El árbol como umbral en la literatura fantástica
Leer pdfCada parte, cada criatura, pertenecen al mundo de los sueños y esperanzas de la humanidad. Por consiguiente, no existen límites para Fantasía… MICHAEL ENDE
En su Diccionario de símbolos (1958), Juan Eduardo Cirlot incluye al árbol como uno de los elementos esenciales en la tradición universal: “El árbol representa, en el sentido más amplio, la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración”.1 El autor lo equipara a la escalera y la montaña en tanto imagen de la relación entre los tres mundos: el inframundo o mundo inferior; el terrestre, que también podríamos considerar el tiempo presente o el mundo de los humanos, y el celestial o paraíso, lo que suele nombrarse como “mundo superior”. El árbol se convierte así en un eje entre distintas realidades.
A partir de su presencia en diversas corrientes mitológicas, podemos rastrear su figura a lo largo y ancho de las leyendas, los cuentos maravillosos y la tradición literaria. Es en la literatura fantástica donde han rendido frutos muchos de los árboles sembrados desde hace siglos por las mitologías; los esquejes que plantaron los escritores crecen saludables y generosos. Pese a que los textos no niegan su parecido con los ancestros de tradiciones disímiles, funcionan como individuos distintos que forman parte de una estirpe particular.
Cuando los escritores retoman la figura del árbol están jugando con una polisemia tan densa que se antojaría imposible intentar nombrar con el vocablo una sola cosa; pareciera más bien que apelan a la sensibilidad del lector en aras de que, tras su asombro, puedan descubrir y desdoblar el símbolo.
Podríamos realizar un paseo que nos permitiera observar los árboles y las relaciones que establecen entre diferentes relatos, podríamos incluso rastrear cómo un árbol reaparece en otra tradición aparentemente ajena y cómo dicho espécimen, a su vez, genera semillas que se desarrollan en suelos impensados. A modo de ejemplos, visitaré cuatro casos de autores de literaturas no miméticas (aquellas que no imitan la realidad) que se han dedicado a poblar las tierras de Fantasía, ateniéndonos a Ende, con árboles que a su vez constituyen una puerta para que los lectores se adentren en el pacto ficcional del universo creado. Cada uno de estos ejes entre mundos funciona como un umbral que conecta realidades ignotas con el deseo de los personajes o los hilos de la trama.
En la novela Peter Pan y Wendy, que J. M. Barrie escribió en 1911 a partir del éxito de su obra de teatro, los niños perdidos acceden a su escondrijo bajo tierra por medio de los árboles. Cada niño debe adquirir la medida justa para poder pasar a través del tronco hueco y llegar al hogar subterráneo; de otro modo, “Peter le hace a uno una serie de cosas” y al final el niño cabe. A diferencia de la casita que los niños perdidos construyen para Wendy a modo de juego en la superficie, la morada subterránea bajo los árboles es la verdadera madriguera de Peter Pan y los chiquillos que lo acompañan. El mobiliario surrealista incluye unas setas que se usan como taburetes, un departamento equipado para Campanilla (que exige su privacidad por medio de una cortina) y hasta una cuna colgante para Michael, porque Wendy se encapricha con “tener” un bebé.
Esta combinación de caverna y madriguera sirve como escenario para las travesuras de los niños perdidos y se convierte en el dominio exclusivo de Wendy. La oscuridad de la cueva (y el hecho de que su entrada sea subterránea) remite al mundo inconsciente de los sueños y las fantasías. Como todo en Peter Pan, el absurdo y la parodia permean la construcción del espacio, con un tronco necio en medio de la sala que hay que aserrar diariamente y un lecho gigantesco en el que los niños se acuestan como si fueran sardinas.
Para Barrie la infancia es territorio, como queda demostrado con la existencia misma del país de Nunca Jamás, y no está exenta de peligros. El juego se convierte en un pretexto para evidenciar los roles que pretendemos jugar y aquellos que nos sentimos obligados a rechazar. Durante la época victoriana, en la cual se publicó la novela, las obligaciones sociales y la moral que las acompañaba no eran en absoluto motivo de broma y, sin embargo, se revelaban tan complejas, tan absurdas e inútiles en ocasiones que una no puede menos que maravillarse cuando el autor pone el dedo en la llaga y denuncia la oscuridad y el peso de la figura materna que Wendy debe encarnar incluso a pesar de sí misma. La niña, quien al inicio de la novela se muestra entusiasmada por fungir como mamá de los niños perdidos, hacia el final exige volver con ellos y sus hermanos al mundo real y nunca, ni siquiera como adulta, pierde las ganas de vivir sus propias aventuras.
