Gong japonés. © Eric Montfort

  1. Los ojos no deben cerrarse y se medita frente a un muro en el zen y en otras escuelas también surgidas del chan. Se honra así al introductor del budismo en China, Bodhidharma, quien se sentó en una cueva a meditar durante nueve años frente a la pared de piedra; para evitar quedarse dormido, cuenta la leyenda, se arrancó los párpados y los arrojó al suelo: allí donde cayeron creció la primera planta de té y es por tanto que la infusión que con ella se prepara ahuyenta la somnolencia.