El algoritmo detenido

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Luisgé Martín

Siempre me ha interesado la literatura sobre el destino. En realidad, siempre me he interesado en el destino. Aquello que ocurre por azar, por decisiones frágiles e inesperadas, o por una causa imprevista de fuerza mayor. Hace unos años escribí una novela que arrancaba en el Nueva York del 11-S. El día anterior, el 10 de septiembre, el protagonista regresaba a casa después de su rutina diaria y se reencontraba por casualidad con un antiguo amigo de la Universidad con el que había compartido sueños, ilusiones y esperanzas de vida muchos años antes. Hablando con él, se daba cuenta de que su vida era un fracaso, de que la mayoría de los planes que había hecho durante la juventud no se habían cumplido. Era objetivamente feliz —tenía una mujer y un hijo a los que amaba, tenía un trabajo bien pagado, ocupaba una posición social relevante—, pero a pesar de ello se sentía insatisfecho, y veía en las trazas de vida de su amigo el ejemplo de lo que él querría haber sido. Ese día, al llegar a casa, se quedaba bebiendo nostálgicamente y se emborrachaba. Se despertaba tarde, cuando su mujer ya se había ido con el niño al colegio. Se aseaba deprisa y cogía el metro para ir a su trabajo en el World Trade Center, pero, antes de llegar, los aviones se estrellaban contra las torres. Él tenía que haber estado allí, pero no estaba. Él tenía que haber muerto, pero no había muerto. En ese mismo instante se daba cuenta de que tenía la posibilidad de volver a nacer, de reiniciar su vida, de empezar a cumplir los sueños de juventud que había ido perdiendo. Y lo hacía. Rompía su teléfono móvil, comenzaba a caminar y salía de la ciudad. Ese era el comienzo de la novela. El destino, el juego de las sorpresas de la vida, la teoría del caos con sus alas de mariposa provocando una catástrofe en el otro extremo del planeta. En estos días de confinamiento he vuelto a jugar con esas ideas de las grandes perturbaciones provocadas por las calamidades. El mundo se ha detenido como nunca antes lo habíamos visto. Desde el pasado febrero —si exceptuamos a China, que comenzó antes— han ocurrido muchas cosas que no imaginábamos, pero también han dejado de ocurrir muchas otras que habrían ocurrido si el virus no se hubiera metido en nuestro cuerpo. Ésas son las cosas que me interesan literariamente. Otra de mis obsesiones recurrentes (sin que haya ninguna razón biográfica para ello) es la de los amores fortuitos de discoteca: un chico llega a un club, baila, bebe y conoce a una chica de la que se acaba enamorando y que se acaba enamorando de él. Mantienen una relación más o menos larga —quizá toda la vida— que deja una huella real y profunda en ellos, como la marca a fuego de una res que queda para siempre en su piel. El chico o la chica estuvieron a punto de no ir ese día a la discoteca. Él se encontraba un poco enfermo, ella tenía que preparar unos exámenes importantes. Sin embargo, fueron. Y se encontraron. Es solo un ejemplo, pero ¿cuántos amores que iban a ocurrir han dejado de ocurrir en estos días? A ratos —sobre todo de noche— me pongo a imaginar historias o secuencias de este tipo. Un hombre iba a morir atropellado en una calle de Madrid, pero se ha salvado porque no salió de su casa. Un estudiante de letras había decidido matricularse en la carrera de Derecho, pero ahora, durante el confinamiento, ha tenido tiempo de leer algunas novelas y ha rehecho su decisión: estudiará literatura. Una mujer que empieza a ser madura y no recibe ya demasiada atención de su marido ha empezado a bajar la basura al portal, ahora que no hay conserje que la recoja. Uno de esos días, ha coincidido en el ascensor con un vecino al que conoce bien, pero con el que nunca había tenido demasiado trato. Él también bajaba la basura. Han charlado de la situación. Han vuelto a encontrarse 3 o 4 días después. El hombre está soltero y tiene un par de amantes con las que cura sus instintos, pero en estos días de confinamiento no ha podido ver a ninguna y de repente siente deseo hacia la mujer, a quien jamás se habría atrevido a cortejar en una situación de normalidad. Ella acepta el cortejo. Follan en el cuarto de contadores, con rapidez. Lo repiten cada dos días, luego cada día. Probablemente no se enamoren, pero les queda la costumbre ya para siempre. Un joven peluquero que había trabajado durante varios años en establecimientos de otros, con malos sueldos, resignándose a hacer peinados vulgares a la clientela, decide