La vida en llamas

Preludio a un manifiesto

Emergencia climática / dossier / Febrero de 2020

Jorge Comensal

Zarzaparrilla contra el capitalismo

El viernes 23 de agosto de 2019 pasó algo muy extraño. Una variopinta multitud de manifestantes se congregó frente a la embajada de Brasil en México para protestar contra la indiferencia del gobierno de Bolsonaro ante los incendios del Amazonas. Fue extraño porque nunca antes se habían alzado tantas voces, al mismo tiempo y por todo el mundo, contra el incendio de una selva tropical lejana. Esta coordinación internacional fue fruto del activismo de Fridays for Future y de otras asociaciones como Alianza por el Clima, Conciencia Ambiental y Ecoactivistas. Gracias a ellas subimos aquella tarde a las Lomas de Chapultepec para demostrar que los jóvenes —en realidad se trata de las jóvenes, porque la mayoría de las activistas son mujeres; los hombres han de estar jugando Grand Theft Auto o levantando pesas—, que las jóvenes, entonces, no carecemos de conciencia ambiental —pero que sí nos hace falta más organización política—. Por un lado se gritaba la consigna “¡Veganismo contra el capitalismo!”, por otro se cantaba “¡Bolsonaro culero, culero… Por puto y prostituto!” (el grupo sindical que cantaba esto reconoció la necesidad de renovar su repertorio), al tiempo que un señor de traje repartía su tarjeta de asesor corporativo (me arrepiento de haberla tirado a la basura). En una pancarta se leía “Pray for Amazonia” y en otra (la que yo sostenía gracias a la camaradería de Paula Abramo y Óscar de Pablo) un pasaje de El capital de Marx: “La producción capitalista sólo progresa socavando las dos fuentes de toda la riqueza: la tierra y el trabajador”. La manifestación parecía un campo de batalla de chairos contra fifís. Había un megáfono y una fila de oradores. Temí que Homero Aridjis pidiera la palabra para recitar un poema. Una joven pronunció un discurso cuya potencia revolucionaria se vio afectada por su marcado acento de colegio chilango particular. Luego un muchacho agarró con rabia el altavoz para enseñarnos a cocinar con chía y zarzaparrilla (como se sabe, Lenin asistía a las manifestaciones obreras para enseñar a preparar gulash bolchevique); al escucharlo, una española que estaba cerca de mí farfulló un insulto que incluía la palabra “pescado”. Luego llegó a la calle de la embajada una camioneta Porsche que no podía pasar debido a nuestra manifestación. En vez de, no sé, abollarla como un símbolo de nuestro repudio al capitalismo o expropiarla para transportar vegetales desde nuestros huertos macrobióticos, la multitud se abrió como el Mar Rojo para dejarla entrar a su cochera palaciega. Ese gesto me pareció el colmo de la civilidad. Por último salió un funcionario de la embajada a repartir unos panfletos donde explicaban que los incendios amazónicos eran normales y que el gobierno brasileño ya hacía todo lo posible por controlarlos. Mientras nos distraíamos tomándole fotos a esas hojas con nuestros celulares, el sujeto se retiró y la manifestación empezó a disolverse. La experiencia de aquella tarde y de las marchas climáticas de septiembre me dejó con un gran desasosiego. Algo, sospeché, le hace falta al movimiento climático. Algo (no sé) que se parezca al fuego, pero sin gases de efecto invernadero. Una llama sin petróleo, candela sin carbón.

Cachoeira- sobrevuelo del Amazonas en el Estado de Pará, Brazil, 2019. © Fábio Nascimiento/Greenpeace

