Lagunilla para las sensaciones

Emergencia climática / panóptico / Febrero de 2020

Samuel Cortés Hamdan

Es preciso estar agradecido a las civilizaciones que no han abusado de lo serio, que han jugado con los valores y que se han deleitado en engendrarlos y destruirlos. E. M. Cioran


Fuera del cauce de los toldos de plástico multicolor y sus nervaduras de fierro para sostener calzones, zapatos, pantalones, chamarras, películas, utensilios de cocina, herramientas, juguetes, correas de perro y ratones emplumados para gato, todo es orinal. Basta apartarse un poco del torrente mercantil emplazado sobre el Eje 1 Norte, en la Ciudad de México, en el barrio de La Lagunilla, esconderse en alguna calle perpendicular en busca de otros silencios y alternativas para la visión, y el espíritu penetrante del arsénico asalta la nariz: no obstante la jaula pintada de blanco con la Virgen de Guadalupe adentro y su corte de flores, coronando una jardinera, las paredes anaranjadas devinieron desfogue de la vejiga. Son los testimonios de un ritmo desobediente que no esperará la pauta de modales asépticos para encontrar y decretarse el derecho a dormir sobre el adoquín, a sudar en el piso el último resplandor de la tarde, abrigados y mugrosos, en el ciclo interminable de la vulnerabilidad. Todo rincón visible admite descarga. Pero yo vengo a buscar los tonos de la fiesta. Y comienzo a encontrarlos desde el primer acercamiento: la cosa viva se levanta y me eructa su arroz rojo, su venta a granel de marihuana, su barbacoa que anuncia el consomé y los tacos dorados con un mensaje grabado que recuerda a la voz del robot de Waze, para evitar desgañitar garganta a lo tonto, que lo haga la máquina, sus calzones con personajes alusivos a las lunetas de chocolate gringas en presentación sexy: lo comestible es lo convocante, los push-ups para envalentonar el busto por unos cuantos pesos, la mitología de Disney (también aquí opera la influencia cultural desigual, aunque se traviste de otra cosa, propia) multiplicada por la artesanía popular: Baby Yoda en nueva presentación nahua, compuesto con manos violatorias de la pretensión de utilidades delineada por el marco legal de la propiedad intelectual. Vengo a buscar los rituales de la improvisación que se embriaga contra todo requisito de funcionalidad, de esmero, en contraflujo al entorno comerciante que, justo, funciona, trabaja. Juega y trabaja, se distrae y trabaja, mira el celular y trabaja, escoge con ira defensiva la siguiente canción de la bocina distractora y trabaja, se deja alcanzar por el carromato de las donitas azucaradas y trabaja, se deja convencer y las compra para comerlas mientras trabaja, se pierde entre elotes con mayonesa y trabaja. Merca y trabaja, en la vendimia permanente. Y en la distensión para los afortunados distraídos por el cremoso tamarindo y el ajonjolí: funcionando la sutileza, puerta con avisos. La calle andaba hablando desde bien atrás. Me bajé en el metro Allende para caminar entre las limosinas belicosas y desproporcionadas que reposan su cacería de paseos de fiestas de XV años desde la banqueta, y para comprar por quince pesos una correa que me ayude a sostener los anteojos con las orejas en el universo de tiendas de lentes que forran esa estación de metro (en unos minutos y 400 metros adelante encontraré las mismas a cinco pesos). Tuve la fortuna de andar ante el anuncio de la escuela de artes y oficios gastronómicos del Goloso Mestizo y me encontré un poema de Cuauhtémoc amarrado a la pared —religiosidad propia, avisos de lo ritual callado, paciente, a la espera de su quemadura—. La calle anda hablando desde bien atrás. En República de Chile, el nombre latinoamericanista que pasando Tacuba adquiere la multifamosa Isabel la Católica, una pegatina sobre el letrero azul que identifica la calle cambia el sentido y lo politiza: “Dictadura de Chile”, dice ahora. Dice y responde mejor que la Organización de los Estados Americanos (OEA), la que ridiculizó en un poema Roque Dalton, a la situación de las protestas en el país hermano sudamericano: con decisiones policiacas denigrantes, el presidente Sebastián Piñera reactivó las violaciones de derechos humanos perpetradas durante la dictadura militar de Augusto Pinochet: torturas, abuso sexual, amedrentamientos vejatorios, detenciones ilegales, ojos reventados con perdigones, químicos corrosivos en el agua que se dispara para dispersar a manifestantes, patrullaje con vehículos blindados por las calles de Santiago y Valparaíso, sede del congreso. El barrio en México todo eso lo sabe y lo acusa, lucidez de nadie. Vengo a buscar a las otredades, pero las otredades somos nosotros: los torpes embebidos de la presunción del dato y los modales a sobreprecio desplegados en las zonas privilegiadas de la ciudad, adentro de los ya completamente desalmados rehiletes del zócalo de Coyoacán. En irrefrenable paralelo circundante, en cambio, los muchos se definen rumbo a fiestas y necesidades, músicas y lealtades expeditas frente a la amenaza y sus tejidos, entre acordeones y diablitos para aguantar y ceremonias sin tapujos. Sin el riesgo de los juicios del gusto. Vengo a admitir que estoy vivo: para quererte, para soñarte, para calmar este tormento, como recomienda el mp3 del compañero entre las mesas. A conocerme otra vez con ayuda de los simulacros de elevación que facultan las distensiones alcohólicas, ahora picosas y saladas, con ayuda del apuntalamiento de las desobediencias, pactadas con la alcaldía, a decir de los uniformados consultados, que permiten los bares itinerantes que proliferan cada siete, cinco, doce puestos en el tianguis: pausas con barriles de aluminio entre la tendencia decoradora de cobijas y mantas semirreligiosas con un Stitch trazado al aerosol, interrupciones de vinatería jugosa pero aburrida, esperada, que puede encontrarse también así en el Cielo como en la Tierra.

