Un tour por el inframundo

Muerte / dossier / Octubre de 2023

Jorge Volpi

Cuando despiertas, te descubres en una pavorosa oscuridad. Distingues a tu lado un bulto enrollado en vendajes de lino con la cabeza cubierta por una máscara de papel maché, el vientre decorado con escarabajos de cerámica y un ajuar de amuletos de oro. Como si dieras un salto, atraviesas los muros de aquella caja estrechísima: te descubres capaz de sobrevolarla. Solo entonces te das cuenta de que has abandonado un sarcófago y que la momia depositada en su interior es la tuya. Te deslizas hacia una cámara más amplia; en su interior atisbas un sinfín de dibujos y jeroglíficos en las paredes y en el techo, así como un conjunto de urnas donde reposan los restos de tu hígado, tu páncreas y tu cerebro. Una conserva tu corazón, donde te han dicho que residen la inteligencia y la memoria. Más allá, un conjunto de pequeñas estatuillas preside tu mausoleo.

Luxor, 2020. Fotografía de Calin Stan. Unsplash Luxor, 2020. Fotografía de Calin Stan. Unsplash

​ Comprendes que eres algo así como una esencia o un espíritu volátil; te estremece una sensación que te recuerda a la sed y al hambre. Por fortuna tus familiares te dejaron una jofaina donde quedan unas gotas de cerveza y numerosas vasijas con ofrendas comestibles. Te basta con saber que son tuyas. Saciada, te deslizas por cada ángulo del mausoleo, pero no consigues recordar tu nombre. ¿Quién eres, qué haces allí, qué salida te queda ahora? Tal vez las respuestas se hallen en alguno de los papiros depositados junto a tu cuerpo. Te acercas al primero y miras su encabezado:

Aquí empiezan los conjuros que relatan la salida del alma hacia la plena luz del día, su resurrección en el espíritu, su entrada y sus viajes en las regiones del más allá.

​ Te basta con leerlo para rememorar las lecciones aprendidas tiempo atrás. Tu alma se halla dividida: ka es la fuerza que te mantiene con vida; con sus diminutas alas, ba revolotea en el interior del mausoleo; tu sombra, shut, solo calla; y aj se encarga de iniciar el diálogo con los dioses. Vuelves a los papiros y proclamas:

​ —¡Oh, tú, que irradias en las soledades nocturnas, dios del disco Lunar! ¡También yo te acompaño entre los habitantes del Cielo que te rodean! Yo, difunto Osiris, penetro a mi capricho ora en la región de los muertos, ora en la de los vivos sobre la Tierra, a todas partes donde mi deseo me conduce.

​ Solo un poco más tarde, al leer y recitar en voz alta otro de los conjuros plasmados en los papiros, descubres quién eres:

​ —¡Que mi nombre me sea devuelto en el templo del más allá! ¡Que pueda guardar recuerdo de mi nombre en medio de las murallas abrasadas del mundo inferior durante la noche en que serán contados los años y los meses!

​ Tu nombre es Akila, la astuta. Reconoces tu misión y repites los cantos indicados en el papiro —esta especie de guía de turistas por el submundo— para que los dioses te permitan emprender el viaje:

​ —¡Pueda yo llegar a ser vigorosa en la Tierra, junto a Ra! ¡Pueda llegar en paz hacia mi puerto de amarre, junto a Osiris! ¡Pueda, oh, dioses, encontrar intactas en vuestros altares las ofrendas que me son dedicadas!

​ Auxiliada por Osiris, quien coloca una corona sobre tu frente para concederte la vida eterna, te abres paso entre las rocas. Abandonas el mundo material y te internas en el Duat, el universo subterráneo donde moran los dioses y los muertos. Atraviesas cavernas y promontorios, colinas y ensenadas; te topas con bestias espeluznantes, mitad humanas, mitad animales, que se abalanzan sobre ti blandiendo espadas y cuchillos. Ante cada uno de estos monstruos —el espíritu con cabeza de cocodrilo, el demonio-serpiente, el demonio que danza en sangre—, recitas un nuevo conjuro:

​ —¡Atrás! ¡Vete, demonio de las abiertas fauces! Pues yo soy Jum, señor de Psehenú. Yo traigo a Ra las palabras de los dioses, un mensaje al Amo de esta casa.

