Los cazadores del río tigre

Emergencia climática / dossier / Febrero de 2020

Joseph Zárate

Cuando sus mujeres comenzaron a darles la espalda en la cama y dejarlos sin sexo por no traer suficiente comida a casa, los kichwas del río Tigre descubrieron el cambio climático. No era que se hubieran vuelto menos hábiles con la escopeta. Sucedía que la selva que los rodeaba, la misma que creían entender, se había vuelto incomprensible. Ya no podían predecir la lluvia como antes, usando la sabiduría heredada de sus padres y abuelos, quienes sabían leer el modo en que los insectos se ocultaban entre las hojas caídas cuando estaba por estallar el cielo. Ventarrones fríos y tormentas de tres días ocurrían cuando no debían suceder. Algunos animales morían ahogados por las inundaciones. Los que escapaban del agua no podían conseguir alimento y huían cada vez más lejos, hacia las zonas más altas del monte. Selva adentro, en la frontera entre Perú y Ecuador, el clima imprevisible obligaba a los cazadores kichwas a refugiarse y esperar. A veces para muy poco. En varias de sus incursiones sólo conseguían una lastimosa cantidad de carne para traer bajo el brazo. No estaban ni cerca de cumplir con la pascana, esos ocho kilos de cuota extra que su cultura les obliga a traer de regalo a sus esposas después de cada cacería. Silverio Isampa —un abuelo flaco, de talla mediana, bigote entrecano y ojos achinados— ya ni recuerda la cantidad de veces que debió volver a su casa sin poder entregar a su esposa la ofrenda que prescribía la ley no escrita. Lo que sí recuerda Silverio, el mejor cazador de la comunidad nativa 28 de Julio, es el día en que su mujer lo regañó: “Si no traes nada, dormirás afuera”. No era algo menor. El ritual de los kichwas exige que una semana antes de cada cacería deban cumplir con un estricto ayuno sexual y cuando se internan en el monte pueden pasar hasta un mes sin regresar. A otros cazadores les pasó lo mismo. Las mujeres kichwas, que llevan la casa y mantienen los cultivos en las chacras, no estaban dispuestas a conformarse con la excusa de mala suerte. Silverio Isampa ya era un hombre entrado en años, pero la obligada abstinencia había cambiado el humor de los más jóvenes. Sin carne y rechazados por sus esposas, los varones de la aldea comenzaron a preocuparse en serio.

Mujer kichwa. Fotografía de Tomás Munita / CIFOR, 2013.


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La relación de los kichwas con la selva es tan antigua como su linaje, pero la lengua que hablan no es la de siempre. Fueron los misioneros españoles los que llevaron el kichwa de la sierra a varios pueblos indígenas de la Amazonía, incluida la selva norte de Loreto, donde vive Silverio Isampa. Las palabras que usaban sus ancestros más remotos para nombrar animales y plantas se mezclaron con las importadas. Hoy, todavía hay quienes se llaman a sí mismos runa: personas. Conflictos limítrofes entre Perú y Ecuador, que en 1941 habían llegado a la guerra abierta, afectaron a los habitantes de la selva. Los primeros kichwas llegaron desde el Ecuador huyendo de las escaramuzas militares en la frontera. Cuando la guerra terminó, los kichwas que migraron en los años cuarenta y cincuenta decidieron quedarse. Esta selva hecha de pantanos, meandros, caudales poderosos y rebosante de animales podía ser un buen hogar. Silverio Isampa era apenas un niño cuando sus mayores estaban aprendiendo a entenderse con esta nueva franja de naturaleza para atrapar su comida. Se internaban en el monte durante semanas. Caminaban hasta dos días seguidos sin detenerse a dormir. Olían las huellas en el barro para calcular cuán cerca estaban sus presas. Construían improvisadas chozas con hojas de palmeras y esperaban dentro hasta que se asomaran. Hasta que pudieron gobernar esa nueva tierra tan bien como el bosque del que venían. Esa vida dejó de ser la misma con los años. El primer cambio se dio cuando empezaron a llegar cazadores de Iquitos, traficantes de animales exóticos y taladores ilegales de madera. Algunos kichwas dejaron la vida tradicional y trabajaron para estos forasteros, aunque lo que de verdad afectó a la comunidad fue que la cantidad de animales comenzó a disminuir. Primero lentamente. Después, cuando ya el clima había empezado a mutar por la acción de las personas, llegó la escasez de carne de caza y la huelga de las mujeres de los cazadores. No importaba que se bañaran con el agua de corteza de un árbol medicinal doce veces para purificarse antes de cada salida. No había resultados. La cacería era el corazón de su cultura. ¿Qué iba a pasar con ellos si todos los animales seguían alejándose o eran exterminados por las crecientes del río? Silverio Isampa y un centenar de cazadores kichwas entendieron que debían hacer algo antes de que fuera demasiado tarde. Supieron que se había empezado a crear una zona protegida con un área casi tres veces mayor que la ciudad de Lima, para que las especies de plantas y animales de esa zona pudieran ser preservadas. En los papeles se llamaba Reserva Nacional Pucacuro, pero eso no quería decir nada si los cazadores kichwas no la llevaban a su modo de vida. Así que lo hicieron. Empezaron a cazar sólo tres veces al año respetando las temporadas de apareamiento de los animales y redujeron la cantidad de carne a 100 kilos por cazador en cada una de esas salidas. Parece mucho, pero desde su hogar, una cabaña de madera de unos veinte metros cuadrados construida junto a unos aguajales, Silverio Isampa, dando un sorbo al masato, esa fresca bebida que nace cuando hacen fermentar la yuca, recuerda la época en que los cazadores de su comunidad cargaban cientos de kilos de carne en sus canoas. Era carne de cualquier animal que se les pusiera a tiro de dardo, flecha o carabina. Ahora dejaron de cazar monos, felinos, mamíferos acuáticos y tapires, que ellos llaman sachavacas. Se limitaron al sajino (chancho de monte), al venado rojo, al lagarto blanco, y a un roedor que en Loreto se conoce como majaz. Después de cinco años de intentar ese camino, aseguran, los animales han vuelto a ser casi tan abundantes como hace medio siglo.