abrir su propio local de peluquería creativa. Pide ayuda económica su familia y solicita un préstamo. Todo empieza a irle bien, pero entonces llega el confinamiento y la ruina. Cuando todo acabe, habrá perdido el dinero invertido y tendrá que volver a empezar. Seguramente jamás recobrará el ánimo para atreverse a hacer algo así, y pasará el resto de su vida haciendo cortes de pelo banales y moños con laca. Mi equipo de fútbol, el Atlético de Madrid, iba a ganar por fin este año la Champions League, después de varias experiencias frustradas. Pero ahora no lo hará, y quizás ya nunca lo haga. Un hipocondríaco comenzó a sentirse mal a principios de marzo. Sentía un dolor extraño en los genitales. Pidió cita para ir a su médico, pero enseguida llegó el confinamiento y le asustó ser contagiado si salía a la calle. El dolor fue perseverante. Se consoló a sí mismo pensando que sería, como otras veces, un reflejo somático inventado por su hipocondría. Cuando todo pase y vaya al médico, le descubrirán un cáncer testicular y le dirán que esos dos meses de retraso en el examen y en el diagnóstico hacen muy difícil su recuperación. Uno de mis grandes amigos llevaba casado 32 años y conocía a su mujer —que por supuesto también es mi amiga— desde hace 39. En este confinamiento han tomado la decisión de separarse. Su hijo más pequeño se había marchado de casa hace menos de un año. Ellos eran razonablemente felices, pero se han enfrentado en muy poco tiempo al síndrome del nido vacío y a esta convivencia forzada que puede llegar a ser asfixiante. Es muy posible que al final reconsideren su decisión y no se separen. Pero tal vez lo hagan, o tal vez este sea el principio de una ruptura inevitable. Jorge o Andrea o Kevin o Bárbara escucharán dentro de unos años contar la historia de que fueron engendrados durante una cuarentena. Tal vez sus padres no tenían esos planes, o tal vez los tenían pero no les quedaba tiempo en la vida normal para hacer las cosas como deben ser hechas, y en el confinamiento, estancados en otro ritmo, lo lograron. Unos espermatozoides y unos óvulos que no estaban destinados a encontrarse. La casuística es infinita. Hombres y mujeres de todas las edades y de todas las clases sociales han visto cómo su vida doblaba una esquina. Podremos preguntarnos en el futuro —yo me lo preguntaré— qué habría sido de nosotros si no hubiera existido este virus. A mí, aparentemente, no me ha cambiado nada de momento. Pero he estado fuera del mundo muchos días, que aún no han acabado, y por lo tanto no voy a volver a ser el mismo. Podría haberme atropellado un coche, podría haber tenido un cáncer desarrollándose en mí o podría haberme encontrado con un amante inesperado en una estación de metro, pero a las personas de mi edad ya no les ocurren cosas demasiado sorprendentes. Salvo una, la más sorprendente de todas: la muerte. Podría haberme muerto, quizás me muera aún, porque el virus, como se ha dicho ya tantas veces, es bastante desleal y actúa a traición. Pero si no me muero, si no me ocurre nada extraordinario en este tiempo que aún resta de encierro, me quedarán sin embargo muchas cosas de este periodo de la pandemia. La primera —que no es nueva— es la más aterradora: el convencimiento ya definitivo de que la humanidad no tiene enmienda y de que quizá sería bueno que una peste verdadera vaciara el planeta. La segunda es una tristeza seca, una de esas tristezas que ni siquiera tienen el regusto confortable de la melancolía. Solo aspereza y desconsuelo. Es como si de repente se hubiera producido un corte invisible en mi vida: dos lados, el del pasado y el del futuro. Como si me hubiera venido de repente la certeza de algo que ya sabía perfectamente: que soy un hombre viejo. La tercera es el miedo. El miedo físico, concreto, naturalista. La vulnerabilidad. Nada nuevo, nada que no haya creído saber desde los quince años, pero en verdad no sabía. Y me quedará una última cosa: una novela o cien novelas que quizás nunca escriba, pero qué estarán ahí. La de la mujer que descubrió al amor de su vida bajando a tirar la basura, la del joven que se arruinó, la del hombre que vio prolongada su existencia y pudo hacer grandes cosas que no habría podido hacer si hubiera sido atropellado por un coche, la de aquellos que se separaron después de tantos años de amor y tuvieron que recomenzar su vida. Alguna de esas novelas de mariposas moviendo las alas.

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Imagen de portada: Encuentro. Fotografía de Ivan Rigamonti, 2017. CC