Sudario pintado, *ca*. 395, época romana. Musée de Louvre Sudario pintado, ca. 395, época romana. Musée de Louvre

​ Una vez que los has vencido, te transformas en distintos animales —el Fénix Real, el Halcón de Oro— y, gracias a la benevolencia de los dioses, te encaramas en una barcaza para surcar las aguas subterráneas y acceder por fin al santuario de Maat, en cuya entrada exclamas:

​ —En verdad yo soy Osiris. Llego aquí para contemplar a los dioses, los grandes, y para entrar en posesión de la Vida Eterna comulgando con pan celestial.

​ Te recibe Anubis, con su cabeza de perro y, luego de hacerte repetir los nombres mágicos, te permite ingresar a la doble sala de la Verdad-Justicia donde se llevará a cabo la ceremonia de la Confesión Negativa. Allí juras que no has cometido ninguna de las cuarenta y dos faltas prohibidas por los dioses:

​ —No he causado sufrimiento a los hombres. No he empleado violencia contra mis parientes. No he sustituido con la Injusticia a la Justicia. No he frecuentado a los malvados. No he cometido crímenes. No he hecho trabajar en mi provecho con exceso. No he intrigado por ambición. No he maltratado a mis sirvientes. No he blasfemado de los dioses…

​ Entonces los corazones de los dioses te preguntan:

​ —¿Quién eres?

​ —Akira es mi nombre —respondes.

​ —¡Pasa!

​ Una voz te interroga:

​ —¿Qué has encontrado en tu camino?

​ —Un Pie y una Pierna.

​ —¿Qué les has dicho?

​ —Alegría y serenidad.

​ —¿Qué te han dado?

​ —Una antorcha encendida y una tablilla de cristal.

​ —¿Qué has hecho con esos dones?

​ —Al alba, cerca del lago —contestas—, los he enterrado en medio de los canales.

​ —¿Qué has encontrado allí?

​ —Un cetro de piedra.

​ —¿Cuál es el nombre de ese cetro?

​ —Su nombre es Libertad-como-el-Viento.

​ —Cuando has enterrado la antorcha encendida y la tablilla de cristal, ¿qué has hecho?

​ —He pronunciado palabras de potencia, desenterrado la tablilla, apagado la antorcha, roto la tablilla de cristal, he excavado en el lago…

​ El diálogo continúa hasta que revelas tu nombre secreto y se inicia la ceremonia del Peso del Corazón. Si, al colocar el tuyo en la balanza, se revela que tus buenas acciones son más densas que tus fallas, se te concederá la luz:

​ —Mi ascensión al Cielo —proclamas—, se asemeja a la de un dios.

​ Anubis te conduce de la mano hacia Osiris y te conviertes en un maa-jeru, uno de los vindicados, una verdadera voz; al mismo tiempo, contemplas como otras de las almas que te han acompañado en el camino, y cuyos corazones han perdido en la balanza, terminan devorados por Ammit, el dios que es parte hipopótamo, parte león, parte cocodrilo. En agradecimiento, le cantas a Osiris:

​ —¡Salve, oh, Osiris, ser bueno, triunfador, hijo de Nut, primogénito de Keb, dios antiguo, dueño del Soplo de la Vida, gran príncipe del Occidente y del Oriente, Señor de los Misterios que siembran el espanto!

​ Y ocupas un sitio a su lado.


***

Otra vez le debemos al siglo XIX y a la competencia por la inmortalidad entre doctos aventureros de Francia, Gran Bretaña y Alemania la nueva vida alcanzada por los libros sobre la muerte hallados en el interior de las antiguas tumbas egipcias. Alumno de Jean Letronne, a su vez discípulo de Jean-François Champollion —el orientalista que logró descifrar los jeroglíficos gracias a la piedra Rosetta—, el prusiano Karl Richard Lepsius se dedicó a catalogar pirámides y tumbas y, en 1842, publicó Das Todtenbuch: la primera traducción de un manuscrito ptolemaico integrado por 165 conjuros donde quedaba ya fijado ese hermoso título de su invención: El libro de los muertos.

​ Entre 1875 y 1886, el suizo Édouard Naville realizó una edición crítica de 167 conjuros de diversas fuentes. Entretanto, en el Museo Británico, sus dos curadores, Samuel Birch y su sucesor, E.A. Wallis Budge, realizaron las traducciones pioneras al inglés de otros tantos manuscritos; a este último le debemos el llamado Papiro de Ani —hoy una traducción un tanto desdeñada por los egiptólogos por sus excesivas florituras—, convertido hasta estos días en un best-seller con el emblemático nombre de Libro egipcio de los muertos (1895), y cuya circulación se mantiene entre los lectores comunes y los seguidores del ocultismo.