Antti Laitinen, Broken Landscape III, 2017. Todas las imágenes son cortesía del artista.
Sin que sepamos bien a bien qué es lo que hace Peter Pan a los niños para que puedan atravesar el tronco del árbol, está claro que su periplo no es tan sencillo como pudiera suponerse. La ambivalencia frente a la posibilidad de crecer y el fin de la infancia recorren toda la trama y encuentran su callejón sin salida en las fauces de la cueva. Lo que envuelven las sombras de la guarida es la formidable figura de Wendy, madre sustituta de los niños perdidos y quien sugerirá regresar a la realidad hacia el final de la novela. La semilla de crecimiento ya existe en el fondo de la gruta, oculta entre las raíces. Y es ahí donde se origina también la historia. Para Peter Pan el regreso al mundo de los adultos es impensable, pero no así para los demás. El destino posterior de los niños perdidos no es del todo feliz ni satisfactorio y varios de ellos viven existencias grises y anodinas luego de regresar de Nunca Jamás. Sin embargo, su historia continúa; no se quedaron detenidos en el barco de los piratas ni repitiendo escaramuzas con los indios. Pareciera que el precio a pagar por el crecimiento es perder gran parte de la imaginación y el brío de la infancia. A cambio de eso, se obtiene un presente enriquecido por un pasado y encauzado hacia un futuro que será propio.
El árbol blanco de Minas Tirith aparece de forma reiterada en el universo que el escritor J. R. R. Tolkien desarrolló a lo largo de toda su vida pero, muy en especial, en la saga de novelas El Señor de los Anillos (1954). El espécimen es descendiente del reino de Númenor, donde Nimloth el Hermoso fue el primer árbol blanco; cada nuevo vástago surge de las semillas del último fruto del ejemplar anterior, lo que enfatiza su relación con el linaje de Elendil y los reyes de Gondor, quienes gobiernan parte de la Tierra Media una vez que los elfos zarpan de los Puertos Grises. Como representante del linaje de los hombres, el árbol denota a la vez la nobleza y la legitimidad de los reyes “verdaderos”. Cuando Aragorn retorna para asumir su papel como rey de los hombres, lleva consigo un retoño del árbol que recupera, junto al mago Gandalf, en las montañas en cuya base se encuentra Minas Tirith. Ese árbol sirve como umbral simbólico —literalmente Aragorn lo planta en la Plaza del Manantial, a las puertas del palacio— para darle la bienvenida al auténtico rey. En aras de validar el derecho al trono del monarca, un ancestro del mismo árbol blanco es el que preside la bandera de Gondor, en tanto representante del poderío y el linaje de los humanos.
En la adaptación cinematográfica de 2003 de Peter Jackson, en lugar de que Aragorn encuentre un segundo árbol en las montañas, aquel que estaba en la plaza se llena de flores y “revive”. Dicho florecimiento sirve también como símbolo del inicio del dominio del rey legítimo, quien aspira a gobernar con honor y justicia.
Las puertas pétreas de Durin, en las minas de Moria —estas últimas, un emblema de cooperación entre elfos y enanos—, también tienen tallado un árbol que, aunque es uno solo (en la base del umbral se puede ver la continuidad de sus raíces) parece dos: uno a la derecha y el otro a la izquierda. Dicho símbolo se completa con las estrellas de plata y una corona y encierra un acertijo que el mago Gandalf debe resolver para que la Comunidad del Anillo pueda traspasar la entrada antes de que los devore el monstruo marino que funge como guardián del lago adyacente. La contraseña para abrir las puertas (la palabra “amigo” en élfico) remite a la difícil relación entre los elfos y los enanos en la Tierra Media y a las posibilidades de alianza y simpatía que siempre existen entre seres que podrían considerarse opuestos.
Mención aparte merecen los ents, individuos gigantescos que parecen árboles (aunque no lo sean en realidad) y que se encargan de salvaguardar los bosques; vigilan sus entradas y los protegen de todo tipo de invasores. Aunque se trata de criaturas casi siempre pacíficas, ante el sufrimiento de sus semejantes son capaces de tomar las armas y participar en batalla, como ocurre en la novela Las dos torres, cuando derrotan a los orcos de Saruman.
Dentro del universo de Terramar, descrito por la autora Ursula K. Le Guin en diversas novelas y colecciones de cuentos, llama la atención el árbol de las mil hojas que custodia la entrada de la escuela de magia de la ciudad de Roke. En la novela Un mago de Terramar, Ged/Gavilán, el protagonista, es un hechicero dotado y muy orgulloso que aspira a dominar las artes ocultas y exige, para ello, tomar clases. Insiste una y otra vez a su maestro hasta que lo envían a la isla de Roke, donde se encuentra una afamada escuela de magia. Después de recorrer las calles sin descanso, el joven mago por fin encuentra el umbral que debe atravesar. Para traspasar la puerta tiene que decir su verdadero nombre. En el mundo de Terramar, el nombre es una de las magias más poderosas y su sola mención coloca en una posición de vulnerabilidad extrema a quien lo revela. Lo que se le pide al aprendiz, entonces, es una especie de desnudamiento para poder acceder al misterio mágico.