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Dicen los ancianos kichwas que a un buen cazador se le reconoce por las palmas de sus manos. Las de Silverio Isampa tienen la piel callosa y áspera, resistente como el cuero. Un archipiélago de minúsculas cicatrices da cuenta de cinco décadas de batallar contra las bestias del monte. Tiene 63 años encima, pero todavía nadie lo ha superado en puntería a la hora de disparar una escopeta calibre 16. El arma con la que mejor se entendía, sin embargo, era la pukuna —una cerbatana larga como un mango de escoba— para derribar aves, sachavacas y monos con dardos envenenados. El mejor cazador de 28 de Julio también es diestro con el machete para destazar lagartos, el anzuelo para pescar carachamas —ese pez amazónico con ventosa en vez de boca, de la familia de los peces gato— y el arco para cazar añujes, un roedor amazónico del tamaño de un perro faldero. Fue tensando su arco hasta que se hizo su primera herida de caza, un corte recto y profundo, muy cerca del dedo índice de la mano izquierda. Tenía 10 años y estaba aprendiendo de su padre los secretos de ser un hombre. Todas esas heridas, la primera y las que le siguieron, son como medallas de honor para los kichwas. —Si no sabes atrapar tu comida no sirves —ríe Silverio, incluso cuando cuenta la historia del enfrentamiento con el felino que casi le cuesta la vida. Ahora el tigrillo es su ícaro, un espíritu protector que le dota de habilidad y lo protege de las envidias de otros cazadores no tan buenos como él. Pero como el clima, dice, está cada vez “más loco”, todo ese conocimiento y protección ya no es suficiente. A su manera, los hombres y mujeres de la Amazonía, que aprendieron a guiarse por los ciclos de la luna y de las lluvias para sus cosechas, intuyeron desde hace tiempo lo que los científicos hoy advierten. El Tyndall Center de Reino Unido, uno de los centros de investigación climática más importantes del mundo, asegura que el Perú es el país más vulnerable al cambio climático, después de Bangladesh y Honduras. Ese dato no sólo es alarmante, sino que supone una cadena de noticias mucho peores para quienes viven en las montañas y las selvas —gente como los kichwas, que depende de la tierra, los bosques y ríos— que para los habitantes de las ciudades. Por eso a Silverio la fama de ser el mejor cazador de su aldea no evita el esfuerzo, sino todo lo contrario. Hay que mantener el lugar que se ha ganado a fuerza de cicatrices. Así que se ha levantado al amanecer para afilar sus anzuelos. En unas horas saldrá con un vecino suyo a traer carne para su despensa. El sol brilla con intensidad entre los aguajales y los árboles de mamey. En su morral ya tiene empacado un poco de plátano asado y masato que le ha preparado su mujer y unos cartuchos de escopeta. Un cuchillo siempre descansa en su bolsillo. —Acá en la montaña, el que no sabe cazar se vuelve haragán —advierte, y se ríe de nuevo. Dice que ahora Ramón, su primogénito, quien aprendió a cazar a los doce años derribando una paloma con su escopeta, será su sucesor. Las manos de su hijo ya tienen tantas marcas como las suyas. —Él va a ser mejor que yo, porque está estudiando. Ramón también le ha explicado lo que ocurre con los cambios en las lluvias, los animales y el bosque. Hubo un tiempo en que Silverio creía que estos “males” en la selva eran un castigo de Dios. Hoy sabe que el clima ha enloquecido por obra del hombre.

Imagen de portada: Poblador kichwa. Fotografía de Tomás Munita / CIFOR, 2013.