Liz Hernández, Jueves de tianguis, 2018. Cortesía de la artista

Vengo por los puestos de micheladas más fáciles de encontrar, hay cómo escoger y me guío por la recomendación más común: los perfumes de un ambiente acaparador; me dejo convocar por el sonido más potente, que contrasta con otros sitios de operaciones modestas, arrinconadas, más tímidas. Lo complicado es atender la delicia sin transgredir desde la torpeza del extranjero, lo que no consigo. Pido una caguama en vaso, con escarcha de tamarindo y ajonjolí, por supuesto, y me asumo impune: tomo la bebida portátil y me voy a caminar, a pensar cosas, imitando a otros más avispados. Me concibo protegido por el aura plenipotenciaria de estar en el barrio y de quedar súbitamente inscrito en el entorno. Ando y bebo a cada cuantos pasos de mi vaso, me distancio, miro, callejoneo, hasta que un diablero me advierte que le baje a la indiscreción o esos pinches weyes me van a torcer. Di ya aviso de mi novatería. ¿Dónde me meto? ¿El pacto de abundancia tenía fronteras? ¿Quién lo decide? ¿Cuándo empiezan a venir por mí? Pedí un vaso grande y empiezo a atragantarme para desaparecer las pruebas de mi exceso de confianza. Vacío el vaso, impreso con vocación políglota, educativa: ein Bier, bitte; Pia Ho’ Olu; Biru onegai shimasu; Cerveja, por favor; Una birra, per favore; A beer, please; Pivo prosím; Jedno pivo, molim; Una cerveza, si us plau… y dictamino prudencia, camuflaje, serenidad reptil para el siguiente asomo. ¿Qué tiene esta agua que, bajo su espuma, nos hace sentir fuera de la norma inmediatamente, en los dominios del baile y sus náuseas? Tomo una silla en donde mismo, donde empezó todo, y me dejo envolver. Papá e hijo llegan con sus guitarras desvencijadas a tocar a Los Auténticos Decadentes y se adivina desde las primeras notas que no les irá bien, que no podrán convocar. Se están peleando con los ojos, el niño detesta que el padre no le dé oportunidad a su sonido solista, el padre no puede ceder a esas sutilezas por el mandato del pragmatismo: hay que sacar monedas, apurarnos, andar a otro lado. Se arma el concierto y se desarma el aplauso. Diez pesos. Una bocina retoma su dominio. La jefa de la mesa de cervezas combina sus uñas incrustadas de diamante con un guante de látex para garantizar la higiene alimenticia, recibe cien, doscientos, quinientos pesos en segundos, juega a trabajar, acumula y bebe. Atiende. ¿Qué vas a querer? ¿Qué te doy? —¿Qué son ésos? —Azules. —¿Y qué llevan, vodka? —Sí. Hay que olvidarse entre colores y sus aliados gaseosos. El tráfico, la crueldad de las cuentas, el dolor muscular por las cargas, el corte de caja, son problemas de lejos. Aquí el flaco de cabello ralo, curvado sobre su ombligo y con las manos en la chamarra, tan fastidiado como gozoso, domina el aparato de música y lo evalúa con la percusión del hombro: ésa no, ésa pásala, ésa déjala, ya hay que darle una limpieza a esa memoria. Somos el resultado de su repertorio. Esta vez ya me fundí, sin las aprehensiones de la torpeza: la michelada canta para todos. Antes de irme aprovecho para buscar las películas de Jesús Carranza, curaduría locuaz con Herzog y Takahata y lo que se vaya antojando, y hallo El castillo de la pureza, con guion de José Emilio Pacheco, mercado de adaptaciones específicas, de ofertas escurrientes, interminables. La variedad tiene sus iglesias. Camino a Ripstein me encuentro la marihuana. Traigo escong, ¿qué quieres? Ya vas. ¿Cuántas? Fúmale, chino. Aprovecho para trastabillar, inyectado como quedé del éxtasis en piso, entusiasmo horizontal. Voy saliendo del cuadro mayor para luego batallar por encontrar un baño, cuando metros atrás abundaban. Avanzo a la plaza de Santo Domingo, oficina de la inquisición española y a donde miraba el espejo generador de Palinuro y Estefanía, entre tendones floreados, glándulas purulentas y el doloroso devenir de la medicina. Tropiezo con dos hombres de más de 60 años recargados en el frontispicio del Templo de Santo Domingo, que de inmediato me conversan. Me cuentan de la cocaína en piedra y sus aceleraciones sexuales, de coger en los cuartos de hotel de los alrededores, se entrecruzan con respetuosas, armonizadas interrupciones mutuas, tal vez se quieren, me explican el desvanecerse del tiempo, esperan, me talonean un cambio. Me piden que les tome una foto. Que así sea, acato, y me voy rumiando un verso de aquella canción, el Jardín prohibido:

La vida es así,
no la he inventado yo…

Imagen de portada: Mercado en domingo, fotografía de Carl Campbell, 2012