Las redes contra la malaria
Leer pdfCada año los mosquitos matan a más gente que las armas de fuego y las guerras. En su último informe anual, la Organización Mundial de la Salud (OMS) registró que fallecieron casi seiscientas mil personas a causa de la malaria, una enfermedad infecciosa que se transmite a los humanos a través de los mosquitos del género Anopheles infectados por los parásitos del género Plasmodium. El también llamado paludismo provoca fiebre alta, escalofríos, dolor de cabeza, náuseas y cansancio y, si no se trata a tiempo, puede causar anemia severa, daño cerebral y, en casos extremos, la muerte. La población más vulnerable son los niños y las niñas menores de cinco años, así como las mujeres embarazadas.
Pese a los avances en el tratamiento y en la prevención, acabar con esta enfermedad sigue siendo uno de los mayores retos de los sistemas de salud, especialmente en países de clima tropical donde existen altos índices de pobreza y desigualdad —sus focos rojos son África, América Latina y el sudeste asiático—. Las medidas preventivas, como el uso de mosquiteros o redes tratadas con insecticidas, la fumigación de casas y la administración de medicamentos, son esenciales para evitar su propagación, pero también es importante que se sigan desarrollando nuevas vacunas.
Datos de la OMS revelan que, entre los años 2000 y 2023, la Estrategia Técnica Mundial contra la Malaria 2016-2030 ha evitado aproximadamente 2 200 millones de casos y 12.7 millones de muertes.1 Esto se debe, en parte, al uso de mosquiteros que se emplean “desde tiempos inmemoriales”, de acuerdo con el doctor Abraham Mnzava, coordinador en Tanzania de la Alianza de Líderes Africanos contra la Malaria (ALMA, por sus siglas en inglés). “Las primeras redes”, agrega, “estaban hechas de telas o tejidos de red sin insecticida ni químicos”.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el uso del DDT (diclorodifeniltricloroetano) revolucionó la lucha contra los mosquitos. Además de ocuparlo para el control de plagas en las cosechas, se empezó a aplicar en los mosquiteros contra la malaria y el tifus. Sin embargo, en 1972 fue prohibido en Estados Unidos (y más tarde en gran parte de Europa) por las graves afectaciones que causaba en la vida silvestre y en la salud humana, según apunta la Agencia para Sustancias Tóxicas y el Registro de Enfermedades de Estados Unidos (ATSDR).“Tenemos reportes de que comunidades del norte de África solían rociar sus redes con este químico. Desafortunadamente, ésta era una práctica muy peligrosa”, corrobora el doctor Mnzava. Aun así, todavía hoy se sigue utilizando en países donde el paludismo representa un peligro importante contra la salud, como en Botsuana, Mozambique, Namibia, Sudáfrica, Zambia y Zimbabue.
En los ochenta se comenzó a aplicar a los mosquiteros piretroides sintéticos, unas sustancias químicas que, incluso en una concentración muy baja, son mortales para los mosquitos. “Fue un gran avance en el desarrollo de las redes tratadas con insecticida porque éste es seguro para quien está en contacto con la sustancia”, comenta Mnzava, quien agrega que las pruebas iniciales, llevadas a cabo en Burkina Faso y en Tanzania, demostraron una disminución significativa en los parámetros entomológicos y epidemiológicos. “Hacia finales de 1990, los científicos de Gambia también pudieron demostrar el impacto que las redes tratadas con [dicho] insecticida tuvieron en la reducción de muertes infantiles por malaria”, apunta. El éxito de estas redes radica, entre otras cosas, en su doble naturaleza: al tiempo que levantan una barrera física, el químico repele a los insectos o los mata.
Los mosquiteros tienen diferentes tamaños, que van desde un metro de ancho hasta los dos metros y medio. La mayoría se fabrica con poliéster, polietileno o polipropileno y son lo bastante delgados para dejar pasar el aire. A las primeras redes se les daba mantenimiento cada seis o doce meses: la gente los sumergía en una mezcla de agua con insecticida y los dejaba secar a la sombra. La llegada de los piretroides ha ayudado a que un mosquitero dure tres años. Algunos tienen forma de cono; también los hay cuadrados, que cubren toda la superficie de una cama. El insecticida se impregna por inmersión y las redes se distribuyen mediante campañas masivas aproximadamente cada tres años.
Al principio, su fabricación era muy onerosa y se producía en el extranjero, sobre todo en el sudeste asiático. El doctor Mnzava explica que, “en los ochenta, cada red costaba más de veinte dólares, pero ahora, con el aumento de la demanda y las economías de escala, los precios se han reducido mucho”. Además, el avance de la tecnología ha permitido que su producción sea más barata y el producto más duradero. Las nuevas redes, fabricadas con materiales sintéticos, son conocidas como “redes insecticidas de larga duración” y suelen combinar diferentes tipos de químicos, como organoclorados, carbamatos y organofosforados, lo que las vuelve más longevas.