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Aquella tarde de protesta amazónica no faltó una pancarta que dijera “Nuestra casa está en llamas”, frase con la que Greta Thunberg también cerró el año en Twitter, inspirada por el hasthag #2019in5words. Thunberg, la más conocida y despreciada de las activistas climáticas, ya había hecho esa advertencia en el Foro Económico Mundial de 2019: “Nuestra casa está en llamas —le dijo a los poderosos—. Quiero que actúen como si nuestra casa estuviera en llamas. Porque lo está” . Por supuesto no le hicieron caso, y a lo largo del año su metáfora climática se fue volviendo cada vez más literal: a principios de mayo México se asfixiaba por el humo de los incendios; luego le tocó su turno a Bolivia, al Amazonas, a Siberia, África Central (que también ha sufrido terribles inundaciones), a las Californias y finalmente a Australia, que en diciembre de 2019 ya se había convertido en una sucursal angloparlante del infierno. A fin de año, Thunberg volvió a Suecia tras una larga gira de activismo que culminó en la 25a Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Madrid. La COP25 fue un fracaso rotundo. Los gobiernos de Estados Unidos, Brasil, China, India, Australia y otros países cruciales para enfrentar el calentamiento global ni siquiera se tomaron la molestia de fingir, como lo hicieron en Kioto y París, que les importa abatir sus emisiones de carbono. Sencillamente aplazaron para la siguiente COP la negociación sobre el “mercado de carbono” (previsto en el artículo seis del Acuerdo de París) que permite a los países del mundo intercambiar créditos de destrucción planetaria. Es una triste paradoja que el gobierno australiano, uno de los principales saboteadores de la COP25, ahora tenga que enfrentar la peor crisis ambiental de su historia debido al calentamiento global. En 2017 un político pentecostal llevó al parlamento un trozo de carbón para burlarse de las energías renovables (Australia es el tercer exportador mundial de combustibles fósiles, después de Rusia y Arabia Saudita). Ese fanático del carbón se llamaba Scott Morrison y ahora es el primer ministro de Australia.1 Así las cosas, quedó claro en Madrid que, a pesar del auge del activismo climático en 2019, su influencia política es muy débil, casi nula. En un tuit publicado poco antes de que naufragara la COP, Thunberg afirmó con su claridad característica que “la política necesaria [para enfrentar la crisis climática] no existe hoy en día, ni a la derecha, izquierda ni centro” (12-12-19). Pero luego de esta declaración, en vez de encerrar a los delegados gubernamentales en el Instituto Ferial de Madrid o de bloquear el Aeropuerto de Barajas hasta que se alcanzara un acuerdo sustantivo, ella y otras activistas (jóvenes comprometidas como la ugandesa Vanessa Nakate, la sarayacu-ecuatoriana Helena Gualinga o la alemana Luisa Neubauer) volvieron a sus países de origen, a las huelgas de los viernes, a las pancartas y las selfies. Si la casa está en llamas, vuelvo a concluir, un apacible movimiento estudiantil no bastará para apagarla. Entonces… ¿qué?

Helena Gualinga en una protesta en Nueva York. Fotografía de Allison Hanes

Breve diccionario del fuego

Acabo de aprender, leyendo sobre los incendios en Australia, una palabra atroz: pirocumulonimbo. Se trata de una monstruosa nube de calor, agua y ceniza, capaz de formar tormentas que alimentan el fuego con relámpagos y tornados. Pirocumulonimbo: trabalenguas pirómano que sopla para que las velitas rosticen el pastel. Pirocumulonimbo: la huérfana ternura de los koalas, la fuga calcinada del canguro, el río que hierve al ornitorrinco y el cálculo modesto de que han muerto al menos mil millones de animales en este verano de pesadilla austral.2 Otra palabra horrible: acidificación. Las peores consecuencias de emitir tanto carbono ocurren bajo el agua. Un incendio imperceptible. Buena parte del CO2 que vertimos al aire se disuelve en el mar y lo vuelve más ácido. Esta acidez afecta a la fauna marina, sobre todo al plancton, que está en la base de la cadena alimenticia de los océanos. Los arrecifes blanqueados por el calor son las selvas calcinadas del mar. En las costas de Cozumel, Australia y Madagascar el paisaje submarino padece la misma desolación. Si nuestras emisiones continúan, la acidez de los océanos superará la de los últimos 300 millones de años, y la vida submarina colapsará inimaginablemente (este adverbio se hizo famoso en México debido a “Lady Coral”, que a pesar de sus enredos discursivos entiende mejor que la mayoría de nosotros lo que está pasando en el planeta).3 Antropoceno, Capitoloceno, Piroceno: nombres para esta era geológica de más de 400 partes de carbono por millón en el aire, de plástico en los mares ácidos, de extinción masiva y de fuego, mucho fuego. El calentamiento global no es sólo el aumento de la temperatura anual promedio sino la perturbación de las estaciones y las corrientes, de los ciclos del agua, del carbono y del nitrógeno. Este cambio de los flujos planetarios no acabará con la humanidad sino con la diversidad biológica; no acabará con nuestra especie sino con la civilización que la ha hecho tan destructiva. Mientras tanto, en los foros intergubernamentales se habla de mitigar sus efectos. Mitigar es el verbo más pusilánime de nuestro repertorio. Habría que enfrentar, resistir y combatir, al mismo tiempo que inventamos palabras para una nueva civilización.

