Nuevas cartas náuticas

Fragmentos

El Caribe / dossier / Julio de 2021

Adalber Salas Hernández

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Un mito referido por el jerónimo Ramón Pané, escuchado durante su tiempo entre los habitantes de Macorix de Abajo, cuenta que los cuatro hijos de Itiba Cahubaba, la primera madre, robaron a Yaya, el gran espíritu, una calabaza repleta de peces.


Los peces eran los huesos de Yayael, hijo y víctima de Yaya.
Cuando los hijos de Itiba Cahubaba escucharon a Yaya, torpes y nerviosos, rompieron la calabaza. El agua se derramó sobre la tierra, formando los océanos y poblándola de peces que no recordaban haber sido parte del cuerpo de alguien más.
Cada uno de ellos, un poco de Yayael. Osamenta olvidadiza, esqueleto plural, inquieto, que no sabría cómo volver a su primera forma.


Para los kariña, el mar es producto de la curiosidad y el hambre.
En tiempos pretéritos, sólo había tierra, extensa llanura o selva, suelo sin costa
azotado por una claridad rapaz. Un kaputano, ser divino, trajo el agua desde el cielo, pues el cielo era su represa, su odre transparente.
Trajo sólo una pizca de mar. La trajo en una tapara.
Antes de traerlo, pulió el mar, lo hizo brillante e inquieto, y arrojó en él un mínimo pez, de esos que dan vueltas por el cielo.
Dejó la tapara al cuidado de su hermano, ordenándole que no la abriera. Éste, curioso, echó un vistazo apenas pudo: vio el pez reflejando la luz como un diente
y sintió hambre.
Hundió las manos en la tapara, pero el pez se escondía en torbellinos y entre algas. Tanto luchó que, torpe, terminó por derramar el mar,
inundando así la tierra, dejándola sembrada de orilla. Con ello inventó el salitre, el óxido que come el armazón de las cosas, los naufragios y la gota que pesa en las piernas.


En Puerto Colombia, cerca de Barranquilla, caminé por un muelle como un fémur. A través de sus huecos podía verse la espuma arremolinada debajo. La herrumbre se lo comía por dentro.
Sentados, algunos viejos pescaban. A su lado, inusualmente quietos, niños contemplaban cómo se ahogaba de aire un pez al que llaman sable. 
Más allá, el mar sin cabeza.


En Araya, la sal sin fin castigada por el día encandilado. Sobre las salinas, la antigua fortaleza española, arruinada de tal forma que es imposible saber
si está a medio construir o a medio derruir.
Vieja osamenta de pescado que el sol ha hecho piedra.
La sal es implacable con lo vivo. Lo deseca, lo enjuta, acelera los oficios del tiempo en la carne. Como si se tratara de otra forma de necesidad.
La sal, los huesos triturados de la luz.
Hacia el este, en línea recta, el Golfo de Paria, llamado por otros Golfo Triste o de la Desolación.

Imagen de portada: Fotograma de Pilar Moreno y Ana Endara, Para su tranquilidad, haga su propio museo, 2021