Hoy existen iniciativas en África para producir mosquiteros de manera local. En Tanzania, por ejemplo, las redes se han convertido en el control principal de los vectores de la malaria, gracias a las campañas de distribución masiva en escuelas y hospitales; “es el único país en el continente donde se fabrican estas redes recomendadas por la OMS y emplean la tecnología de la empresa japonesa Sumitomo”.
Se espera que la fábrica que las produce (A to Z Textile Mills Ltd., con sede en Arusha, al norte de Tanzania) y que cuenta con cerca de mil trabajadores, aproveche la tecnología de nueva generación, esto es, que les pongan doble insecticida, pues los mosquitos ya han creado resistencia a los piretroides. Estos mosquiteros son cada vez más accesibles. De acuerdo con la OMS, en 2023, el 78 % de los 195 millones que se entregaron en la región subsahariana de África eran de este tipo, lo que supuso un aumento del 59 % respecto a los que fueron repartidos en 2022 por organismos internacionales y ONGs que trabajan con autoridades sanitarias locales.
La lucha contra la malaria parece efectiva. Actualmente, ya se logró erradicar en 45 países, entre ellos: Egipto, El Salvador, Cabo Verde y Argelia, mientras que muchos otros siguen acciones para lograr ese objetivo. En diciembre del año pasado, gracias a la cooperación internacional y el trabajo de organizaciones como la Unicef, diecisiete naciones aplicaron vacunas contra el paludismo como parte de programas de salud para las infancias. No obstante, a pesar de estos logros, el índice de fallecimientos en África todavía es muy alto. De hecho, el 95 % de las muertes mundiales por esta enfermedad ocurren en ese continente y, en 2023, la tasa de mortalidad global se calculó en 52.4 muertes por cada cien mil personas que habitan áreas de riesgo, el doble de lo establecido en los objetivos de la Estrategia Técnica Mundial contra la Malaria 2016-2030 y lo que significa que aún queda mucho por hacer.
El año pasado, los once países africanos donde se encuentra la mayor cantidad de casos —Burkina Faso, Sudán, Camerún, Malí, Mozambique, Níger, Nigeria, República Democrática del Congo, Ghana, Tanzania y Uganda— firmaron la Declaración de Yaoundé, un compromiso para fortalecer sus sistemas de salud, aumentar las campañas de vacunación y mejorar la difusión de la información entre la ciudadanía. Peter Baffoe, especialista de salud de la oficina regional de Unicef para América Latina y el Caribe, considera que esto es fundamental, pues “los sistemas de atención primaria de salud a menudo son débiles y están fragmentados y no pueden apoyar eficazmente a la prevención, la detección y el tratamiento temprano”. Estos acuerdos son importantes porque “los mosquiteros por sí solos no son suficientes”, sentencia el doctor Mnzava. Se requieren acciones coordinadas que incorporen varios frentes: “Controlar las enfermedades transmitidas por vectores, como la malaria o el dengue, va más allá de la salud. Tiene que ver con aspectos socioeconómicos, ambientales y de comportamiento que requieren un esfuerzo conjunto”, señala Baffoe.
Latinoamérica suele quedarse fuera de los programas internacionales porque en la región el dengue supone un desafío mayor que la malaria, aunque en la Amazonía boliviana, Brasil, Colombia y Venezuela sí hay poblaciones afectadas; por otro lado, en el sur de México y algunos países de Centroamérica, donde se ha detectado la presencia de esta enfermedad, se han hecho esfuerzos para lograr su erradicación. En opinión de Baffoe, “el control de las enfermedades transmitidas por vectores no recibe suficiente atención, lo que resulta en una falta de financiamiento tanto por parte de los gobiernos como de los financiadores privados”.
Mnzava explica que hay que buscar controlar la enfermedad en todas sus etapas: “deben desarrollarse nuevos medicamentos, más vacunas y mejores pruebas diagnósticas, así como nuevas herramientas de control de vectores, tal es el caso de los insecticidas con ingredientes activos que aborden la resistencia de los insectos”. El experto también opina que, pese a todo, la lista de proyectos contra la malaria “nunca ha sido mejor” y que, a nivel mundial, se está trabajando en la modificación genética de los mosquitos para que ya no sean transmisores de la enfermedad.
