dossier Drogas ABR.2020

Un barco a la deriva

Políticas de drogas en México

Jorge Hernández Tinajero

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¿Qué debe buscar una política de Estado frente a las drogas? En teoría, al menos, debería de ser capaz de enfrentar los retos de salud y seguridad públicas relacionados con drogas legales o ilegales y de limitar sus mercados ilícitos, especialmente cuando tienen la capacidad de ejercer violencia, cuando afectan las instituciones democráticas o cuando corrompen las corporaciones del Estado encargadas de enfrentarlos. En este rubro no cabe duda de que ha sido un completo fracaso la política hacia el tráfico ilícito de sustancias consideradas por nuestras leyes como sujetas a fiscalización estricta. Los mercados de drogas (que siempre han existido, ya sea cuando éstas se consumen en nuestra sociedad o bien cuando son mercancías de exportación) no han observado variaciones más que aquellas que responden a la ley de la oferta y la demanda. Por muchas incautaciones que se hagan u organizaciones delictivas que se desmantelen, la disponibilidad de estas sustancias ha sido siempre constante. Esto se debe, fundamentalmente, a que la única estrategia en contra de su comercio o consumo se ha limitado al ejercicio del derecho penal —es decir, al castigo y la persecución policiaca—. Suponer que un mercado cuyas raíces se encuentran en una tradición milenaria de uso de sustancias psicoactivas en todas las culturas de la humanidad terminará sólo con métodos represivos es cuando menos ingenuo. Más bien, este “combate” es un negocio en sí mismo y, en no pocas ocasiones, una herramienta de control político y geopolítico muy utilizada desde mediados del siglo XX por medio de la prohibición universal de las drogas. En el rubro de la salud en lo general, y de la salud pública en lo particular, existe consenso en que el consumo de drogas implica riesgos para quienes las usan y para quienes los rodean. Se entiende así que el Estado también tiene la responsabilidad de advertir sobre tales riesgos, de explicar las responsabilidades que conlleva ese uso y, en su caso, de hacer accesibles los servicios de salud para quienes presentan un consumo problemático.

Hombre fumando marihuana. Fotografía de Niyantha Shekar, 2014.

Sin embargo, el abanico tradicional de herramientas de política pública para disminuir los riesgos que representan las drogas ha sido sumamente limitado por un lado, y extremadamente rígido, por el otro. Esto es así porque el propio Estado ha definido que todo uso es abuso, y que la abstinencia es el único camino posible para disminuir los riesgos. El discurso tradicional, de esta manera, se limita a enunciar políticas de prevención (para evitar el primer contacto) y de tratamiento (cuyo único indicador de éxito es la abstinencia total). Más allá de que entre ambos extremos haya una variedad inmensa de relaciones con las sustancias. Vale la pena recordar que tal y como sucede con el alcohol, por ejemplo, menos del 10 por ciento de los usuarios de drogas presentan consumos problemáticos (tanto para ellos mismos como para los demás), por lo que estas políticas resultan no sólo poco adecuadas para enfrentar la diversidad de casos sino que al limitarse a estas dos opciones se ha dejado de lado un tercer pilar de política pública: la reducción de riesgos y daños, cuya filosofía central es aceptar que las drogas se usan, por lo que no juzgan el uso ni buscan de manera esencial la abstinencia, sino que dotan de herramientas a los usuarios para cuidar de sí mismos y de quienes los rodean. El intercambio de jeringas entre usuarios de drogas inyectables para evitar la transmisión de enfermedades como la hepatitis o el VIH es un ejemplo clásico. El problema del Estado es más bien de índole moral: no hay consumo de drogas aceptable (excepto, claro, las legales) por lo que prefiere mostrar una cara de inflexibilidad espartana… aunque sus políticas se desentiendan de la realidad. No menos importante, el Estado, al menos en México, debe garantizar los derechos a la autonomía personal y al libre desarrollo de la personalidad —ahora reconocidos plenamente por la Suprema Corte de Justicia de la Nación— entre aquellos adultos que deciden consumir drogas, siempre y cuando no afecten a terceros. Las sentencias que dieron origen a esta jurisprudencia de la Corte son muy recientes (2018) y relativas al cannabis, pero en un sentido general podrían aplicarse a todas las drogas, ya que su argumento central estriba en delimitar los alcances de las leyes y las políticas públicas con respecto a estos derechos privados. En este rubro, sin embargo, actualmente estamos presenciando cómo tanto nuestros representantes populares como el gobierno actual intentan minimizar este nuevo encuadre, de modo tal que más que garantizar estos derechos buscan limitarlos hasta un punto en que sea prácticamente imposible ejercerlos. De este modo, las organizaciones delictivas mexicanas que lucran con las drogas han adquirido un poder inmenso en las últimas décadas, poder que les permite ejercer distintos tipos de violencia, capturar y corromper instituciones y funcionarios, e incluso gobiernos enteros, así como consolidar grandes trasnacionales del crimen capaces de ejercer influencia a nivel global. Por ello, las actuales “políticas antidrogas” nunca podrán tener éxito mientras nuestro marco legal explícitamente impida al Estado regular sus mercados: es imposible eliminar un fenómeno económico, cultural y en el fondo profundamente humano como el consumo de drogas por la vía de la fuerza y el castigo. Como hemos comprobado con suficiencia, hacerlo únicamente de esta manera es como cavar en el agua o intentar detener una cascada con las manos.

