Cartón corrugado

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Kirvin Larios

A veces, por las noches, acostado en la cama sin sueño o con, siento miedo de morir. Entonces me imagino que en vez de estar en la cama estoy en mi ataúd, y que metido en él me entierran vivo, y que así con vida tengo que quedarme a nosecuántos metros bajo tierra en la oscuridad de ese sueño-pesadilla donde yazgo despierto. ¿Podría decirse que uno sigue con vida en una situación así, en la que todos los que te conocieron y alguna vez te vieron vivo, te dan por muerto y enterrado? Uno dice: “Estoy vivo”, mientras que el resto de voces clama tu muerte en silencio. (Uno dice: “Con vida”, como si la vida fuera algo que tenemos y no que somos, un elemento adicional y no consubstancial en nosotros: un préstamo del que pueden despojarnos). Pienso en esto a propósito de los ingenieros que en una fábrica de Bogotá imaginaron y elaboraron la cama o camilla de cartón que se convierte en ataúd. A la doble función de la pieza se le superpone el plus de lo barato, lo reciclable, y los 150 kilos de peso que soporta y su vida útil de medio año: bastante menos que una cama normal o de hospital. Con la pieza que ya es mediática (desde la segunda semana de mayo múltiples medios de comunicación y agencias de periodismo internacionales han informado acerca del nuevo producto), los creadores de este artefacto materializaron una forma de maldad obvia y frívola: la que hace travesuras con el sueño y la pesadilla de otros. Los fabricantes actuaron de forma oportunista e imprudente, pero también consciente y pragmática. Son la mano de obra y la inteligencia —sean lo que sean— al servicio de la necropolítica y de la necrópolis. Es la lectura de la mortandad actual como parte de una estadística que niega la fatalidad de los cuerpos dolidos. Con la imaginación prácticamente abolida, o entregada a los poderes de la estulticia que son los mismos poderes de la muerte, los ingenieros decidieron dar a todos los pacientes del nuevo coronavirus y de cualquier otra enfermedad por pacientes muertos a priori. La cama ataúd es el producto para un cliente perfecto: el que va morir. Elaborado, además, en el contexto de una pandemia que ha puesto fin —no sabemos hasta cuándo— con los ritos fúnebres y las ceremonias tradicionales para acompañar y despedir a los muertos. El material de la camilla, cartón, hace pensar en tantos otros muertos que ni siquiera son estadística: los pordioseros que duermen en las calles con un cartón que los acolcha y los cobija. A lo mejor ése es el mensaje oculto: nuestra muerte les importa tanto a los inventores de la camilla-ataúd como la de un pordiosero. Porque de eso también se trata: si la muerte de uno mismo vale tres tiras, pues tres tiras vale la de los demás. La cama: superficie de la agonía, lecho mortuorio, lugar del descanso de la vida sin descanso, albergue del cuerpo dormido que sueña noche tras noche su muerte, sitio del estertor y del placer, de la incomodidad y la calma, de la asfixia y el abuso, etcétera. La camilla: cama de ambulancia o de hospital. La camilla-ataúd: cartón corrugado. Ese cartón (que, por cierto, fue ideado por una fábrica que elabora piezas con fines publicitarios) no está diseñado para tener una existencia prolongada como féretro. Su mentada “doble función” es publicidad engañosa: su único propósito es servir como envoltorio para un cuerpo que el Estado ya ha dado por muerto en vida. Una de las fotografías que presentan el producto muestra a un modelo —un hombre vivo— con mascarilla, yacente en la cama convertida en ataúd. Es como un sarcófago del siglo XXI, e igual que los de las antiguas momias puede permanecer a nivel del suelo. Los hospitales en los que aumentará la mortandad, también pueden, pragmáticamente, convertirse en edificios-cementerios, en donde las camillas serían todas de cartón corrugado y las paredes de un material igual de perecedero; muros de argamasa compuesta de tierra y excremento, o de cualquier material inflamable que ahorre tiempo y dinero para una eventual cremación masiva. Me acuerdo ahora de José Arcadio Buendía, que en Cien años de soledad dice: “Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”. Cuando quieren matarte en vida, y negarte la vida y toda posible paz en ella (y después de), te das cuenta de que has nacido en ninguna parte, y que hacia allá vas.

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Imagen de portada: Cartón corrugado. Fotografía de Jacob Gube, 2008. CC