El doctor Mnzava admite que desde la pandemia, en 2020, la lucha contra la malaria vive una crisis de la que todavía no se recupera debido a una brecha sin precedentes en su financiación. En 2023 el monto total destinado en el mundo a este objetivo fue de 4 000 millones de dólares, la mitad de los 8 300 millones que recomiendan los estándares internacionales de la Estrategia Técnica Mundial desarrollada por la OMS. Esto pone en marcha una reacción en cadena: sin recursos disminuye la producción y la distribución de los mosquiteros, así como la compra de medicamentos y el desarrollo de campañas largas de prevención y tratamiento, este último suele incluir la administración de artemisinina para eliminar el parásito del torrente sanguíneo.
Los actuales recortes en la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), bajo la administración de Donald Trump, han provocado que “todos los productos básicos e intervenciones contra la malaria financiados por el gobierno de EUA estén en gran riesgo”, comenta Mnzava. Las naciones más vulnerables a esta enfermedad no pueden costear una estrategia nacional por sí mismas. “Casi el cien por ciento de los países dependen de la financiación de donantes”, aclara el experto y explica que para 2025 estaba previsto que el gobierno estadounidense adquiriera 44 millones de redes tratadas con insecticida y apoyara con la distribución de 15 millones adicionales, lo que habría protegido aproximadamente a 118 millones de personas; sin embargo, el regreso de Trump ha implicado que EUA deje de involucrarse en la asistencia a otros países.
Según las estimaciones del Proyecto Atlas de la Malaria, todos los productos y tratamientos contra esta enfermedad financiados por el gobierno de Estados Unidos pueden prevenir 14.9 millones de casos y 107 000 muertes, la gran mayoría de niños menores de cinco años.2 No obstante, tanto ALMA como la iniciativa para hacer retroceder la malaria (Roll Back Malaria) trabajan para conseguir nuevas vías de financiación y ya “han recaudado 125 millones de dólares a través de asociaciones público-privadas”. Los países también están explorando el uso de recursos relacionados con el cambio climático y del Banco Mundial, señala el especialista.
A medida que ha aumentado la exposición a los químicos, los mosquitos se han vuelto más resistentes a los medicamentos y a los insecticidas, incluidos los piretroides. Y aunque esto ha promovido innovaciones tecnológicas, “también ha conducido a un menor cumplimiento comunitario de las normas, ¿para qué seguir usando redes cuando las picaduras continúan?”, cuenta el doctor Mnzava. A esta ineficacia, Isabel Ceballos, investigadora del Instituto de Biotecnología, agrega un punto más: la falta de regulación y tratamiento de los residuos que provocan estos mosquiteros, que a veces se ocupan para otras tareas, como la pesca o la agricultura. “En vez de tratar un problema generamos otro más grande.”
Actualmente, científicos y científicas de la UNAM trabajan con la bacteria Bacillus thuringiensis, que tiene propiedades insecticidas. “Se trata de un insecticida biológico”, puntualiza Ceballos. “Esta bacteria produce proteínas que matan a las larvas de los mosquitos. Es una sustancia que se degrada con el tiempo, no se acumula en el ambiente y ha demostrado llevar un control muy eficiente de la plaga de estos insectos, controlando el problema desde el inicio y evitando que aumenten las poblaciones”, asegura. Estudios como éste buscan alternativas más ecológicas y sustentables para el medio ambiente. “Los químicos ya no son opción y muchos de los productos que los utilizan están prohibidos, como el DDT; el problema es que varios países se saltan las regulaciones y los siguen empleando. Además, los insecticidas utilizados en esas trampas contra mosquitos también acaban con otras especies y pasan al suelo, el ambiente o el agua”, argumenta la doctora.
Pese a los esfuerzos de la academia por plantear alternativas, la experta reconoce que el mercado de los insecticidas químicos sigue siendo la solución más popular contra las plagas. “Para todos es más fácil usar el insecticida químico porque está al alcance de la mano, pero no conocemos las consecuencias que pueden tener esas sustancias acumuladas durante mucho tiempo”. A esta situación hay que añadir el aumento en las desigualdades a causa del cambio climático y la violencia, los cuales generan desplazamientos forzados; las personas que migran están más expuestas, por lo que se encuentran en mayor riesgo de contraer el virus. “Los eventos climáticos extremos y el aumento de las temperaturas significan que las enfermedades transmitidas por vectores, particularmente el paludismo y el dengue, se están extendiendo a áreas a las que antes no llegaban”, advierte Baffoe. Por ello es importante invertir en la investigación y el desarrollo de vacunas y otros medios para encontrar soluciones más innovadoras y eficaces contra la malaria.
Ilustraciones de Lore Mondragón.