Broken Landscape VII, 2019.
La puerta está tallada en un solo colmillo de dragón, esos monstruos temibles y casi extintos que para Le Guin implican nobleza y peligro al mismo tiempo. Al reverso se halla representado el árbol de las mil hojas, que se menciona como un símbolo de cambio irreversible y, por tanto, engloba un antes y un después entre la realidad externa y el mundo mágico.
En el segundo tomo de su desmesurado Kalpa Imperial, en el que la autora argentina Angélica Gorodischer reconoce, en las páginas preliminares, a Tolkien, Hans Christian Andersen e Italo Calvino como fuentes de inspiración, existe un pasaje titulado “El estanque” que habla de un médico que se niega a participar en la conspiración para asesinar al capitán de la guardia imperial, a pesar de que dicha negativa le cueste la posibilidad del amor.
Cuando el militar llega con el médico, este último lo invita a dibujar árboles para curarse de su enfermedad. El paciente dibuja tres y a partir de ese momento deja de estar enfermo. La autora no explica la estrategia del galeno, pero esas ilustraciones (la representación misma del símbolo) funcionan como las señales del tránsito hacia la salud. Otra vez, el árbol es una puerta, en este caso hacia el bienestar del capitán de la guardia y el dilema del médico, pues una hermosa muchacha le ofrece su mano en matrimonio si acepta envenenar a su paciente, a lo cual el médico se niega. Como en la tradición de los cuentos zen, la decisión del médico conducirá, pasadas las generaciones, a que llegue un emperador verdaderamente justo y generoso al trono.
En todos estos casos y en muchos otros, el árbol enmarca una serie de condiciones, ya sean las de la vigilia, la infancia, el poder o la magia, que se transforman en otras en cuanto se traspasan sus límites. Los escritores enfatizan la transformación de los personajes una vez que se han traspuesto estos umbrales simbólicos.
Lo que en el caso de Peter Pan puede constituir una metamorfosis gozosa, cuando los niños se adaptan a los deseos del protagonista para conservar la anarquía y el absurdo de la infancia el mayor tiempo posible, en la obra de Tolkien se convierte en una demostración de poder. El poder también está presente en la saga de Le Guin, pero de una manera del todo distinta. Atravesar el árbol demuestra la legitimidad del aprendiz en tanto mago, aunque se exige que deje algo a cambio en la entrada, algo tan valioso como su nombre. Gorodischer se cuestiona (y por tanto a nosotros, sus lectores) si vale la pena aspirar a dicho poder, si el costo no resultará demasiado alto.
La pérdida de aquello que se ofrece al umbral para conseguir la transformación es el precio que se tiene que pagar en aras de la evolución de la historia. Ello parece emparentado a la referencia narrativa de la pérdida de la inocencia de los primeros hombres, quienes descubren la vergüenza a partir de que muerden el fruto del árbol del conocimiento. Todos los árboles mencionados otorgan algún tipo de sabiduría a quien se atreve a traspasarlos y todos exigen algo valioso a cambio de la osadía.
Me pregunto si parte de la inocencia del lector o la lectora no se pierde también cuando elige continuar leyendo la historia. Es posible que todas las narraciones que valgan la pena nos suman en un estado de ambivalencia y nos confronten con nuestras propias paradojas. Lo pienso en especial al reflexionar sobre los aspectos más problemáticos de una postura como la de Tolkien, en la que la división entre razas es inherente al universo que plantea, o la de Barrie, que ha llevado a Disney a añadir una advertencia como prefacio a su película de 1953. Sin embargo, si decidimos seguir recorriendo esos senderos empolvados al lado de Legolas y Gimli o si elegimos entrar a la casa de la puerta siempre entreabierta de Gorodischer, si aspiramos a seguir volando a Nunca Jamás y compartimos las peripecias del nada sencillo aprendizaje de Gavilán es porque lo que ganamos es mucho más significativo que aquello que se queda al pie del árbol: ni más ni menos que la experiencia del descubrimiento.
Escucha el Bonus track de Lola Horner, con Fernando Clavijo M.
Imagen de portada: Antti Laitinen, Marionette [fotograma], 2017.
Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de Símbolos, Siruela, Barcelona, 2004, p. 89. ↩