El camino es de subida

Para enfrentar el calentamiento global hacen falta, como dicen incluso los detractores del movimiento climático estudiantil, “cambios colectivos a una escala sin precedentes”.4 Esta cita debe asustar a más de un lector educado en la doctrina neoliberal: colectivo suena a transporte público, chusma, Stalin y Venezuela; suena a cambiar la mano invisible del mercado por la mano peluda del gobierno. Que nadie se meta con la mano invisible, advierten los poderosos, porque es la base que legitima nuestro dominio: no somos nosotros los que organizamos la sociedad para que nos beneficie mucho más que al otro 99 por ciento, esa desigualdad es un efecto colateral del mercado, de la competencia, de la libertad. Pero la prosperidad, agregan, también es efecto de este sistema, y tienen algo de razón: la búsqueda de ganancia privada y la no tan libre competencia empresarial son incentivos eficaces para el incremento de la productividad que fundamenta la abundancia contemporánea (abundancia que, por supuesto, está distribuida de una forma perturbadoramente desigual). Por desgracia, el interés y la competencia privados también conducen a que este sistema de producción sea inherentemente desperdiciador, lo cual lo hace incompatible con los objetivos de una economía sostenible. Veamos un par de ejemplos.

Luisa Neubauer en una protesta de Fridays for the Future, Berlín, 13/12/2019. Fotografía de Stefan Müller.

Por lo menos 35 por ciento de los alimentos producidos en o para las economías desarrolladas se tiran a la basura y alrededor de 8 por ciento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero se debe a la producción de alimentos desperdiciados, o sea, a producir comida que nadie se come.5 Modificar estos patrones de desperdicio requeriría una planificación distinta de la producción alimenticia (ya me están gritando stalinista por haber escrito “planificación”), lo cual, según algunos, sería un atentado contra la libertad empresarial de sobre-producir alimentos con subsidios públicos para “satisfacer” un mercado de consumidores que, por cierto, viven agobiados por una epidemia de obesidad y diabetes. Si pensamos en todas las regulaciones, estímulos y exenciones fiscales, subsidios y tratados comerciales involucrados en las economías contemporáneas, no cabrá duda de que la producción capitalista es en buena medida planificada por el Estado, sólo que está planificada principalmente para maximizar las ganancias privadas y para adaptarse a las exigencias de los que financian las campañas electorales de los gobernantes. Por lo tanto, la sobreproducción de alimentos no puede achacarse a la falta de planificación sino a la planificación determinada por intereses privados y no por el bien público. Otro ejemplo: la sobreproducción sistemática de construcciones por doquier. La burbuja inmobiliaria de 2008, auspiciada por el capitalismo financiero desbocado que detonó una crisis económica mundial, dejó una estela de ciudades fantasma en Estados Unidos, construidas con el estímulo de las hipotecas subprime;6 en México a partir de 2010 se construyeron más de 650 mil casas de interés “social” que ahora yacen abandonadas porque al haber sido fabricadas con créditos públicos sin ningún criterio urbanístico resultaron completamente inútiles para los trabajadores.7 650 mil casas representan una inmensa cantidad de acero, cemento, vidrio, pintura y transporte absolutamente desperdiciados; producirlos implicó emitir grandes cantidades de carbono que sólo sirvieron para calentar los mecanismos de la economía del desperdicio. Muchas personas coincidimos en el deseo de construir un sistema económico más sostenible e igualitario, pero no sabemos cómo realizarlo sin que colapse la producción (por falta de “incentivos”, fuga de capitales, boicots privados e imperialistas, guerras civiles, empoderamiento de burocracias ineptas, etcétera). Las nuevas tecnologías (Big Data, inteligencia artificial y automatización) permiten replantearnos el modo de producción económica, pero para hacerlo de una forma democrática necesitamos emanciparnos políticamente de los monopolios trasnacionales que efectivamente controlan la sociedad (desde las empresas digitales hasta las petroleras). Para lograr esto no basta con el activismo de la sociedad civil; necesitamos integrar los intereses del ambientalismo con los de las mayorías trabajadoras, y hacer que se conviertan en una prioridad de los legisladores y gobernantes. A los pesimistas que dicen que todo lo anterior es imposible, utópico, fumado, a los columnistas cínicos que afirman que todo está perdido, les respondo simplemente con palabras de Marco Antonio Solís: “Mi camino es de subida, pero el tuyo es hacia atrás”.