​ La muerte es una de nuestras mayores ficciones: acaso porque no existe en tanto que nadie puede narrarla, ha desatado una avalancha de fantasías desde el paleolítico. Algunos filósofos insisten en que la conciencia de la muerte nos torna humanos: a diferencia de otras de nuestras conductas más preciadas —del uso de herramientas a la contemplación estética—, las cuales aparecen de manera embrionaria en los animales, no se conoce ninguna otra especie que entierre a sus muertos. Como la muerte pende sobre nosotros con una regularidad ineluctable, necesitamos imaginar formas de vencerla. Al contemplar los ciclos del universo o de las plantas, nuestros antepasados coligieron que animales y humanos también dispondríamos de la facultad de renacer. En esta concepción circular del tiempo, el alma se desprende de la materia para transitar hacia lugares inaccesibles para los vivos. El fin no puede ser el fin: nada confirma esta ficción que aún tranquiliza a millones. Como si la vida fuera una adictiva novela que nos resistimos a cerrar, escribimos cientos de continuaciones posibles, ubicándolas en los lugares más desorbitados. Si sumerios y asirios ya habían narrado esos mundos después del mundo —y puesto en práctica los rituales para encaminarse hacia ellos—, los egipcios nos legaron su vívida imaginación mortuoria en miles de papiros atiborrados de conjuros —o instrucciones— que los difuntos debían recitar para no perderse en el trayecto. De ellos se desprenderán, de Orfeo a Jesús, otros tantos descensos a los arcanos de la muerte.

​ Hay quienes insisten en sumergirse en el Libro egipcio de los muertos no como en un manual para los difuntos, sino para los vivos. En esta versión, la muerte, el llamado, el reconocimiento de uno mismo, el trayecto a través de las tinieblas, las pruebas y los monstruos, la confesión negativa, la ceremonia del peso del corazón y el ascenso hacia la luz serían solo pasos simbólicos o místicos. Los conjuros se transforman en recetas para un autoexamen en el que no se requieren jueces divinos: basta con tu propia conciencia. ¿Creían los egipcios en esta interpretación casi psicoanalítica de sus conjuros?

*El pesaje del corazón del Libro de los Muertos de Ani*, *ca*. 1300 a.C. British MuseumEl pesaje del corazón del Libro de los Muertos de Ani, ca. 1300 a.C. British Museum


“Ve a Comala porque allá vive tu padre […] estoy segura de que le dará gusto conocerte”. A partir de ese exhorto, Juan Preciado emprende el camino hacia ese pueblo que se halla en la mera boca del infierno. Muy pronto se topa con Abundio, uno de los hijos ilegítimos de su padre y el primero de sus guías; luego, confrontará a otros moradores de la región. En este descenso, atiborrado de voces entrecortadas y silencios ominosos, poco a poco arma el rompecabezas que le revela las historias de su padre, ese tal Pedro Páramo, sus querellas y amoríos y, a fin de cuentas, la espinosa trama que lo une con él. Solo al final del trayecto, Juan Preciado acabará por discernir que cada uno de los personajes con quienes se ha topado está tan muertos como él mismo.

Pedro Páramo (1955) es nuestro Libro mexicano de los muertos: una senda iniciática en la cual, tras recibir la llamada a la aventura en voz de una potencia femenina —su madre—, Juan Preciado se embarca en un descenso a los infiernos disfrazado de cuento de fantasmas rural. Lo más escalofriante es que, como el difunto egipcio que despierta momificado en un sarcófago —una escena que también se evoca en El corazón delator de Poe (1843)—, tardará mucho en darse cuenta de que él también está muerto. El camino en busca de su padre, escoltado por Abundio (y cuyo nombre suena tan parecido al de Anubis), lo llevará a este encuentro consigo mismo. Por su parte, Pedro Páramo también ansía la luz —“con tal de que no sea una nueva noche”, se dice— y añora a su propia Isis: Susana San Juan.

​ Al menos en la parte final de la novela de Rulfo, Pedro Páramo adquiere un temple semejante al de Osiris: un dios que se desmorona como un montón de piedras.

Imagen de portada: El pesaje del corazón del Libro de los Muertos de Ani, ca. 1300 a.C. British Museum