Mujer protesta con planta de marihuana. Fotografía de Jusezam.

México ha sido siempre, y sigue siendo, omiso en términos de los servicios de salud a los que los usuarios de drogas debieran tener derecho. Un ejemplo: el alcoholismo es reconocido como una enfermedad, pero no hay ninguna institución del Estado que ofrezca alternativas a quienes la padecen. Han sido la sociedad civil o la iniciativa privada las únicas entidades que ofrecen servicios para atenderla, pero generalmente desde perspectivas poco científicas o basadas en la fe (como los distintos grupos de AA) que consideran la abstinencia el único resultado aceptable. En el caso de drogas ilícitas, el problema es aún peor, ya que las disposiciones legales hacia ellas privilegian un enfoque delictivo y penal antes que uno de salud y de derechos, por lo que los usuarios que necesitan acercarse a servicios de salud no suelen hacerlo, toda vez que serán considerados primero delincuentes, antes que sujetos de derechos. Las políticas públicas hacia las drogas, cuando éstas no son legales, no hacen diferencia entre uso ocasional, uso habitual, abuso ocasional, dependencia o adicción. Para ellas todo consumo es considerado abuso o adicción, ante lo cual no existe ninguna otra solución más que la abstinencia total, algo que simplemente no es posible para algunas personas, o bien no es deseable en modo alguno para la mayoría. Estamos, pues, así ante un Estado —o una autoridad— que simplifica el consumo de drogas a una relación binaria entre el bien y el mal, que no admite matices entre distintos tipos de consumo y que criminaliza a sus usuarios negándoles derechos y servicios por el hecho de consumir. No es difícil entender, así, por qué los usuarios de drogas desconfían y se ocultan de las instituciones formales del Estado: son parias y chivos expiatorios que no sólo han sido expulsados de cualquier mecanismo formal de protección social estatal sino que además son convenientemente representados como enemigos de una “socie­dad sana”.

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Las elecciones de 2018 trajeron al país un nuevo gobierno. Las autoridades elegidas plantearon, en su oferta de campaña, una política hacia las drogas distinta a la practicada en las administraciones anteriores. En el colmo de la demagogia, en su Plan Nacional de Desarrollo se menciona que “el prohibicionismo ha demostrado su fracaso”, y se menciona incluso la posibilidad de “legalizar todas las drogas” para, acto seguido, matizar que tal medida tendría que ser tomada “en consenso con los Estados Unidos y la ONU”. Algo así como decir que se va a legalizar la interrupción del embarazo en consenso con la Iglesia católica y sus vertientes evangélicas.

Bong, 2011. Fotografía de Thomas Hawk.

En consecuencia, nada ha cambiado en la materia. Más allá de ese discurso, lo cierto es que las mismas políticas prevalecen. El presidente ha sido omiso en reconocer públicamente que los usuarios de drogas tienen derechos y ha declarado en distintas ocasiones que el uso de drogas “debe ser estigmatizado”, con lo que cualquier perspectiva de cambio cualitativo no puede ser considerada realista en los próximos años. Más aún, la resistencia a cumplir con las sentencias de la Corte en materia de cannabis apunta a la continuidad de políticas represivas hacia los usuarios, así como a la profundización de medidas probadamente fallidas, cuando no contraproducentes para toda la sociedad, no sólo para los usuarios. De esta manera, nuestra política de drogas actual es como un barco construido con partes que no embonan siempre entre sí, al que además le falta un sistema de navegación realista y un capitán con rumbo claro. El resultado es la ausencia de una sola política de drogas que unifique criterios y objetivos ante un fenómeno al que, a pesar de existir desde tiempos inmemoriales, seguimos siendo incapaces de darle un sentido diferente al de la simple reprobación moral. Las drogas han estado siempre entre nosotros y siempre lo estarán. Lo que podría cambiar es la forma en que tratamos con ellas. Pero mientras el enfoque principal de las políticas públicas se encuentre fundamentado en razones morales, las opciones con que contamos para disminuir sus riesgos y daños son limitadas y no pocas veces ajenas a la realidad que pretenden transformar. En este sentido, el Estado en México no tiene un carácter laico. Más bien se adscribe a una moral puritana que sólo tolera ciertas sustancias y que coloca al resto en el mismo saco: todas por igual son malas, todas deben ser desterradas de la sociedad. Esta moral, convertida en política pública, obvia el valor que muchas de ellas han tenido en nuestras culturas ancestrales, así como las posibilidades que ahora comienzan a explorarse para tratar distintas patologías como la depresión, ciertas enfermedades mentales o el estrés postraumático, para las cuales se están realizando ensayos clínicos con hongos psilocibios o MDMA, entre otras sustancias de novedosa aparición. En otras palabras, nuestra actual política de drogas no sólo resulta poco eficaz para enfrentar los problemas que quiere resolver, sino que en muchas ocasiones es contraproducente y contraria a los derechos de las personas y es, al mismo tiempo, oscurantista en cuanto al potencial que estas sustancias tienen para enfrentar patologías ampliamente extendidas en nuestra sociedad. Todo ello se podría sintetizar en lo dicho recientemente por nuestro presidente: el uso de drogas debe ser estigmatizado. Es decir, no cuestiones y no preguntes. Sólo di no.

Imagen de portada: Grafiti a favor de la legalización de la marihuana, 2020. Fotografía de photoheuristic.