Cambiemos las metáforas

Hasta ahora, la verdadera lucha política contra el ecocidio y la economía del desperdicio se libra fuera de las grandes ciudades, gracias a activistas campesinos como Samir Flores Soberanes, asesinado en febrero de 2019 por oponerse a la construcción de gasoductos y de una termoeléctrica en Huexca, Morelos. El año anterior, al menos 164 activistas ambientales fueron masacrados alrededor del mundo, la mayoría de ellos defensores de territorios indígenas codiciados por Estados y empresas capitalistas.8

Eréndira Derbez, Samir Flores, defensor de la vida, 2019. Cortesía de la artista

Por eso urge también que el ambientalismo urbano se acerque al rural para aprender de él y apoyarlo. Las personas que nos manifestamos frente a la embajada de Brasil el año pasado tendríamos, por ejemplo, que salir en caravana rumbo a Calakmul y unirnos a la resistencia local para defender una selva tropical que no tardará en ser incendiada para abrir paso al desarrollo. El activismo urbano suele concentrarse en las organizaciones no gubernamentales, mientras que el rural emana de sus estructuras locales de gobierno (concejos, asambleas ejidales y comunales). Ambos frentes de lucha se beneficiarían de la alianza en un mismo frente social y ambientalista, acaso en un partido político que reclame la causa usurpada por la mafia rapaz del Partido Verde Ecologista de México. Nadie defiende con justicia los intereses de los pueblos originarios, de los trabajadores precarizados, de las generaciones jóvenes y futuras (de la fauna silvestre ya ni hablamos). Necesitamos construir esa opción que, como dijo Greta, no existe “a la derecha, izquierda ni centro” del sistema político mundial. Necesitamos reunirnos, en persona, para organizarnos, bajar a las raíces del sistema y hacer que esa ensalada de inquietudes amazónicas que nos reunió hace meses se convierta en una fuerza política que represente los intereses de la juventud condenada a cien años de calor sobre la Tierra. Hay una consigna —presente en aquella manifestación de agosto gracias al contingente de la UNAM— que aboga por que “Cambiemos el sistema, no el clima”. Para cambiar el sistema habría que cambiar incluso nuestras metáforas. Al expresar la urgencia de este momento histórico, la imagen de la casa en llamas tiene un gran defecto: una casa es tan sólo una construcción inerte, sin vida. Una casa no siente, una casa se quema sin sufrimiento. Pero lo que está en llamas en el mundo es una biósfera (la única que existe en el universo conocido, por cierto): los árboles y los pastizales, los animales y las personas, los seres vivos. La vida está en llamas y no sirve de nada seguir rogándole al pirómano que deje de aventarnos gasolina: ¿cómo nos organizaremos para arrebatarle el fuego?

Imagen de portada: Pirocumulonimbo en el Angeles National Forest, California. Fotografía de Jeremy A. Greene.

  1. Este dato proviene de “Australia is third largest exporter of fossil fuels behind Russia and Saudi-Arabia”. Todas las noticias digitales fueron consultadas por última vez el 7 de enero de 2020. 

  2. Josephine Harvey, “Number of Animals Feared Dead in Australia’s Wildfires Soars to over 1 Billion”, The Huffpost, 7 de enero de 2020. Disponible aquí 

  3. Ellycia Harrould-Kolieb y Jacqueline Savitz, Acidificación: ¿cómo afecta el CO2 a los océanos?, Oceana, 2ª edición, 2009, pág. 6. 

  4. Bjørn Lomborg, “Empty Gestures on Climate Change”, Project Syndicate, 20 de diciembre de 2019. Disponible aquí 

  5. Estas cifras provienen del análisis de Project Drawdown, cuyas referencias y metodología pueden consultarse aquí 

  6. Blaire Briody, “9 Worst Recession Ghost Towns in America”, The Fiscal Times, 3 de agosto de 2011. Disponible aquí 

  7. Notimex, “Viviendas abandona[da]s, ¿recursos del gobierno desperdiciados?”, idcOnline, 23 de julio de 2019. Disponible aquí 

  8. “164 Activist Were Killed Defending Land and Water Last Year”, Yale Environment 360, 30 de julio de 2019, Disponible aquí. Recomiendo la cuenta de Twitter que me condujo a esta fuente: @Antropocenista, administrada por Francisco Serratos, que hace un extraordinario trabajo en divulgar información sobre la crisis socioambiental de nuestro tiempo.